Vie 09.04.2004
las12

HOMBRES

El cantor atípico

Alto, rubio y con dos zapatos negros (y traje completo y camisa al tono), Alejandro Guyot es un joven cantor de tango que pulveriza vetustos estereotipos desde el escenario del Club del Vino, idealmente acompañado por cuatro guitarristas de primera. Guyot tiene antecedentes prontuariales suficientes para entonar su propia versión de estos tangos carcelarios con humor, afecto y carencia de misoginia.

› Por Moira Soto


Tuve una especie de coqueteo amateur en mi adolescencia con el rock. Como músico me profesionalicé en el tango. Estuve en El Arranque y ya con 34 Puñaladas se termina de cerrar el concepto de cómo quiero cantar tango, desde qué lugar, cuáles tangos sí, cuáles no...”, dice Alejandro Guyot, el cantor de los Tangos carcelarios que se pueden escuchar en el Club del Vino (Cabrera, jueves a las 21.30, viernes a las 0.30), acompañado de las guitarras de Augusto Macri, Edgardo González y Juan Lorenzo, más el guitarrón de Hernán Reinando. El joven intérprete, de una elegancia minimalista y un irresistible humor lacónico, ha encontrado la forma de -como dirían en España– quitarle hierro a temas de los años ‘20 y ‘30 saturados de infortunio y de minas traicioneras.
Es un show impecable, emocionante y a la vez divertido. Con esa “orquesta de cuerdas tensadas” que suena de maravillas, Guyot asume como cantor y presentador, un rol en el punto justo entre el amor por el género, la ironía siglo XXI y un toque de distancia brechtiana. Bello de noche y de negro, pero también de día con camisa blanca, Alejandro tiene una insólita doble vida: tres veces por semana, bien temprano, parte hacia Los Polvorines a dar clases de alemán en un colegio secundario, en donde los chicos que escuchan cumbia villera y también los rockeros se sorprenden de que la palabra yuta pertenezca al lunfardo porteño desde hace casi un siglo. “Es que ciertos temas del rock nacional son para nenes de pecho al lado del que retrata a la mujer como auto al que en vez de nafta se le echa morfina... Y a mí me interesa mucho la rebeldía, la irreverencia que portan estos temas, me ayudan a construir un personaje. Para nosotros es todo un desafío volver a poner en escena estos tangos, varios de los cuales quedaron sepultados por el tiempo, la censura... Volver a darles vida a estas historias de los ‘20, los ‘30, y hacerlo en un momento como el actual en que la marginalidad vuelve a tener un auge, quizás más descarriado y sangriento.”
Antes de llegar a 34 Puñaladas en 1998 y decantar este estilo con el que se identifica, A.G. hizo rock como bajista y después tuvo una banda que fusionaba el rock con el tango, cantó con El Arranque, vivió extrañas aventuras como ilegal en Austria. Pero antes todavía, cuando era niño, escuchó a su abuelo cantar tangos en Entre Ríos. Y ahí, por así decirlo, está la madre del borrego de estos Tangos carcelarios, cuya edición en CD está agotadísima (“ni a nosotros nos quedó un solo disco”), pero se reedita muy pronto. “Hijo de franceses e ingleses, mi abuelo paterno era cantor de tangos y serenatas, tengo una foto de él con su guitarrista de 1935. Si lo habré escuchado mientras lavaba los platos...”
–¿Tu abuelo lavaba los platos? Era un pionero de la democracia hogareña.
–Sí, él lo hacía tranquilamente después de comer, cantándose un tanguito. Mi abuela había cocinado. Quizás él ya estaba resignificando ciertos tangos desde la cocina. Era un maestro, mi abuelo. Jugábamos al ajedrez y me dejaba ganar, o al menos eso decía mi papá, que solía perder con él. A mí me quedó el trauma de ese comentario paterno y dejé el ajedrez para dedicarme directamente a las damas... Fue muy emocionante cuando, en mis primeras presentaciones públicas como cantor, empezaron a venir las hermanas de mi papá y en distintas funciones yo las veía llorar sin parar. Al terminar el show les pregunté qué era ese papelón de andar moqueando. Me dijeron: “Nene, hiciste todos los tangos que cantaba tu abuelo. ¿Sabés lo que fue para mí? Aun hoy, al recordarlo, se me pone la piel de gallina. Aquello fue con El Arranque, tenía yo 23, 24 años y se repitió con 34 Puñaladas. Me encantó la comprobación porque yo tenía muy vívida la imagen de mi abuelo canturreando en la cocina, silbando en el patio: la felicidad de hacer música.
–¿Es decir que atesoraste inconscientemente todo un repertorio que afloró después del pasaje por el rock?
–Es que hay un hueco entre generaciones que abandonaron el tango casi por completo por una cuestión social, clasista, cultural. El tango se consideró algo obsoleto, de viejos, con letras pasadas de moda. Felizmente se pudo retomar el género, sentirlo como parte genuina de nuestra identidad, revalorizarlo. Es que el tango surge de mezclas muy fuertes, tiene cosas de la canzonetta, la chanson, el vals vienés... Hay música de los Balcanes, de los rumanos judíos, que tiene que ver. Yo escuché a gitanos haciendo su propia música y eso me partió al medio... Todo esto se refleja en el tango: Gardel con guitarras, es tango; una formación de guardia vieja con flauta traversa, guitarra y violín, es tango; Pugliese y Salgán son tango; Goyeneche para qué decirte; Piazzolla, en sus formas más extremas –con guitarra eléctrica, batería–, es tango... Realmente, era una pena enorme despreciar una música tan rica. En nosotros, en la manera de pararnos sobre el escenario, de interpretar, están los resabios de toda otra música que escuchamos y amamos, de los Beatles a Miles Davis y a Yupanqui. Poniendo el centro en el tango, lo hacemos con todo ese bagaje.

