POLITICA
A pesar de que la discusión pública que protagonizaron tres mujeres dirigentes durante el Congreso Nacional Justicialista –Cristina Fernández de Kirchner, Hilda González de Duhalde y Olga Ruitort– quedó opacada por los acuerdos que, se espera, terminarán sellando los dirigentes varones —y a la sazón, esposos de–, la frivolidad con que se trató a las voces femeninas trasluce cuánto falta para que las mujeres puedan ejercer liderazgos lejos de estereotipos y estigmatizaciones.
› Por Marta Dillon
Por Marta Dillon
Es llamativo. A pesar de
que la crisis dentro del Partido Justicialista (el partido de gobierno, al fin
y al cabo) sigue ocupando un considerable espacio en los medios con sus alternativas,
sus bajas de tensión, sus renuncias y los acuerdos que, es de imaginar,
se tejen febrilmente al amparo de la mirada pública, las protagonistas
que de alguna manera blanquearon las tensiones dentro del partido no merecieron
mucho más que unos cuantos comentarios desafortunados que aluden más
a cuestiones personales, conventilleras, incluso de “alta peluquería”,
como definió un ministro. Doblemente llamativo en un partido en el que
“la peluquería” parece el ámbito en el que los muchachos
se sienten más a gusto; basta ver el modo en que peinan cabelleras quienes
antes lustraban calvas. Y no, el ministro no se refería a ellos, si existió
confusión alguna, las declaraciones posteriores de una de las afectadas
–Hilda Beatriz González de Duhalde, según el nombre completo
del que se declaró orgullosa– la despejaron completamente: “Aníbal
Fernández es machista, pero no me molesta, lo acepto así”,
dijo en el programa Hora Clave frente a un embelesado Mariano Grondona –que
sumando su granito de arena sentenció: “Cómo nos divierten
las mujeres”–, sin notar que el machismo es una forma de discriminación
tan grave como el racismo o el antisemitismo. Pero más allá de
correcciones políticas, la frase de Cristina Fernández de Kirchner
pidiendo que se haga lugar a “compañeras” que no exhiban “portación
de maridos” y que disparó la furia de Olga Ruitort –esposa
de José Manuel de la Sota– y de “La Señora” –como
suelen llamarla sus propios colaboradores– González de Duhalde,
al menos debería dejar abierta la pregunta sobre cuánto hay de
cierto en la necesidad de “un marido” para poder ocupar lugares de
liderazgo en ámbitos políticos. Y, más allá de las
susceptibilidades heridas, lo cierto es que la respuesta es al menos dudosa.
Si se pregunta a boca de jarro a cualquier desprevenido cuántas mujeres
puede nombrar cuyo liderazgo no esté asociado al de un hombre, seguramente
tardará en contestar, antes de recordar a Elisa Carrió –que
no es precisamente justicialista–, Alicia Castro –cuyo liderazgo está,
por lo menos, opacado si es que alguna vez trascendió verdaderamente
los límites de su sindicato– y no muchas más –con perdón
de los olvidos de esta misma cronista–.
Como ya se dijo, las tres implicadas en la contienda que puso el grito en el
cielo –broche final a los abucheos que intentaba soportar la senadora Fernández
de Kirchner, a la sazón “primera ciudadana”– justicialista
tienen una trayectoria propia –Fernández de Kirchner y Ruitort–
y/o un poder propio –en el caso de Chiche Duhalde, acumulado después
de que su marido le hiciera la reverencia necesaria para darle entrada en la
arena política–. Sin embargo, pasado el primer impacto, las mujeres
pasaron al olvido de la agenda pública y la interna peronista sigue su
cauce ya en manos de hombres más medidos, menos airados, sin exhibiciones
viscerales, más “políticos”, en definitiva. Como si
cumplieran con un rito que inauguró la misma Eva Duarte sobre el final
de la década del ‘40 cuando transformaba sus discursos en “explosiones
de pasión y furia, verdaderas arengas que buscaban despertar una respuesta
emotiva en el público” –según la investigadora Marysa
Navarro en su trabajo El liderazgo carismático de Evita–. Y “contrastaban
con los discursos de Perón, que con un tono calmo, seguro y paternal,
explicaba las cosas con un lenguaje simple y claro”. Siguiendo una tradición
femenina –que es fácil advertir en los movimientos sociales, en
los grupos piqueteros–, ellas pusieron el cuerpo, ellos la “racionalidad”.
