ESCENAS
Ruta ir y venir pone en escena a una pareja de años a debatirse entre la palabra y la acción.
› Por Alejandra Varela
Cuando eran dos desconocidxs no se notaba la diferencia. Una pareja de años podría haber tenido el mismo comportamiento. Esos silencios que en el calor marmolado de la ruta se parecen a un ajuste de cuentas, aplastan un revuelo de palabras que la dramaturgia de Natalia Miranda decide convertir en una voz exterior a los personajes. Pero ese pensamiento sofocado no aparece en escena a modo de narración sino en una forma expresiva encarnada en dobles, sombras que desarrollan su parlamento como una suerte de interioridad de los protagonistas que reflejan esos estados en su actuación. Espejos opacos para contar lo insondable de la experiencia amorosa.
Roland Barthes estaba entrampado en un amor dañino cuando fue a buscar alivio al consultorio de Jacques Lacan. Después de escuchar al refinado lingüista que habrá hecho de su dolor una pequeña pieza teórica, el maestro del psicoanálisis fue contundente. “Deje ya mismo a ese muchacho”, le ordenó. Dicen que Barthes obedeció y para poder deshacerse de tanto deseo malsano escribió Fragmentos de un discurso amoroso.
Ese texto propone el método dramático donde se sustituye la descripción del discurso amoroso por su simulación, el eje descansa en la acción del lenguaje, se restituye el yo para poner en escena una enunciación y dejar en una segundo plano el análisis.
Ruta ir y venir se contagia de este impulso, de la lectura de este libro que pide siempre ser llevado al terreno de los hechos, para agitarse en una pequeña historia que irradie la posibilidad de interpretar el amor, convertirlo en materia teatral, derramar toda su capacidad de revelación, como dos seres en el campo solitario deslumbrados ante la aparición de una divinidad que los elige.
La palabra, en esos casos, se vuelve una madeja atropellada en la garganta y los dientes. No hay manera de decir lo correcto. Romina recurre a una displicencia a veces cínica, a veces tierna sin abandonar esa sonrisa que la vuelve un poquito superior, más inteligente o controladora porque ella no ama tanto. Aquí el que está poseído por el acontecimiento amoroso es Javier. El muchachote está ensordecido por lo irracional, lo repentino, por detalles que no son suficientes pero conmueven, pero tocan de algún modo la incredulidad de Romina. Porque enamorarse es aceptar esa creencia y no perturbarla con tantas explicaciones, pruebas y razonamientos. La voz de Javier, la personificación de esa sombra que reproduce la rispidez de un deseo torpe que no puede traducirse de una manera ordenada y atractiva, que lo lleva a perder frente a esa chica que deberá dilucidar y acostumbrarse a una masculinidad frágil, es presentada como un relato de empalagosa fantasía.
La dramaturgia de Natalia Miranda busca trasladar ciertas caricaturas que se atribuyen al enamoramiento femenino, a la cabeza de un hombre. Él será el que exagere, el que vea en cualquier intrascendencia una señal de aprobación, el que construya la novela idealizada, como una especie de Susanita enfundada en una remera de metálica, con jeans y barbita. Él será también cruel consigo mismo por no cumplir con el esquema del macho canchero y seductor y entregarse a una fascinación que no le interesa disimular.
La autora hace de la sensibilidad masculina algo parecido a esas imágenes de las vacas con manchas rosas que Javier dice ver y que le pide fotografiar a Romina como si fueran un descubrimiento. Para ese hombre enamorado la invariabilidad de esa ruta en la que van y vuelven como en un mar espeso, es siempre inesperada, como las frases hechas que le ofrenda, mientras Romina le sonríe aburrida, a punto de abandonarlo, de decir basta pero encuentra, tal vez en el viento, en los aromas de ese auto donde ella se reclina, un estímulo para seguir, para darle a esa conversación toda la verdad y la confianza que su novio necesita para no desistir, para regalarle a ese momento escuálido la vitalidad de una minúscula promesa amorosa.
Ruta ir y venir, escrita y dirigida por Natalia Miranda con las actuaciones de Soledad Piacenza, Miranda, Leonardo Edul y Adrián Murga se presenta los viernes a las 21 horas en el Teatro del Pueblo.
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