VISTO Y LEIDO
El gran plan, la novela de Paula Perez Alonso, convida a los sentidos en una escritura con carácter de rock, no desde su sonoridad sino como atmósfera vibrante y sin retóricas.
› Por Marisa Avigliano
Por la deriva a falta de brazadas el comienzo de una legítima asfixia contagia cada segundo de los días que vendrán, ¿se empieza a volver? ¿Se hace la plancha? La primera voz que se oye en El gran plan elige hacerla y ahí se queda un rato semi quieta flotando en tierra seca y pidiéndole auxilio a las palabras para que crucen el tiempo sin alterarlo -¿sin alterarlo?-. Condiciones de simultaneidad van de la cita eliotiana a María Estuardo -en mi principio está mi fin- hasta la constitución de un presente perpetuo -”and all is always now” (y todo es siempre ahora) – y hacen nido en esta novela vertiginosa de Paula Perez Alonso, donde el vértigo adopta una especie de placidez horizontal para afianzar la lectura. Un antecedente exitoso -Queneau- no arruina el sabor de la novela de Perez Alonso, aquel El rapto de Ícaro acerca la idea del personaje o narrador abducido, secuestrado. Aunque tal vez no podamos hablar -escribir- de un secuestro sin mencionar la ficción total, suprema, como ha sido entendida por los mejores razonadores del siglo veinte. Borges, ajeno a la práctica de la novela pero atento a la especulación de planearla, supo donar un Herbert Quain esquemático de intelecto genial y de ejecución nada laboriosa. Los trabajos y los días, en la novela de Paula Perez Alonso resuelven de una manera muy poco usual, muy poco característica en la novela argentina actual, una tensión de planos y escenas que marcan para siempre el territorio invadido. La novela como género y quienes la lean, lo agradecen. En ese espacio, en absoluto estrecho, que reconoce como propio (reflejo de esa Atacama cuyo nombre pronunciaba en voz baja: “un llano desértico, infinito, pura superficie, una orografía despellejada”), El gran plan concede una variedad múltiple a los sentidos que utiliza y que emplea. Hay una antecedencia rumorosa, no solo literaria, en los libros de Perez Alonso hay rock. Hay rock aunque no se nombre ni suene. El rock como atmósfera o como ámbito, no en sonido impuro sino en ausencia de presencias reales. El rock como constante o como diario silencioso. Como conteo, como compás. En la Atacama desértica que los reúne hay un hombre de cine con cara de marsupial filmando la luz con un aplomo apócrifo, a punto de ser trémulo, a punto de convertir todo en ficción fluctuante, un arqueólogo, un astrónomo que ya no habla de volver a la ciudad, una antropóloga que cita a Artaud y un geólogo, ¿están de paso? ¿Son la sociedad secreta que altera el fisgoneo de las turistas noruegas? ¿Serán la cifra necesaria? “No creas en la pureza” le dice un padre a su hija en la novela, “No puedo ir por el mundo sonándote las narices” le escribe Pound a Hilda Doolittle. Dos hombres dan consejos y uno de ellos va tras los pasos del otro. Un nuevo rapto ocupa ahora las páginas dedicadas a un padre (siempre es el propio) y a Pound, “supe que una de las insistencias de papá en sus viajes a Venecia fue Ezra Pound (…) sin mirarme me contó que había seguido a Pound en su exilio (refugio) después de los trece años que pasó en un psiquiátrico en Washington”. Como en ciertas novelas luminosas de otras décadas, esta invitación a ingresar una moneda imaginaria permite advertir las condiciones de un mundo de alcances ilimitados, que solo puede frenar un laberinto de suaves pausas. Algunos recorridos en El gran plan pertenecen ya a una especie de novela futura. La novela futura nada tiene que ver con la ciencia ficción en el sentido que se entendía en el pasado y establece nuevos vínculos con la escritura. Sobre todo con una escritura que devuelve al presente la dimensión formidable de la experimentación sin el experimento, de la literatura sin la retórica, de la expansión con límites distintos a los que nos habituó la imagen. De vuelta la palabra ha tomado la palabra.
El gran plan
Paula Perez Alonso
Tusquets
219 páginas.
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