ABORTO
Ni siquiera cuando la infección jugaba con su vida, Soledad pudo decirle a su mamá que se había hecho un aborto. El silencio, en su caso, fue cómplice de una atención displicente que sólo tomó en cuenta a la joven de 19 años cuando ya era tarde. Murió hace un año, recién ahora su mamá se anima a contar la historia, una historia como tantas de las que se ocultan detrás de las estadísticas.
› Por Sonia Tessa
Alejandra Soledad tenía
19 años el 27 de febrero de 2004, cuando la internaron en el sanatorio
Norte de Rosario con una infección por aborto. La agonía duró
tres días. Murió media hora después de la medianoche del
29 de febrero de 2004. Su única hija, Ludmila, cumplió dos años
pocos meses después, en abril. La sonrisa permanente, las ilusiones de
estudiar trabajo social, la solidaridad a flor de piel, son parte del relato
que su mamá, Julia, puede articular un año después. Siento
impotencia al pensar que mi hija murió por una cuestión política.
La mataron. Porque si el aborto fuera legal estaría viva, dice
con lucidez y entereza esta mujer de 35 años, decidida a dar testimonio.
Soledad así le decían los que la querían lo
negó hasta el final. Ni siquiera a su mamá pudo decirle que había
querido interrumpir el embarazo. Pero el médico que la atendió
confirmó que la infección era una secuela típica de las
intervenciones con sonda. Se fue diciendo que no se había hecho
nada, subraya Julia. Las amigas sabían. Del sufrimiento de Soledad
sólo pueden hablar los que la sobrevivieron, ya nunca podrá contarse
en primera persona. Por eso, la decisión de su madre convierte la estadística
en una historia de carne y hueso. Tenía la vida por delante,
dice, y no puede evitar que las lágrimas caigan sobre sus mejillas curtidas.
Soledad es apenas una de las 360 mujeres que muere cada año en la Argentina
como consecuencia de los abortos inseguros. Muertes evitables, mucho más
que nombres en una lista.
Sé que mi hija no cometió ningún delito, el delito
lo hicieron con ella, lanza Julia como un estiletazo sobre el final de
la charla. Se enoja con la persona que le puso la sonda, por haberlo hecho sin
condiciones de asepsia, y sin advertir a algún familiar sobre el peligro
que se corría. Pero sobre todo se indigna con la clandestinidad. Ahora
que pasó justo un año de la muerte de su hija mayor, la que tuvo
cuando apenas había cumplido los 15, Julia se decidió a hablar,
conmovida por la situación que vive otra joven, de 27, en el hospital
Granaderos a Caballo de San Lorenzo, denunciada por los médicos cuando
concurrió a atenderse con un aborto incompleto.
Julia sabe que la penalización es la principal causa de la muerte de
su hija. Apenas murió Soledad, ella rechazó a los medios locales
porque no quería hablar de lo sucedido. Pero durante este año
pudo recibir atención psicológica y ahora plantea: Ojalá
esta nota sirva para algo.
¿Cómo llegó
Soledad a la muerte? La revisión de la historia deja al descubierto círculos
concéntricos de indefensión. A ese aborto silenciado y clandestino
se sumaron atenciones displicentes en el centro de salud de Puerto General San
Martín la ciudad donde vive la familia y una primera consulta
en el sanatorio privado de Rosario que no indagó cuáles podían
ser las causas de la fiebre y el dolor abdominal. Recién en la segunda
consulta, cuando Soledad llegó con una fuerte hemorragia, le hicieron
una ecografía. La internaron y trabajaron denodadamente para salvarle
la vida, pero ya era tarde. El relato de Julia no escatima detalles. Estaban
en el consultorio del oftalmólogo cuando Soledad comenzó con los
dolores de panza. Su mamá le propuso ir al ginecólogo, ya que
desde el nacimiento de su hija, más de un año antes, la adolescente
no había concurrido a ningún control. El turno era para el martes
25 de febrero. Ese día tenía que llevarla al control, y
ella empezó con convulsiones. La llevé al dispensario, no al de
mi barrio porque en ese momento no había médico, sino al del centro
de Puerto General San Martín. Allí me dijeron que había
sufrido un pico de fiebre pero que ya no lo tenía, y ésa era la
razón de las convulsiones. Mi hija lloraba del dolor que tenía
en la panza. Entonces le comenté al médico que había sacado
un turno con el ginecólogo para la tarde, en el sanatorio de Rosario.
Me dice que la lleve, que el especialista la iba a revisar. La llevé
y el ginecólogo no la revisó. Sólo le apretó la
panza, y dijo que para él había una infección. Le dio antibióticos,
comienza el relato de los últimos días de la vida de su hija.
Después de esa primera consulta en el sanatorio, Julia y Soledad volvieron
a su casa. El médico la mandó a casa porque no había
fiebre, simplemente había dolores, y me dijo que si seguía bien
la veía el viernes, y si sufría alta temperatura la llevara antes.