Pero este mecanismo no es el único que puede advertirse como una marca
en el orillo del Partido Justicialista. Está en su adn, en su misma constitución
como fuerza política, el liderazgo doble, asentado justamente sobre un
matrimonio –la pareja Juan Domingo Perón y Eva Duarte o Eva Perón,
directamente–, en el que la pasión y la racionalidad o la estrategia
política –al menos a simple vista, ya que Evita no sólo ponía
pasión sino también una buena cuota de astucia– se retroalimentaban
y potenciaban para que el carisma no se fatigase con el ejercicio del poder.
Si Perón encontró en Evita el “puente de amor” –así
lo definía ella en sus discursos– entre la gestión y sus
“descamisados” evitando incluso que tuviera que compartir su liderazgo
con otro hombre –atreviéndose a integrar la fórmula presidencial
en un gesto de audacia mayúscula para su época en el mundo entero–,
algo de ese gesto inaugural puede rastrearse en una estrategia propia de sus
herederos y que últimamente resulta hasta obvia: poner a la dama. Es
lo que hizo Eduardo Duhalde con su esposa Chiche cada vez que la puso a encabezar
listas electorales en la provincia, incluso cuando se flirteó con la
posibilidad de que fuera vicegobernadora junto a Felipe Solá, aunque
para entonces –el año pasado– La Señora ya había
acumulado un poder propio que le permitió negarse, aunque, claro, en
su lugar fuera su mejor amiga, Graciela Giannettasio. Es la estrategia de la
dupla santiagueña Juárez –en el más viejo estilo–,
que se alternaron para que todo quede en familia. ¿Y no es similar la
intención de postular desde ahora a Cristina Fernández de Kirchner
como próxima gobernadora bonaerense? Es como si los hombres, a través
de sus mujeres, hicieran su brazo más largo y se aseguraran así
una omnipresencia que los mecanismos democráticos obstaculizan.
¿Yo
feminista?
De ninguna manera, dijeron a su turno las protagonistas del último tole
tole justicialista. Aun cuando la senadora y primera ciudadana, Cristina Fernández,
una de las primeras en ocupar la Cámara alta –territorio en el que
se hizo lugar a los codazos hasta que el cupo alcanzó a ese cuerpo y
entonces, según sus palabras, pudo “respirar mejor”–,
reconozca las dificultades masculinas para escuchar las buenas razones que puede
oponerles una mujer –”se sacan”, confesó a este medio
en 2002–, nada más lejos de sus definiciones personales que el feminismo.
¿Por qué? “No les voy a conceder eso, porque después
te estigmatizan.” Tampoco Chiche Duhalde se atrevería a poner otro
“ismo” en su boca que no fuera aquel cariñoso que le dedicó
a Aníbal Fernández. Cuando lanzó su propio movimiento,
el “Evitismo”, un 26 de julio de 1997, dijo claramente: “No somos
feministas, queremos estar al lado de los hombres. Pero si no nos dejan los
pasaremos por encima”, haciendo honor al estilo agresivo que le endilgan.
Por supuesto que no es necesario adscribir a la lucha de las mujeres por sus
derechos para ejercer la carrera política, pero no deja de llamar la
atención que en una fuerza que tiene el honor de haber ampliado la participación
política de las mujeres desde fines de los ‘40, hasta haber conquistado
para ellas la posibilidad de votar, haya tan pocos cuadros con conciencia de
género. “La participación de las mujeres, con cuotas al interior
del partido desde el inicio mismo, con un ímpetu de transformación
que fue central –dice Virginia Franganillo, presidenta del Consejo Nacional
de la Mujer hasta 1995, y una de las pocas peronistas que también se
definen feministas–, alcanzó masividad en los años 70 con
las mujeres de mi generación. ¿Por qué el feminismo no
entró como sí lo hicieron otras ideas? Por un lado está
la teoría de que Evita operó como una ilusión de que las
mujeres lo habían conseguido todo –y antes–. Pero también,
los años de proscripción y la lucha por la recuperación
democrática ocupó el centro de la acción política
social.”
Si en la militancia de los ‘70, sobre todo dentro del peronismo, mujeres
y hombres hacían honor a aquel poema típico de la época
que decía aquello de que en la calle codo a codo..., esa sensación
de hermandad no llegó a traducirse en representación política.
