Viernes, 2 de septiembre de 2016 | Hoy
PERFILES
Por Sonia Tessa
A las 13.30 del miércoles, el golpe de estado contra Dilma Rousseff terminó de consumarse. En ese momento, los 200 millones de brasileñas supieron que no hace falta ningún “crimen de responsabilidad” para que la primera mujer presidenta dejara de serlo. A Dilma no pudieron probarle ningún delito, pero aun así, la echaron. Fueron 61 votos a favor y 20 en contra para una asonada institucional que ya no necesita de ejércitos, sino más bien de legisladores dispuestos a disfrazar de juicio político un linchamiento. El de una mujer que encarna buena parte de lo que quisieran eliminar. Al voltearla, avisan que ya no habrá desvíos que pongan en riesgo algún privilegio. Brasil vuelve a ser dirigido por sus propios dueños. Todos varones.
El 26 de octubre de 2014, 54 millones de personas decidieron reelegir a Dilma Rousseff hasta 2018. Ella lo recordó el lunes, cuando fue a defenderse al Senado. Durante 14 horas respondió preguntas de sus acusadores. Antes, dio un discurso memorable. “Son pretextos, tan solo pretextos, para derribar, por medio de un proceso de impeachment sin crimen de responsabilidad, a un gobierno legi?timo, elegido por sufragio directo con la participacio?n de 110 millones de brasileños y brasileñas. El gobierno de una mujer que osó ganar dos elecciones presidenciales consecutivas”, dijo en un momento de su discurso la mandataria. Quienes leen este diario, conocen los detalles sobre lo ocurrido en el “Día de la Infamia”, como lo calificó el ex presidente Luiz Inácio Lula da Silva. Pero sí resulta imprescindible subrayar cuánto influyó que Dilma sea mujer en este desenlace. La venganza conservadora por los avances de 13 años de gobierno del Partido de los Trabajadores se ensaña en su cuerpo de mujer, con un efecto inmediato de disciplinamiento. Mientras tanto, el 60 por ciento de los legisladores que dejó a Dilma afuera del Palacio de la Alvorada tienen abiertos procesos por corrupción.
Es que Dilma se atrevió a romper los mandatos de género y las convenciones políticas desde su juventud. Fue guerrillera, sí. Todavía se lo echan en cara en más de una nota, como la que publicó el diario Clarín el mismo miércoles, titulada “El ocaso de una ex guerrillera que llegó a presidenta”. Ella –como millones de jóvenes– entendió entonces que la única forma de cambiar la historia en América Latina era la lucha armada. Y lo hizo en la resistencia a una dictadura.
Tras el golpe contra João Goulart, Brasil comenzó en 1964 un largo proceso represivo. Dilma integró Colina, un grupo insurgente que luego se convirtió en VAR-Palmares. En 1970, cayó presa y fue torturada. A esa experiencia también hizo alusión el lunes pasado, frente a los senadores que terminaron destituyéndola. “Entre mis defectos no están la deslealtad y la cobardía. No traiciono los compromisos que asumo, los principios que defiendo o a los que luchan a mi lado. En la lucha contra la dictadura, recibí en mi cuerpo las marcas de la tortura. Cargué amargamente durante años el sufrimiento de la prisión. Vi a compañeros y compañeras siendo violentados, y hasta asesinados. En esa época, yo era muy joven. Tenía muchos por esperar de la vida. Le tenía miedo a la muerte, a las secuelas de la tortura en mi cuerpo y en mi alma. Pero no cedí. Resistí”, dijo Dilma el lunes.
Su suerte estaba echada, porque los votos ya estaban para que asumiera Michel Temer.
