Viernes, 16 de septiembre de 2016 | Hoy
ESCENAS
Lorena Romanin toma el esquema de El zoo de cristal y lo utiliza como una placa difusa para observar un pueblo de la provincia de Buenos Aires.
Por Alejandra Varela
Una casa podría ser un pequeño museo teatral donde los dramas familiares piden auxilio a la ficción como fuerzas que presionan para ser oídas y alguien llega y les otorga cierta contemporaneidad.
Susana es una maestra de escuela que ha construido una serie de valores un tanto grotescos a los que se aferra para que nada en su espacio simple se desgarre ante los peligros de un afuera donde reinan seres tan inhumanos como su ex esposo, el hombre que la dejó con ese muchachito que juega con su tren de fantasía en el living de la casa. Juan Ignacio es un adolescente de pensamiento concreto, su cabeza no puede soportar abstracciones. Cada vez que habla, el cuerpo entero se comprime como si el esfuerzo le quitara el alma, como si le constara una inmensidad llegar a esa idea que su boca suelta casi como si la escupiera. El chico aprende a no desear lo que su madre identifica como una amenaza y se acostumbra a que todo aquello que despierta su alegría sea dejado de lado en función de una mansedumbre que se sostiene en la sustitución del contexto por una ciudad de juguete.
Pero llega Valeria como Jim en la obra de Tennessee Williams, ese chico que para el autor norteamericano tenía tanto el magnetismo de lo real como de ese sueño que por una noche parecía tan cercano.
La estudiante del CBC que vive la visita a la casa de su tía como un confinamiento absurdo que su madre improvisa al enterarse que fuma marihuana, entiende que está allí, con ese primo que la adora y con esa tía que trata de imponerle sus normas pero al mismo tiempo se deja ganar por una humanidad más sensible, menos temerosa, por una vitalidad que apuesta y puede sanarse de la pérdida, para reponer algo del orden de la temporalidad. El dialogo con el texto clásico viene a pensar los procedimientos actuales del realismo.
Amanda era, en El Zoo de cristal, una mujer que construía su escafandra a partir de un pasado perfecto donde se describía como la joven de los mil pretendientes que se equivocó al elegir al hombre que iba a abandonarla. Ese padre que en el texto de Williams sonreía desde un retrato en el centro del salón es en Como si pasara un tren, una figura maléfica a la que Susana alude en un mecanismo de fijación. También es el móvil que obliga a Juan a descubrir que ir hacia el deseo puede ser cruel pero ofrece una comprensión que define y sitúa en un lugar activo, donde crecer se parece a continuar más allá del campo de protección.
Si en Juan respiraba algo de Laura, la chica que aceptaba permanecer envuelta en sus discos y en sus animalitos de cristal porque para su mamá y su hermano la ínfima renguera que sufría la volvía inadmisible en ese mundo de los años 30, Juan se desentiende de ese entorno que toleraba las normas sociales como destino y escucha a Valeria cuando le enseña a decir sus propios anhelos en voz alta y a llevarlos a la práctica, incluso a buscar estrategias, a sacar su carácter de niño para que nadie lo detenga. La dramaturgia de Romanin indaga en las vertientes de esa discapacidad y extrae de allí recursos absolutamente verosímiles que hablan de una cualidad para lograr una alteración de los rituales hogareños.
En la escritura de Romanin los personajes se hartaron de repetir una mirada social sin crítica. Aquí Valeria es la chica que se detiene por un momento para intervenir en un ambiente dañado pero que no está condenado a la estética resignada de un final gris.
Como si pasara un tren, escrita y dirigida por Lorena Romanin, con las actuaciones de Silvia Villazur, Luciana Grasso y Guido Botto Fiora se presenta los viernes a las 12 del mediodía y los domingos a las 17 y a las 19 en El Camarín de las Musas.
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