INTERNACIONALES
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En Afganistán –el país de Medio Oriente donde comenzaron las represalias después del atentado a las Torres Gemelas de Nueva York– ni la violencia política ni los ataques a las mujeres que se animan a estudiar o a descorrerse el velo terminaron después de la guerra. Silvana Bruschi, enfermera de Médicos sin Fronteras, pasó allí ocho meses realizando tareas humanitarias y tratando de develar cómo se ve el mundo detrás de una burka.
Por Luciana Peker
Si se piensa en un mundo sin matices, se piensa en Afganistán. Si se piensa en el reverso de la historia, en un lugar donde mirar (a un hombre, a la televisión, a un libro) es subversivo, se piensa en Afganistán. Si se piensa en la reducción de la mujer a una cosa (donde los hombres no conquistan, compran, y las mujeres no eligen, son compradas) se piensa en Afganistán. Si se piensa en un lugar donde lo impensable es posible aparece Afganistán: el 30 de abril de este año tres alumnas de entre 10 y 15 años fueron envenenadas por la milicia talibana (fuera del gobierno desde diciembre del 2001 pero todavía con poder) porque asistían a la escuela. No fue casualidad, error, ni exceso. No fue un blanco equivocado sino fundamentalismo antifemenino explícito: las chicas fueron envenenadas –como en el Había una vez... de un cuento de brujas– con galletitas que les ofreció un hombre en el camino a las únicas aulas que aceptan mujeres en el poblado de Khost. Y fueron envenenadas por asistir a la escuela. A una escuela que los talibanes habían cerrado. Y que ahora cierran (con el efecto del miedo sobre la población que hace desertar a las estudiantes) por el terrorismo misógino de sus ataques directos contra niñas y adolescentes.
Unos días antes de ese atentado, dos colegios de mujeres, cerca de Kandahar, en el sur del país, habían sido totalmente quemados. “Los talibanes están buscando disuadir a las chicas de ir a la escuela”, le dijo a la agencia AFP Shanina Sharif, vocera del departamento provincial de asuntos de la mujer. Los talibanes no toleran el actual régimen en el que todavía son pocas las mujeres que trabajan, todavía son pocas las niñas que estudian (el 78,1 por ciento de las mujeres son analfabetas), todavía son ínfimas las mujeres que se casan por amor e inexistentes las que se dejan revisar por un médico varón (que son los únicos que pudieron estudiar y trabajar para ser médicos). Y Occidente, que después de que Estados Unidos bombardeara Afganistán, prácticamente se olvidó de ese Estado de injusticias, sí lo tolera.
Afganistán parece ese país imposible hasta que, en realidad, alguien afila la mirada (como la afilan las mujeres a través del espeso enrejado de la burka) y ve un país opresivo y triste, un emblema de lo que no se debe hacer, pero también un país en donde hay algunos y algunas que arrebatan el amor del mercado de la compraventa, amasan pan, hacen del té un arte, se animan a bailar sin velo, se levantan y se acuestan en ese país.
Afganistán no es (sólo) una metáfora del reverso de los sueños sino un país que está tan cerca como una se atreva a acercarse.
Silvana Bruschi se atrevió. Ella es una enfermera marplatense de 29 años y estuvo durante ocho meses, en Yakaolang (una ciudad a 300 kilómetros de Kabul, la capital de Afganistán), realizando tareas humanitarias en un puesto sanitario de la organización no gubernamental Médicos SinFronteras. “Te hace pelota ver esa realidad y preguntarte millones de cosas: ¿Quién dispone dónde nacemos? ¿Por qué ese nenito tiene cinco años y las manitos tan agrietadas y duras? ¿Por qué las mujeres tienen abolida la capacidad de elección? Acá hay cosas que las mujeres tenemos incorporadas y adquiridas y no podés dejar de preguntarte por qué a ellas les eligen el hombre de sus vidas. En Afganistán me preguntaban qué hacía yo allá, quién me había dado permiso, qué decía mi papá. No podían entender cómo tenía 29 años y no estaba casada.”
Silvana muestra una foto de una familia como una rareza porque una nena de 15 años está en la fotografía. Tuvo que pedir permiso. La nena ya está en edad de casarse, de ser cazada y su imagen tiene que ser vedada. Silvana tiene, casi, el doble de edad que esa nena y todavía no está casada. Allá sorprende. Pero el tiempo es otro por el más injusto de los parámetros de la desigualdad humana: en Afganistán la expectativa de vida es de 42 años. En la Argentina, la expectativa de vida de una mujer es de 75,6 años. Hay 33 años de vida, de no vida, en esa diferencia –abismos– de vidas que hay entre Afganistán y la Argentina.
