SOCIEDAD
Esta sociedad, estas familias
Tal vez haya sido la necesidad de poner distancia, de creer que algo de lo que pasó en Cromañón puede pasarles a algunos y no a otros, pero lo cierto es que fueron (y son) muchas las voces acusadoras contra quienes habían elegido disfrutar de la banda de sus amores junto a sus hijos e hijas pequeños. Lo que no se dijo es que muchos de esos padres son adolescentes que no pueden volverse adultos por el solo hecho de parir, con valores propios de su edad y con poco apoyo desde los adultos.
› Por Luciana Peker
Mi mayor sueño es llevar a mi hijo, Facundo (de 9 meses), a ver un recital”, le contó Fabián Sosa, de 19 años, a Las/12, apenas unos días antes del Día del Padre en una nota sobre paternidad adolescente. Fabián todavía está en el secundario –EMEM Número 14 de Villa Lugano, donde funciona una guardería para que los alumnos padres puedan seguir estudiando– y pedía ser presentado, expresamente, como fan de Intoxicados, Vecinos molestos y Vísperas sicilianas. El mayor sueño de Fabián representa el de muchos otros papás jóvenes, que sienten al rock como la columna vertebral de su identidad y el valor cultural –que contiene ideales, fanatismo, canciones, rito, música, remeras, mística–, para compartir y transmitirle a sus hijos. En la Argentina, como mínimo, una de cada diez familias es extremadamente joven, ya que el 15 por ciento de los bebés argentinos nacen de madres menores de 20 años, según datos del Ministerio de Salud de la Nación. Y, dentro de esas familias adolescentes, hay un mundo de familias rock, expulsadas y alejadas a la vez, del modelo televisivo papá sale del banco/ mamá sale de tenis/ nene-nena salen del colegio/ todos respiran hondo, se suben a la camioneta con DVD trasero y parten en busca de un verano para saltar las olas en paz.
Algunas de esas familias rock –los chicos, sus padres, sus hijos– murieron incineradas en la tragedia de República Cromañón, una tragedia evitable e inexplicable, en la que más de 186 personas (75 mujeres) desaparecieron víctimas del desamparo nacional y, entre ellos, 10 chicos de entre 10 meses y 10 años que habían ido junto a alguno de sus padres o familiares. El dolor de este incendio es asfixiante para casi todos los argentinos, que empezaron el 2005 con cientos de vidas enterradas por la mayor catástrofe no natural del país y por la naturalización de un país sin ley, en donde un boliche funcionaba con la habilitación de bomberos vencida, con 3 mil personas por encima de la capacidad del lugar y con las puertas de emergencia cerradas con candados para evitar que en un recital desbordante haya chicos colados.
Sin embargo, casi también como un síntoma argentino, algunos medios empezaron a trasladar a los papás y mamás adolescentes heridos o fallecidos del rol de víctimas al de culpables. La palabra filicidio, en boca de ciertos periodistas, resume la postura de acusar de asesinas a las mamás que llevaron a sus hijos al recital de Callejeros, el 30 de diciembre pasado. ¿Mamás víctimas o mamás victimarias?
La acusación de filicidas lleva a algunas preguntas: ¿La sociedad no hace nada para evitar el embarazo adolescente pero supone que las adolescentes de 17 años se convierten por ser mamás en mujeres con conductas ejemplares y maduras, dignas de señoras de 50? ¿La Legislatura que no puede aprobar un proyecto de Ley de Educación Sexual para evitar embarazos precoces ahora se horroriza porque las y los jóvenes de 16, 20 o 18 años compartan con sus hijos la adolescencia que nunca dejaron de tener? ¿Si los menores no podían entrar en un espacio habilitado como local bailable nocturno no era el Estado el encargado de controlarlo? ¿Si los padres quieren compartir con sus hijos un recital de rock no pueden hacerlo con garantías de disfrutarlo saludablemente igual que otros padres comparten con sus hijos un partido de fútbol, una ópera o una misa?