La eliminación de miles de militantes, que desapareció cuerpos
y diezmó a lo que sería la dirigencia actual, obviamente raleó
también la posibilidad de que aquellas militantes progresistas hoy disputen
lugares de poder dentro de los partidos transformando aquella experiencia en
capacidad de decisión y liderazgo. Porque hay que decir que de la generación
diezmada han sobrevivido, sobre todo, los grupos más conservadores. A
esa generación, la del 70, y no casualmente, reivindican su pertenencia
tanto el presidente Néstor Kirchner como su esposa –que no se cansó
de repetir que no es “presidente consorte”; mientras dio entrevistas,
algo que le recomendaron dejar de hacer–, y es esa pertenencia uno de los
ejes del debate dentro del justicialismo, y probablemente también marque
una de las principales diferencias entre Fernández de Kirchner e Hilda
González. Si la primera acuñó su nombre –aun junto
con el de su marido– a fuerza de imprimirle un estilo propio caracterizado
por no haber respetado el principio de sumisión de un partido –peronista–
que desde el mismo nombre implicó verticalismo –rebelión
que podría alinearse con el ímpetu de aquella generación–;
la segunda forjó su poder para ponerlo a disposición de su esposo
a través de la red de manzaneras que además de distribuir la ayuda
social mantenían a La Señora siempre informada. Fue poco después
de que el gobierno bonaerense de Eduardo Duhalde transfiriera al Consejo Provincial
de la Mujer que Chiche presidía el presupuesto completo de los planes
sociales –a mediados de los ‘90 eran 800 mil dólares diarios–.
Así se desnaturalizó un órgano ejecutivo destinado a defender
los derechos de las mujeres, devolviéndolas, simbólicamente, a
su lugar tradicional: alimentar y asistir.
Lo curioso es que, según la encuestadora Graciela Romer, a pesar de la
alta imagen positiva de la que goza “la primera ciudadana” –jamás
primera dama– que llega al 70 por ciento, si está en 8 puntos por
debajo de su marido es porque a la opinión pública le gustaría
verla más preocupada por los temas sociales. Así queda claro que
el lugar que las mujeres suelen ocupar en la política –el de la
asistencia– es un reflejo de lo que la sociedad espera de ellas.
Por supuesto que el debate dentro del Partido Justicialista –o mejor, las
disputas– es, como dice el historiador Felipe Pigna, “mucho más
profundo: es la decisión de la derecha del peronismo de no hacerse cargo
de la historia y como dijo Chiche Duhalde, no querer mirar para el pasado. Se
cayó en una recolección mediática de gritos entre mujeres
cuando lo que se debatía era qué hacer con el pasado que sigue
dividiendo al peronismo”. En el momento que las cosas ardieron –ya
se han puesto convenientes paños fríos y hasta el mismo Eduardo
Duhalde dejó entrever un “enojo” con su señora–
pareció preferible, incluso desde voces del gobierno, poner el acento
en el “tono femenino –dice Pigna– tomando lo femenino como frívolo”.
Ese tono despectivo, cargado con evidente menosprecio, deja entrever un problema
que excede al peronismo y es que las organizaciones políticas –partidarias
o no– siguen siendo machistas, y esto dicho sin la ternura con que la asume
la señora de Duhalde. “Dentro de la política –asegura
la antropóloga y co-compiladora del libro Historia de las Mujeres en
Argentina, Gabriela Ini– hay muchos prejuicios respecto de la participación
de las mujeres y eso sigue vigente, porten o no apellido.”
(informes: L. Peker y F. Gemetro)
Las muchachas peronistas (una cuestión estética)
Por Soledad Vallejos
Básicamente
por una cuestión fundacional, postular la existencia de un chic peronista
es trazar una entelequia tan escurridiza y caprichosa como puede serlo el aprehender
un concepto de cultura correspondiente a la UCR. Si desde sus inicios el peronismo
se plantó dispuesto a ocupar un lugar central en la vida política
sirviéndose, entre otras estrategias, de llevar a un altísimo
grado de visibilidad en la vida social lo que hasta entonces estaba en los márgenes,
fue ese desplazamiento de atributos, ornamentos, objetos y vestuarios lo que
terminaba por darle un significado. Mejor dicho, una vez mezclado en la gran
maquinaria de la Estética Peronista, lo que esa suerte de expropiación
simbólica (convertida en apropiación) de atributos pertenecientes
a tradiciones ajenas al mundo obrero iba seleccionando (un poco por azar, otro
poco por astucia) empezó a cobrar no uno sino montones de valores diferentes,
propios, pero por sobre todas las cosas contradictorios, haciendo gala en ese
gesto inaugural de lo que terminaría convirtiéndose en una marca