Misóginos abstenerse
–En general, en el tango las chicas buenas se mueren o caen en la prostitución, engañadas o de puro viciosas nomás.
–Sí, o en algún momento impreciso se vuelven madres, las buenas por excelencia. Es bastante maniqueo el tango. En los que nosotros hacemos, llevamos el carácter de cada personaje, masculino o femenino, a un punto extremo, poniendo en evidencia sus aspectos grotescos. Y al estar contando en lunfardo esta especie de tragedia sin salida, el narrador le está quitando densidad, algo de carga dramática. Los personajes de los tangos que aparecen en 34 Puñaladas se hacen fuertes por la manera en que cuentan su historia, usando esa suerte de dialecto o jerga del lumpenaje. Un idioma en contra de la cultura de elite, originariamente un lenguaje en clave que usaban los chorros para esquivar a la policía. Hay personajes que hasta se jactan del destino que les tocó vivir. Entonces, estos tangos hechos con este enfoque dejan de ser machistas al volverse tragicómicos. En algunos, la historia de la mina que lo engañó, lo dejó, está descripta tan a ultranza que se vuelve indefendible. El tipo ya se está riendo de sí mismo, de su propia ridiculez.
–Con ese criterio, más allá de la calidad literaria o de su valor musical, hay muchos tangos indefendibles, con esa mirada tan resentida, moralistoide, cargada de prejuicios...
–Sí, sobre todo no se le perdonaba a la mujer que diera el llamado “mal paso”. Pero, como te decía, la mayoría de los tangos que elegimos pone ala mujer en un lugar muy límite, al menos ésa es nuestra lectura: que el estereotipo tan marcado lleve a reírse un poco de esa relación entre el hombre y la mujer. Hay un poema de Julián Centeya, La rechiflada, en donde el tipo se queja, la amenaza, y después que lo deja despacharse, la mina levanta la mirada y le dice tranquilamente: “Andá, chabón, barreme la pieza”. Y toda la misoginia del tipo queda puesta en la picota. Hay un par de milongas –sólo un par, es verdad– que tienen ese mismo tono. Pero aun los tangos más quejosos y de mayor crítica hacia la mujer –que cayó en el fango, que lo abandonó, que lo arruinó al tipo– se suavizan, pierden cierto realismo al ser cantados en lunfardo. Se pone en evidencia su zona más risible. Cosa que no ocurre, creo yo, con los que están escritos en un castellano más correcto, con más pretensiones literarias. En cambio, uno tan gracioso como Fangal –”yo la vi que venía en falsa escuadra, se ladeaba...”– es casi un comic, un dibujito animado. Creo que una buena manera de combatir ciertos males es poder reírse de ellos, poner una distancia, encontrar una resignificación. Lo que trato de hacer en escena es mantener una suerte de doble discurso, juego mucho con el tema de la oscuridad, la austeridad del grupo al presentarnos todos de negro, las luces bastante bajas. Menciono mucho a los señores guitarristas: como soy el único que habla, puedo achacarles a ellos todos los males... Suelo buscar una anécdota que nos pasó a uno de nosotros, muy adornada, que se relacione con el tango que vamos a tocar, y se la endilgo a uno de los guitarristas.
–El público, tanto antes en el Centro de la Cooperación como ahora en el Club del vino, parece captar rápidamente todos los matices y sobreentendidos, el humor virtual.