Y, dentro de estas dudas, hay una que surge con más fuerza, aunque está más tapada en los medios de comunicación, tal vez porque la demonización de la familia rock es la mejor forma de exorcizar la sensación de potencial tragedia propia. ¿Este horror sólo pudo darse en Cromañón? “No, esto también podría haber sucedido en otro lugar de la ciudad porque hay falta de control en el cumplimiento de las normas para actuar frente a un incendio”, es la contundente respuesta de Atilio Alimena, defensor adjunto del Pueblo de la Ciudad de Buenos Aires, quien había advertido, en un informe de mayo del 2004, que sólo el 14 por ciento de las discos porteñas cumplían con las normas antiincendio y que en el 86 por ciento restante, si había un incendio, habría una tragedia.
Ahora, Alimena vuelve a advertir: “En este momento se siguen infringiendo las normas en lugares públicos y con concurrencia masiva como el Shopping del Abasto, en donde los bomberos desconocen los planos para saber cómo intervenir si se produce un incendio en un predio que ocupa dos manzanas, mientras que por ley tendrían que tener los planos para conocer en qué lugar están ubicados los hidrantes, por ejemplo. Si los bomberos no saben de antemano cómo es el lugar incendiado su actuación es mucho más ineficaz. Además, estamos frente a un riesgo muy delicado porque, si el Shopping del Abasto infringe las normas, presumimos que también puede pasar en hipermercados u otros lugares”. La advertencia es contundente y trae como recuerdo la tragedia durante el incendio en un hipermercado de Paraguay. Las mamás que van con sus hijos a jugar a los autitos, a comprarle una malla, a tomar un helado, a ver Los increíbles o a jugar en la minitelevisión de un espacio dedicado exclusivamente para los chicos corren riesgo. ¿Serán mamás filicidas las que llevan a sus hijos al shopping? ¿Y al supermercado?
La guardería
Entre las primeras repercusiones surgidas después del incendio del 30/12 emergió la noticia de “la guardería”. Este lugar que, según testimonios de los sobrevivientes, funcionaba en el baño de mujeres de Cromañón, donde las mamás dejaban a sus hijos mientras ellas veían el recital de Callejeros, a cambio de pagarle a una chica $ 2. Seguramente la guardería no sería un negocio, sino una improvisada derivación de la costumbre de los papás adolescentes (el 63% de los fallecidos en Once tenía entre 16 y 25 años) de salir con sus hijos chiquitos. Además, a pesar que imaginar a bebés y niños en un baño causa desagrado (la guardería que se encuentra en los cines Village Recoleta para que los padres puedan ir al cine no daría la misma impresión a la opinión pública), es importante tener en cuenta que el 60% de los adolescentes viven bajo la línea de pobreza y, cuando son padres, mucho más antes de independizarse, viven con sus hijos, generalmente, en condiciones precarias o de hacinamiento. Por eso, no es lo mismo la noción de un hábitat adecuado para alguien que todas las noches duerme en una casa digna que para alguien que nunca puede darle a su hijo un ambiente infantil.
Los jóvenes que viven una situación no controlada, es probable que no puedan delimitar que “los chicos no deben estar donde puede haber descontrol”, como señala una nota del diario La Nación del 4 de enero.
Mientras que los papás adolescentes afrontan la crianza de los hijos con menos recursos que otras clases sociales (no pueden ni pensar en babysitters). A la vez que sus padres, en muchos casos, no los apoyan o razonan “si tuvo un hijo que se la banque” y no respaldan la continuidad del ocio de sus hijos. La sociedad, generalmente, les demanda responsabilidad a los jóvenes que fueron padres, al punto de condenar sus espacios de diversión, de salidas o gustos culturales casi como una penitencia. ¿Quién condena a una mamá de 35 años con tres dijes de bebés colgando por ir a ver vidrieras? En cambio a los adolescentes sí se los juzga por practicar sus gustos. Ante esta situación, muchas veces, ellos, como reacción ante esos prejuicios, tampoco quieren dejar a sus hijos al cuidado de otros con un concepto de familia unida que no admite espacios propios.