“Te das cuenta de la vida que llevan por la cara, es cierto que uno mira con la propia subjetividad, pero en general tienen cara de tristeza, de dolor, de pesadez –describe Silvana–. A una señora la atendí dos veces. Y me acordé de ella por la cara de tristeza que tenía. Me llamó tanto la atención que insistí con preguntas sobre su vida. Ella estaba embarazada y me decía que no quería tener a ese hijo y que su marido la obligaba a tener relaciones. Todo esto me lo contó porque yo le preguntaba, si no nunca te va a contar de su vida. Pero no tenía ningún problema en decirte que el marido le pegaba porque es muy común la violencia familiar. Ni siquiera el golpeador es condenado, en lo absoluto. Esa mujer se largó a llorar durante la consulta. Ella se había quedado embarazada después de quince años de estar con él y el marido ya estaba con otra mujer. Vino con dolores. Cuando le pregunté qué hacía en el día me quería morir: iba a buscar agua al río, a la cosecha, trabajaba como una burra y encima tenía que atender a la nueva mujer de su marido porque había tenido un varón. Allá es una pregunta normal ‘¿cuántas mujeres tiene tu marido?’, a veces viven juntas y a veces no, pero es normal.”
–¿Tener un varón da un status diferente a tener una nena?
–Sí. La mujer tiene más o menos reconocimiento según el número de hijos varones que tenga. Uno les recomienda que no tengan más hijos si ya tienen cuatro o cinco, o que tengan períodos de espera más largos entre embarazo y embarazo, pero algunas te dicen que no pueden porque tuvieron cuatro nenas y tienen que tener el varón. Ahora para las nenas hay escuelas pero durante la época de los talibanes ni siquiera eso.
–El ataque norteamericano contra Afganistán se justificó, en gran medida, en la terrible opresión talibana contra las mujeres. ¿Después del desplazamiento de los talibanes del gobierno se logró reducir el maltrato a las mujeres?
–Falta mucho. La mujer es víctima. Y encima ahora el país está saliendo de una guerra. Sin embargo, muchos afganos que trabajaban con nosotros nos contaban que no siempre había sido así, que antes de los talibanes no era igual. Yo vi fotos de Kabul en los setenta y parecía Europa, con mujeres descubiertas, por ejemplo. Pero ahora la opresión contra la mujer está incorporada.
–La Asociación de Mujeres Revolucionarias de Afganistán (RAWA) denuncia una gran cantidad de suicidios femeninos.
–Me han contado de muchos casos de suicidios. También se habla mucho sobre un video musical de una fiesta privada de egresadas universitarias afganas en Irán, en donde estaban sin velo y con ropa un poco más occidental. Ese tape se vendió y llegó a Afganistán como un videoclip. Pero las protagonistas eran personas con nombre y apellido. Para ellas fueterrible, hay chicas de ese grupo que se suicidaron o no salieron más por la vergüenza tan grande de estar festejando sin estar cubiertas.
–¿Cómo es la vida cotidiana, el amor, en ese contexto tan opresivo?
–Los matrimonios son arreglados. En la ciudad en donde yo estaba directamente no existe el matrimonio por elección. En Kabul puede haber alguno. Un chico que trabajaba en la oficina se casó por amor y se lo veía muy contento. Pero, en la gran mayoría de los casos, son todos casamientos pactados por los padres. La mujer es pagada por la familia del novio (si es joven) o por el novio (si es mayor y ya tiene dinero propio para pagarlo). El pago incluye el costo de la fiesta y cuesta alrededor de mil dólares, pero varía mucho según la etnia, donde yo vivía las mujeres eran un poco más baratas por ser un sitio más remoto.
–Las relaciones de pareja obviamente estarán marcadas por esa compra, las mujeres son propiedad, literalmente, del varón.
–Muchas de ellas conocen al novio el día de la boda y se tienen que ir a vivir a la casa de los papás del novio donde son la recién llegada, la nueva, además no tienen hijos y pasan a ser la sirvienta de todos los que viven en esa casa, la que cocina, hace el té, limpia.
–¿Cómo se vive la posguerra?
–Ahora están volviendo refugiados que se fueron durante la guerra. Pero también es cierto que en Yakaolang, para los hazaras (una minoría musulmana, de confesión chiíta, que fue muy castigada por los talibanes, de confesión sunnita) los norteamericanos son los que les sacaron a los talibanes. A la mayoría de ellos los talibanes les mataron un familiar. Al chofer que nos trasladaba le quemaron vivos a los padres delante suyo. Incluso los talibanes mataban a los hombres que no tenían barba y los hombres de esta etnia (con rasgos mongoles) son lampiños. Una crueldad extrema. Pero la situación sigue siendo terrible porque hay una pobreza crónica, allá la gente vive del campo, pero la temperatura es muy extrema, el clima es muy seco y árido y no tienen muchas posibilidades de siembra, viven del trigo y del opio. El otro día leía que el 20 por ciento de la heroína mundial viene de Afganistán.
Silvana habla de un país que conoció durante ocho meses. Durante ocho meses en los que se puso el velo para trabajar como enfermera o salir a la calle. Ocho meses en los que tuvo que acostumbrarse a que, como todas las mujeres, no podía entrar al negocio del pueblo. Y ocho meses que despidió bailando en una fiesta, con hombres afganos de confianza y sin velo, un país al que volvería para abrazarse, para amasar el pan que le enseñaron, para seguir conociendo a través de resquicios y para confirmar que aún con la vista tapada, las mujeres pueden afilar un horizonte. Si Afganistán se anima a mirarse de cerca.