ARTE
Una directora filma a otra movida por la admiración que le provoca su obra y genera una pieza que indaga en el quehacer artístico y el mundo de las mujeres. Reflejo Narcisa repasa la vida de la creadora Narcisa Hirsch con su vital colaboración en una narración que incluye la vida en familia, el amor romántico y la performance como respuesta política.
› Por Marina Yuszczuk
Sucede todos los días, sin que a nadie le llame demasiado la atención: en páginas web, libros, diarios, revistas, programas de radio y otros medios, una red de mujeres se teje silenciosamente, de manera informal pero persistente. Se crean tradiciones, alianzas, diálogos, por fuera de lo hegemónico que tantas veces nos ignora o expulsa. Para decirlo con sencillez: cuando lean una nota sobre una artista o gestora mujer, un libro de investigación sobre una poeta olvidada, vean un documental donde se rescata a una figura femenina, fíjense bien. La mayoría de las veces, esos productos estarán firmados por una o más mujeres. Y de hecho están acá, leyendo una nota en un suplemento de género, escrita por una periodista mujer, sobre el documental donde una artista de videodanza retrata a una directora de cine experimental que la inspira.
Silvina Szperling explica que se acercó a Narcisa Hirsch llevada por la admiración, la que le provoca una mujer con una fuerza tremenda, “que se ubicó en los márgenes y en la vanguardia permanentemente”. En efecto, nacida en Berlín en 1928 pero instalada en Argentina desde la infancia por decisión de su madre, Narcisa empezó su actividad como cineasta en los 60 haciendo un cine sensorial y despreocupado del sentido, cuando la tendencia de la época indicaba que se debía trabajar con los vínculos más explícitos posibles entre cine y política pero también invitaba al misticismo y las búsquedas lisérgicas. Aunque a sus primeras proyecciones no asistía casi nadie y en ocasiones tenía que bancarse hasta algún abucheo, o el ninguneo clásico de que cualquiera con una cámara podría hacer algo mejor que esos collages sin pies ni cabeza, a veces totalmente abstractos, a los pocos años tenía una serie de películas como Come out (1971), Pink Freud (1973) y Taller (1975), a las que se sumarían entre otras Ama-zona (1983), Rumi (1999) y El mito de Narciso (2011). Filmadas en 8 mm o 16 mm, dos formatos caseros y relativamente económicos que ofrecen la ventaja de poder proyectarse con facilidad, y últimamente en distintos formatos digitales, son experimentos con el montaje, la duración, la persistencia de las imágenes en el tiempo y los modos de la visión que habilita la cámara. Otras veces Narcisa trabajó con objetos sustraídos de su función habitual para explorar una simbología más explícita y arraigada colectivamente, como es el caso de Bebés (1974), donde las imágenes de muñecos saturan la pantalla hasta devolver como pesadilla lo que tradicionalmente se imagina tierno y femenino. Los diálogos con la literatura también son parte de su obra; Aleph (2005) es, por ejemplo, un corto de un minuto donde se trata de recrear en forma de video la figura fraguada por Borges en la que se concentran todos los puntos del universo. ¿Qué hay para ver en esas películas? Esa es la gran pregunta y la fuente de dificultad y perturbación que ofrecen –al mismo tiempo que placer–, porque se trata de imágenes que nunca dicen su secreto, que abren las posibilidades de interpretación pero también las suspenden para proponer un tipo de recepción más bien físico.
Fue la proyección de una de esas películas, Rumi (1999), en la que el cuerpo que danza aparece manipulado por las técnicas del video, la que produjo el encuentro con Silvina Szperling: “Justamente a través de mi rol de directora del Festival VideoDanzaBA es que tomé contacto con ella. En principio con Rumi, una obra de Narcisa que se proyecta en forma binaria, en video y 16mm al mismo tiempo y que juega aleatoriamente con el desfasaje que se va produciendo entre las dos imágenes a medida que el tiempo pasa, dada la diferencia de cuadros por segundo de cada formato. Es una obra muy bella y una ventana a través de la cual entré a todo un universo fílmico, pero también a un universo de arte de acción, happenings callejeros, grafitti, instalaciones y un amplio abanico. Esa multiplicidad de formatos y soportes habla de una gran flexibilidad, y también constituye una vía porosa para una mirada muy particular, en la cual algunas cuestiones que tradicionalmente se identifican con lo femenino (el hogar, la propia imagen, las preguntas vitales, los hombres) van siendo revisitadas y escrutadas con detenimiento, diría sin vergüenza. Se trata de una mirada que no conoce la vergüenza, que se expone desde lo íntimo, con un alto sentido del juego”. Szperling comenta que sintió una relación inmediata de su propia actividad con las operaciones que describe en la película de Hirsch porque para ella, la danza convoca a un tipo de intimidad similar con el espectador, se propone como un juego que desnuda las fragilidades, las pasiones, los pliegues del cuerpo, es decir, de la persona. A partir de ese encuentro surgió la idea de hacer un documental sobre Narcisa Hirsch, que se convertiría también en el desafío de debutar en la dirección de cine filmando a una directora: “Con mi equipo partimos de la hipótesis de que yo comenzaría filmando a Narcisa y que luego ella terminaría filmándome a mí, de allí el “reflejo” del título. Esa premisa en parte se cumplió, en la medida en que ella propuso varias ideas y escenas claves de la película, siempre con esa idea lúdica que está en la base de su obra”.