En un país eminentemente negro, y racista, donde las mujeres son el 51 por ciento de la población pero sólo el 10 por ciento en las legislaturas, llama la atención que la mayoría de los “dueños del ágora” fueran hombres, blancos, siempre sonrientes. Hubo legisladoras en el proceso, sí, pero eran menos. La restauración moralista del país está en marcha, a la par de la económica y social. Son indisolubles. Y tuvieron un aliado de oro: el incesante clamor de los medios hegemónicos que se cansaron de ventilar la corrupción como única faceta de una experiencia histórica compleja y contradictoria. Que llevó a millones de brasileños a comer todos los días. Es por eso que la senadora Regina Sousa, del PT del partido de Piauí, dijo que “acá la disputa es entre la Bolsa Familia y la Bolsa de Valores”. La Bolsa Familia es el principal plan social del gobierno del PT, que benefició a más de 55 millones de personas, el 27 por ciento de la población de Brasil.
“Tchao querida” era uno de los carteles que levantaban los que apoyaban la destitución cuando empezó el proceso de impeachment. Se refería al saludo de Lula hacia Dilma al terminar una conversación telefónica que fue grabada ilegalmente. El machismo de la consigna fue resaltado por las feministas brasileñas, que saben cuánto está en juego con este golpe. La familia, la iglesia, la propiedad privada, fueron algunos de los argumentos que usaron en mayo los Diputados que votaron para abrir el impeachment. Esta semana, en el Senado, no hubo referencias a la supuesta inconducta fiscal sino al fin del “populismo, la demagogia y la irresponsabilidad”.
Dilma se los dijo en la cara: “Son pretextos para viabilizar un golpe en la Constitución. Un golpe que, de ser consumado, resultará en la elección indirecta de un gobierno usurpador. La elección indirecta de un gobierno que, ya en su interinidad, no tiene mujeres en el comando de sus ministerios, cuando el pueblo, en las urnas, eligió a una mujer para comandar al país. Un gobierno que aparta a los negros de su composición ministerial y ya reveló un profundo desprecio por el programa elegido por el pueblo en 2014”.
Ser una mujer que ejerció el poder sin remilgos fue imperdonable para Dilma. Ella lo dijo: “Conquistas importantes para las mujeres, los negros y las poblaciones LGBT estarán comprometidas por la sumisión a principios ultraconservadores”. Porque se trata de las políticas que ampliaron derechos, esas que las elites latinoamericanas no están dispuestas a soportar. “Contrarié, con esa postura, muchos intereses. Por eso, pagué y pago un elevado precio personal por la postura que tuve”, expresó en su defensa.
Mientras a Dilma la destituían en el Palacio Legislativo, en las calles de todo el país, a lo largo y a lo ancho, había movilizaciones de lo más diversas de las que participaban, entre otros, el Movimiento de los Sin Tierra, mujeres, trabajadoras y trabajadores, el PT, al grito de “Fora Temer” y “Volta Dilma”. Esas voces recuerdan que el 1º de enero de 2011, cuando asumió su primera presidencia, Dilma arengó: “Vengo a abrir puertas para que muchas otras mujeres puedan, en el futuro, ser presidentas. Y para que todas sientan el orgullo y la alegría de ser mujer”.
Dilma fue destituida, pero no es la muerta política que muchos sueñan, una ilusión paralela a la que esos mismos sectores sostienen en la Argentina con la presidenta Cristina Fernández de Kirchner. Después del golpe, Dilma llamó a resistir. Prometió que “habrá la más firme, incansable y enérgica oposición que un gobierno golpista puede sufrir”.
“Las fuerzas reaccionarias, al interrumpir su legítimo mandato, impusieron un gobierno usurpador, que no esconde sus opciones misóginas y racistas”, dice la carta que le envió el Frente Brasil Popular a la “presidenta legítima”. Y dicen: “Estamos seguros de que la compañera continuará inspirando y protagonizando la resistencia contra el golpismo. Del mismo lado de la trinchera y de la historia, lucharemos hasta la victoria de un Brasil democrático, justo y soberano”. La historia no termina en una elección parlamentaria. Esta mujer de 68 años seguirá dando que hablar en un país que no se resignará a volver a una fiesta para pocxs.
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