El miércoles, cuando se levantó, le pregunté cómo
estaba, me dijo que estaba muy bien, limpió, lavó la ropa de su
hija y pasó un buen día. El jueves a la mañana nos levantamos
con mi marido. Ya habíamos preparado todo para tomar mate, y ella también
estaba levantada. Nos sentamos y no venía. Le pregunté a mi marido
por Soledad. Me contestó que debía estar en el baño, porque
iba a venir a tomar mates. Y la escuché que me llamaba. Cuando entré
a la pieza, sufría de nuevo convulsiones. Empecé a correr, fui
al dispensario, el mismo médico me dijo que había hecho un pico
de fiebre, lo mismo que antes, pero que no le encontraba qué era lo que
tenía. Cuando la llevé al sanatorio, la recibió una médica
de guardia. Al bajar del taxi, Soledad sufrió una hemorragia en plena
calle. Ahí me di cuenta de que me hija se había hecho....
El relato se interrumpe por la imposibilidad de mencionar la palabra en ese
contexto. Según ella misma puede recordar, Julia conservó la calma
en ese momento. No le dije nada, después de que la doctora la internó,
estábamos solas en la habitación y le pregunté si se había
hecho algo. No, mamá, me contestó. Le pregunté
si estaba embarazada, y también me dijo que no. Cuando vino el médico,
me dijo que iban a hacerle una ecografía porque tenía que haber
un embarazo. Se encontró con que tenía restos de placenta nada
más, pero que había una infección muy grande. Julia
recuerda cada escena como si fuera una película.
Cuando estuvo claro el resultado de la ecografía, el médico convocó
a la madre de Soledad para comunicarle que iría a cirugía, pero
la joven ya estaba muy débil porque había perdido gran cantidad
de sangre. Eso impidió que la intervención fuera inmediata. Esa
tarde, alrededor de las 19, entró en el quirófano y luego fue
derivada directamente a terapia intensiva. El médico me preguntó
si sabía si se había hecho algo, le dije que hablara con ella,
porque yo se lo había preguntado. Si bien me di cuenta de que se ha hecho
algo, porque yo también soy mujer, ella decía que no, rememora.
Julia le preguntó al médico cuál era la causa del cuadro
de su hija. Me dijo que lo que a ella le hicieron fue con una sonda, que
es lo único que provoca esa infección, explica Julia.
¿En algún momento Soledad pudo decir que se había hecho
un aborto? Mi hija se fue el 29 de febrero de 2004 sin decir Yo
me hice un aborto, me lo hizo fulano de tal. Siempre me dijo que no,
responde. Las razones del silencio de Soledad son complejas y, ahora, imposibles
de desentrañar. La culpa, el temor a la sanción social, la muerte
de su pareja en un accidente de moto, en enero de 2004; el sufrimiento por la
pérdida de suprimer bebé a los nueve días de haber nacido
fueron marcas en su vida. Es tan fuerte el peso social de esta decisión
de no continuar con un embarazo, que muchas no se animan a hablar, ni siquiera
con madres dispuestas a ayudar, acota la psicóloga social María
Esther de Negri, de San Lorenzo. La profesional considera que la culpa
tiene que ver con la falta de información y de contención. Hay
una larga historia de subordinación, sometimiento y humillación.
No hay con quién hablar, lo hacés como un acto desesperado y cuando
no tenés dinero. Toda la cuestión de la clandestinidad te lleva
a la vergüenza y a la culpa, es la condena social que lleva a la mujer
al sentimiento de culpa y sólo puede revertirse cuando tiene acceso al
conocimiento de sus derechos.
Pero a Julia hay una razón muy personal que la atormenta. De nuevo la
culpa, como una gran marca. Cuando pienso en el porqué de su silencio
a veces me siento muy culpable. Al quedar embarazada mi hija más chica,
de 15 años, yo había entrado en un estado depresivo muy grande,
porque sabía lo que le iba a costar criar a su hija, yo también
había tenido una hija a los 15 años y sabía lo que era
la sociedad, que te juzga, que te mira, que te apunta. Entonces sufría
por eso. O sea que mi hija no me lo comentó porque sabía el dolor
que me causaba, infiere sobre las razones del silencio.
De vez en cuando, mientras
Julia abre sus recuerdos, una lágrima aparece, silenciosa, sobre su mejilla.
Habla con voz monocorde, en el living de la casa en la que trabaja varias horas
por día en el cuidado de un anciano. Cuando comienza a conversar, ceba
un mate dulce, pero enseguida deja de hacerlo, inmovilizada por los recuerdos.
Una obsesión cruza el relato previo a la muerte: el temor a que sus hijas
mujeres repitieran su historia. Embarazada a los 14 años, Julia debió
abandonar la escuela primaria cuando estaba por llegar Soledad, su primera hija.
Tuvo seis más, escalonados desde el varón de 18, que juega al
fútbol, hasta la menor de 8. Pero hoy dice que aunque ama a sus
hijos no tendría ninguno. No los tendría. Debe ser
porque una parte de mí se murió. Por el gran dolor, la gran impotencia
que causa la muerte de un hijo. Sobre todo por cómo falleció mi
hija. No tendría hijos, afirma sobre las secuelas que le deja la
pérdida.