Lo que aparece también en el documental es el trabajo: desde el principio, Narcisa Hirsch es la mujer que tiene un saber infrecuente, adquirido y casi en vías de extinción, el de proyectar películas en fílmico. Así se la ve, junto a un proyector, con manos ya nudosas que colocan el rollo y acomodan la lente, antes de que la artista se siente a contemplar su obra. Silvina Szperling no retrata a Hirsch solo como una persona particularmente inspirada sino también como alguien que tiene un oficio: “Es que el contacto directo con los materiales es uno de los elementos básicos del quehacer del arte. Me conmueve el hecho de que al encender el proyector Narcisa sonríe, es como una alegría casi infantil, por eso creo que su obra tiene que ver con lo lúdico. De repente al proyectar Testamento y vida interior (1976), Narcisa está mirando una imagen de cuatro amigos que llevan un ataúd que se supone es el suyo propio y lo depositan en una superficie nevada, bajo una tormenta implacable. ¡Y su reacción es sonreír!”, cuenta la documentalista. Después, en la casa de Narcisa Hisrch, una serie de cajas catalogadas con etiquetas como “Viajes”, “Hijos”, “Bariloche” o “Familia Stegmann” dan la idea de la propia biografía como una cantera de materiales siempre disponibles para ser recreados. Y de hecho, en una serie de cartas con títulos como “Carta al amante ausente” que Hirsch lee en voz alta, lo que aparece es el juego de ensayar una posición, una enunciación tradicionalmente masculina mientras que los destinatarios vendrían a ocupar el lugar de la amada.
Y aunque Reflejo Narcisa se centre en el aspecto íntimo, en el costado doméstico de una mujer de 87 años que sigue haciendo arte y que aparece disfrutando del descanso del campo y el calor de un fuego encendido con sus propias manos, también hay una dimensión callejera, quilombera incluso, en esa artista que empezó participando de happenings como Marabunta (1967, puede verse en YouTube). Realizada junto con Marie-Louise Alemann y Walter Mejía –y un jovencísimo Raymundo Gleyzer a cargo de la cámara-, Marabunta consistía en la exhibición de un gran cuerpo de mujer recubierto de comida y pájaros pintarrajeados mientras sonaba música electrónica. La acción se realizó a la entrada del Teatro Coliseo, y se invitaba a los espectadores a servirse del banquete, concretando de una manera tan lúdica como brutal un tipo de consumo del cuerpo femenino demasiado naturalizado como para ser percibido como lo que verdaderamente es.
Más tarde, en los últimos años de la dictadura del 76, Narcisa intervino el espacio público en solitario graffiteando las paredes de su barrio, San Telmo, en un momento en el que estaban particularmente inmaculadas. Llevaba un aerosol en su auto, de vez en cuando se bajaba, estampaba una frase sobre la pared (cosas como “A veces todo brilla, todo”, “Señales de vida”, y otras que aparecen fotografiadas en el documental de Szperling) y se escabullía sin ser vista. Lo siguió haciendo hasta que una revista publicó la noticia, y entonces, de alguna manera, todo perdió sentido. Pero no importa: la acción estaba realizada, tan concreta como esa escritura sobre las paredes, y al mismo tiempo efímera. Algo de ese espíritu atraviesa la obra de Narcisa Hirsch hasta el presente, algo del mismo gesto experimental, de priorizar la búsqueda por sobre los resultados y la obra consagrada, que se contagió de los sesentas y mantiene, varias décadas después, al punto de que otras mujeres convocan su figura cuando se trata de armarse una tradición distinta de la impuesta, una que pugna por ganarse un lugar aunque tantas veces se la presente bajo la forma de “rescates”.
Reflejo Narcisa se proyecta todos los domingos de mayo a las 20 en el Malba, Av. Figueroa Alcorta 3415.
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