–Sí, la respuesta del público porteño es veloz. Por eso jugamos con la política, con la actualidad. La última función, por ejemplo, al hablar de los tipos que caen en cana, le dedicamos uno de los temas a nuestro amigo Silvio, que tuvo un percance que divulgó mucho la televisión... Esa cuota de humor y distancia no excluye el sentimiento por lo que les pasa a los protagonistas de esas letras, lo que crea una tensión arriba del escenario, y entre el grupo y la gente. Por eso mi seriedad, el dejar líneas incompletas, el no hablar directamente del tango que vamos a hacer. Contamos con la ventaja de que muchos de esos tangos se dejaron de escuchar por completo. Entonces tenemos el beneficio de la sorpresa... y de la duda también, al dejar las cosas en un margen borroso.
–Ahora se explica por qué no cantás la maravillosa Milonga triste, de Piana y Manzi, que hacen las guitarras un arreglo brillante. Ahí tenemos a una chica que, como era buena, ay, se murió, igual que María, la del tapadito marrón.
–Sí, es terrible que las muertas sean las buenas. En realidad, no es que no me le anime, pero la idea fue buscarle la vuelta musical para que la letra estuviese presente sin cantarla. Aparte, ese arreglo es muy íntimo, y una buena demostración de que esta actitud nuestra no desdeña ciertas emociones. Somos músicos del 2004, que hacemos La gayola, Ella se reía, Bandera baja, Ventarrón... y nos acercamos al tango partiendo de lo mínimo para, en algún momento, explotar desde lo sonoro, lo anímico. El último tema, Serafín, ya es un descalabro, al pobre tipo le pasa de todo, y ni se le cruza una mina por el camino.
–Algunos de esos temas parecen cercanos a cierta picaresca italiana, Totó, Mario Monicelli...
–Bueno, hay uno de Discépolo poco conocido, que no hacemos en este show, Quien más quien menos, con un tipo que va y se sienta en el cabaret y comprueba que la mina que actúa es la novia de su infancia, decadente, borracha. Ella, cuando lo ve, cae desmayada de espanto y vergüenza. Y el tipo le dice a ella, que no puede escuchar: “En realidad, no me puse de pie para acusarte sino para mostrarte en qué estado estoy yo...”. En elespectáculo estoy contando historias en las que al tipo le va peor que a ellas. Sí, la mina lo dejó, pero quizás él se lo merecía por tonto... Desde una mirada actual es tan ridículo que creo que Woody Allen se regodearía con estas letras...
–Justamente, en su última película aun en cartel, Allen cuenta esto: el tipo buenazo, entregado por amor, que accede a todos los caprichos de la histérica frívola que lo hunde en el sufrir, lo convierte en un trapo de piso.
–Discépolo tiene mucho de eso, de ese regodeo en la propia desgracia: “Volví a la mugre de vivir tirao. Sí, la mina estuvo mal, pero yo fui un gil...”. El protagonista es un eterno perdedor, después leés ciertas novelas de Bukowski y el parentesco aparece naturalmente. Desde el lunfardo, estos personajes cuentan su caída sin redención posible. Por eso, a veces siento que nuestro show es una obra de teatro representada en quince tangos, en donde todos los tipos son el mismo tipo rodando hasta convertirse en un despojo total en Serafín. Entonces, vale considerar que, desde el lugar del hombre, cantar estos tangos es poner el cuerpo, de costado si querés, quejarse de las minas, pero atravesar ese perpetuo fracaso, de caídas y recadas, siempre más abajo.

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