“A estas chicas el periodismo careta les dice perras por llevar a sus hijos y también se lo hubieran dicho si los dejaban”, delimita tajante Divina Gloria, una mujer con talones en los pliegues de la noche y que ahora, con un hijo de 4 (Leny) puede equilibrar, sin el dedo levantado. “No me parece una buena idea ir con un chico, de noche, a un bar donde la gente fuma, toma alcohol, hasta muy tarde, es heavy. Pero las chicas que fueron a Cromañón eran muy jovencitas y si yo tengo 42 años y a veces no puedo salir porque no tengo guita para pagarle a alguien que cuide a mi hijo, imaginate ellas –pide–; además cuando sos joven el presente es la noche, es tu felicidad, tu vida, es todo, así debe haber sido para esas chicas, debían estar felices de la vida porque todo pintaba hermoso y fue un horror.”
Desde otra óptica, la directora de Psicólogos y Psiquiatras de Buenos Aires, Evangelina Grapsas, evalúa: “A veces la maternidad o paternidad temprana no es lo suficientemente responsable como para enfrentar lo que significa tener un hijo. Los padres que llevaron a sus hijos a un espacio multitudinario y cerrado, donde predomina el humo, el alcohol, la excitación y el ruido excesivo se han dejado llevar por sus propias motivaciones sin evaluar previamente la situación desde un punto de vista objetivo y responsable”.
Pero si los chicos no pudieron darse cuenta del peligro que esa precaria guardería implicaba, el Estado tendría que haber estado presente para advertirlo. El ingreso de menores está prohibido en locales bailables –como estaba habilitado Cromañón– pero nadie les impidió el paso. “Los chicos sí pueden ir a recitales, pero en otro tipo de espacios”, explica Alimena. “Yo lo llevo a recitales a mi hijo, pero a lugares donde me siento tranqui, me parece muy lindo, siempre que sea con límites, no a las cinco de la mañana en un baño”, subraya Divina Gloria.
“Cuando mi hijo Tomás tenía un año fuimos a ver a Manu Chao, más adelante también lo llevamos a ver a Red Hot Chilli Pepper y a Bersuit. Sinceramente a él lo veo disfrutar mucho de los recitales, de la música, de la gente y de las luces y se pasa días hablando de las cosas que vio ahí, pero creo que los más felices somos nosotros al ver cómo él disfruta con sus padres algo que no es ir a un McDonald’s”, cuenta Andrés Dillon. Tampoco es un fenómeno nuevo. “Yo dormía dentro del bombo de la batería mientras mi papá tocaba, acá o en Europa. Era uno más de la banda. Así me crié, así era mi vida, siempre en recitales de rock”, desliza como una obviedad Gato Azul Peralta, el hijo de Miguel Abuelo y cantante de El gato azul.
De hecho, el gusto por el rock ya es algo compartido, en ciertos sectores, por tres generaciones. Por eso, en la tragedia además de jóvenes que iban con sus hijos había jóvenes que iban con sus padres. Un ejemplo, lamentablemente, es el caso del papá de Maximiliano, guitarrista de Callejeros, que está internado en terapia intensiva del Hospital Fernández. El dolor vuelve. La tragedia del 30/12 grita aspectos silenciados de la realidad. ¿Se van a escuchar? ¿O se va a silenciar eleje del problema para demonizar la cultura rock y dejar de oír los ecos de más de 180 muertes injustificables?
Dillon resalta: “No me gustaría que, ahora, con lo que pasó me quiten la libertad de ir a un recital con mi hijo. Sí quisiera, en cambio, que me aseguren que cuando salga con él pueda hacerlo en forma segura y sin correr riesgos perfectamente evitables”.
Subnotas