de fábrica del Movimiento y sus aledaños. Mientras la Argentina
emergía de una década infame que había visto crecer el
número de obreros y obreras pero sólo para reconocer a los hombres
trabajadores y continuar invisibilizando –bajo el manto de la sospecha
moral– a las mujeres trabajadoras (las “fabriqueras” cuyo trabajo
fuera del hogar, como bien señaló Dora Barrancos en el tercer
volumen de Historia de la vida privada en Argentina, levantaba rumores), Eva
pisaba el escenario político primero como amante de un militar, y luego
como jefa espiritual de la Nación. No había logrado ningún
papel memorable en la crecientemente poderosa industria cultural nacional (no
tenía, afirma Beatriz Sarlo, las cualidades físicas ni artísticas
que requería por entonces el cancerbero de la fama), no era madre, no
tenía un pasado público más que el hablado por las malas
lenguas. No era, para colmo de males, una figura fulgurantemente glamorosa y
se encontraba bastante lejos de la cima del top fashion. Y ahí, en esa
suma de anti-cualidades tan impopulares, fue donde se fundó su régimen
de visibilidad pública y el súmmum de la Estética Femenina
Peronista. Durante el mítico viaje a Europa vistió como reina:
pisó el Vaticano enfundada en negro de pies a cabeza; se agobió
bajo pieles magníficas en pleno verano español (a cuya jefatura
franquista deslumbró con un escote más revelador de lo acostumbrado
para los banquetes oficiales); portó más joyas de las recomendadas
por los estilistas para una Primera Dama. “Con estos vestidos y con estas
joyas –apunta Sarlo en La pasión y la excepción–, Eva
Perón hace un movimiento que la pone en un más allá del
‘buen gusto’. Las normas del ‘buen gusto’ integran en una
serie a quien las acata; el ‘buen gusto’ es social y debe someterse,
por sus elementos comunes, a una aceptación colectiva.” Eva, en
cambio, se cortaba sola. Imprimía sobre su cuerpo todos los atributos
del poder social, económico y estético, los llevaba al extremo,
encontraba, en el desborde y la singularidad, su centro: no quería pasar
por una mujer paqueta, porque encarnaba el sueño de sus mujeres “grasitas”
y la pesadilla de las auténticas señoras paquetas, despojadas
en ese mismo movimiento de sus atributos más o menos característicos
y exclusivos. Perón, en cambio, como hombre de la pareja-guía
de la Nación, encontraba sus mayores galas en los trajes y las insignias
militares. Lo suyo era la austeridad, pero también la reivindicación
de un lugar estético tradicional en la historia argentina.
Pero si en la mitología peronista el exceso estético alcanzaba
el grado de cuento de hadas (ideal y asumido como inalcanzable justamente por
eso) plebeyo pero consagrado de la mano de Eva, en las calles, las mujeres no
vivían la vida cotidiana más que con los tonos de la mística
que le imprimían el estatuto de virtud al sacrificio en aras del bien
común. Si para la temporada primavera-verano 1941-1942 (años antes
de las elecciones que consagraron a Perón presidente), por ejemplo, Gath
& Chaves elegía para la tapa de su catálogo primavera-verano
el paseo de una pareja high-class (ella, de tacos, cartera, sombrero, guantes
blancos; él, peinado a la gomina, de traje, con el pañuelito cajetilla
en el bolsillo, y también con sombrero) por una plaza, no es la moda
de banquetes, galas y eventos del gran mundo la que influye sobre los catálogos
de las grandes tiendas y los pedidos hechos a las modistas a partir de 1946,
sino el mundo del trabajo. La misma Gath & Chaves olvidaba sus sueños
de exclusividad en el catálogo para primavera-verano 1947-1948 (es decir,
apenas seis años después de la anterior), al glorificar a una
pareja del mundo rural, aparentemente regresando de una agotadora jornada de
trabajo (por lo que sugiere la azada sobre el hombro de él) pero chochos
de la vida (por las flores que carga ella, y que seguramente debe haberle regalado
él). En el período dorado de la estética peronista, las
mujeres conocían sus límites sociales. Por algo, a la hora de
cubrir la inauguración del barrio modelo de Mataderos “Los Perales”,
Mundo Peronista se esmeraba en dar ciertas pinceladas de realismo conservador
y ejemplificador: “Mire usted mi chalet, ¿ve esas alegres cortinas?
Fueron confeccionadas por mi esposa con una máquina de coser que le compré
con el producto de mi trabajo”; “Salimos de nuestros hogares a hora
muy temprana, y casi siempre a esa misma hora nuestras mujeres comienzan a ocuparse
de los quehaceres domésticos. Mientras los niños juegan en los
parques, nuestras esposas, nuestras hijas o nuestras hermanas salen de compras”.
Aunque interpeladas como trabajadoras desde el Estado en momentos críticos,
iban siendo llamadas a guardarse en los lugares del ama de casa y la guardiana
de las virtudes domésticas. Idéntica suerte corría la estética
permitida: eventualmente, un desborde cifrado en un sombrero para una salida
nocturna (con el marido); alguna tela generosa para algún evento especial,
pero nada más. Antes que el look de la muñequita de lujo o de
la mujer independiente, la muchacha peronista (miembro fiel de la rama femenina)
debía adoptar el aspecto de la trabajadora humilde, y preferiblemente
de puertas adentro.
Distintos fueron los años de la resistencia. Con Evita muerta, Perón
proscripto y la militancia necesariamente llamada a la clandestinidad, los modelos
del vestuario femenino del PJ escasearon. Existen, sin embargo, algunas pistas
que quizá puedan reconstruir quienes investigan valiéndose de
la historia oral: abundan, por caso, los relatos de quienes en esos años
fueron niñas y niños y ahora son hombres y mujeres que superan
los 50 años. Se escucha, en sus relatos, sobre pequeños actos
de resistencia que para ellos, por entonces, eran poco más que juegos,
pero que para sus madres, astutas ideólogas de esas trampas, eran claros
gestos políticos. Al anochecer, con bolsas de compras, y niños
propios y ajenos a cuestas, mujeres caracterizadas como madres dotaban de tiza
y carbón a los infantes para que estamparan sobre las paredes la herética
“Perón vuelve". Pasaba un auto policial, pasaba otro, y nadie
sospechaba: si había una estética que la Revolución Libertadora
no podía asociar con el peronismo, era la de la mujer-madre tradicional
en un barrio. Y, sin embargo, ésos eran sus rostros y sus vestidos.
Si la primavera camporista y la agitación que la había precedido
entronizaba el look compañera, con sus jeans, botitas de gamuza (o zapatillas
o zuecos o sandalias) y cabellos nac & pop al viento, el estilo Isabelita
rozaba más la elegancia setentista de Barrio Norte (el peinado altísimo
pero claramente de peluquería, los trajes con chaqueta que intentaban
ser una versión tristemente modernizada del traje sastre de Evita): en
dos estéticas de un partido fragmentado, dos proyectos políticos,
de partido y de mujeres. La fragilidad fashion victim que trasuntaba y encarnaba
Isabel era el opuesto exacto de las ambiciones igualitaristas de las jóvenes
de la JP (y las subdivisiones afines más revolucionarias); los polos
contradictorios, esta vez, eran irreconciliables. No retomados ni por militantes
ni por la figura femenina más destacada del partido, los excesos estéticos
que habían sido marca exclusiva de la estética evitista fueron
desvaneciéndose, languideciendo lentamente como propios de la identidad
femenina peronista hasta que el arribo del menemismo, con sus oleadas de conversas
(María Julia) y chicas de barrio (Claudia Bello, Matilde Menéndez)
pretendió reivindicarlos, con una suerte despareja, pero definitivamente
notable. Digamos, ¿cuántas nuevas rubias (con excepciones como
las de Cristina Fernández de Kirchner y de Graciela Camaño, toda
mujer peronista que se precie de tener peso más o menos propio dentro
del partido ha de tener cabellos rubios) nacieron al calor de los ’90?
Es ese color dorado al viento el mismo que arrastró Chiche Duhalde, con
sus trajecitos de chaqueta y pollera tan correctos a lo largo de su primeradamez
interina, y que ahora, reciclado en unas mechas y remeras a rayas (como se la
pudo ver en el congreso del PJ de la semana pasada), parecen más un guiño
a las manzaneras que le dieron un capital político más o menos
propio que a las mieles del poder y sus peluqueros top. Nada más lejos,
claro, que el look de nuestra actual Primera Dama, que –dicen– se
resiste a abandonar los hábitos cosméticos y las elecciones de
vestuario de su juventud militante (aunque algo actualizados).
Tal vez, hoy el exceso estético originario que supo tener la muchacha
peronista perviva solamente en una figura que de muchacha ya tiene poco y de
caricatura bastante: Nina Aragonés de Juárez. Sugeriría
un chiste de mal gusto que, en una de esas, su pérdida de capital político
tiene bastante que ver –además de con su amor voraz por los arrabales
ilícitos del poder– con su incapacidad para aggiornarse estéticamente.
Porque, la verdad, qué necesidad de llevar semejante rodete y aspecto
de matrona en pleno siglo XXI. Remataría, el hipotético chiste,
con algo como “un fashion emergency por el interior del país, por
favor”. Pero ése es otro cantar.
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