La familia vive en Puerto General San Martín, una población ubicada
a 35 kilómetros de Rosario y separada sólo por una calle de la
histórica ciudad de San Lorenzo. La localidad de 10.000 habitantes es
el extremo norte del complejo portuario más importante del país,
por donde pasa el 80% de la cosecha de cereales de la Argentina. En Puerto (como
la llaman), la mayoría trabaja con el cereal. El marido de
Julia también. Es obrero calificado de una cerealera y tiene un buen
ingreso. Viven en el barrio Bella Vista, una zona de trabajadores. No pasan
necesidades, si bien son muchos (además de los padres y los seis hijos,
hay dos nietas y un abuelo, todos conviviendo en la misma casa). Soledad formaba
parte de esa familia donde el dinero no sobra, pero tampoco existen necesidades
sin cubrir. Como no trabajaba y tenía una hija pequeña a su cargo,
comenzó a cobrar el plan Jefas y Jefes de Hogar Desocupados un mes antes
de morir. Por esos mismos días le pidió dinero prestado a su mamá,
quien le recriminó que ya se le hubiera acabado. Me pidió
plata en esos días no sé para qué. Y yo le dije: Soledad,
cobraste 300 pesos hace unos días, y me contestó: Sí,
pero ya no tengo. Después saqué la conclusión de
en qué lo había gastado.
Llena de proyectos como cualquier chica de 19 años, Soledad planificaba
retomar sus estudios. Comenzaría primer año del polimodal, al
mismo tiempo que haría un curso de trabajo social. Estaba contenta y
entusiasmada. Era además una madraza. Aunque para Julia todavía
es difícil dejar denombrarla como una nena. Amaba su
hija, la bañaba, la peinaba, salía para todos lados con ella,
relata.
Para Julia, hablar de su hija muerta es recuperarla un poco, aunque la tarea
implique convocar la angustia y la culpa. También hacerla presente en
su complejidad de persona, fuera de los números que indican que cada
día muere una mujer como consecuencia de abortos en condiciones inseguras.
Si el 29 de febrero de 2004 le tocó a Soledad, por lo menos que se sepa
quién era Soledad. Era una persona muy especial, muy solidaria.
Te digo más, el día del velorio de mi hija, muchas de sus amigas
llevaban puesta ropa de ella, sus sandalias. Era tan generosa que no miraba
si le faltaba a ella. Fijate que tenía su bebé, y a mi marido
le dan la leche en el trabajo, pero cuando los nenes de una vecina iban a casa
a pedir la leche, ella le daba lo que correspondía a su hija. Tenía
un gran corazón.
En su casa era Soledad, pero en el barrio también le decían La
Pitu, por lo petisa. Julia no abunda en descripciones, sino que pone sobre la
mesa retazos de su relación. Es inevitable que la historia de su hija
se entrelace con la propia. Eran confidentes. Bastaba que se acueste al
lado mío y que me abrazara para que yo me sintiera mejor, asegura.
Las cosas nunca habían sido fáciles para Soledad. Su primer embarazo,
a los 17 años, fue vivido con gran alegría y expectativa. Su madre
le preguntó si quería tener ese hijo, y ella estaba segura de
quererlo. Sin embargo, en el 7º mes empezaron las contracciones, y también
el reposo. Llevó el embarazo a término, sufriendo grandes dolores.
La cesárea se demoró más de lo aconsejado y el bebé
llegó a tragar líquido amniótico. Sólo pudo sobrevivir
9 días. Volvió a intentar, y tuvo a Ludmila, pero al poco tiempo
se separó del padre de la niña. Después de esa ruptura
conoció a un chico del que se enamoró, pero de nuevo llegaría
el dolor. El 22 de enero de 2004 su pareja se mató en un accidente de
moto. Cuando había encontrado la felicidad se le escapó
como nada, se lamenta Julia, quien infiere: Se ve que mi hija estaba
embarazada cuando fue el accidente, pero no nos contó, y sólo
lo comentó con algunas amigas. Recurrió a un aborto, también
sin decírselo a nadie más que un puñado de amigas.
El final de esta historia es una herida demasiado profunda para cicatrizar.
Combina la indefensión, el silencio y la clandestinidad para derivar
en lo irreparable. Pero una vida es bien distinta a una cifra en el cuaderno
de estadísticas. Una chica de 19 años que muere deja en el camino
una niña huérfana, una madre desconsolada, amigas que nunca podrán
olvidarla. Deja una estela de luz que se empaña con el desconsuelo de
lo evitable.
Encierro en San Lorenzo
Sin acceso
a la salud reproductiva, sin derecho a decidir, con el solo recurso de medidas
desesperadas como la utilización de agujas de tejer o algún otro
método casero, y la posterior llegada al hospital para completar el proceso.
Y con peligro de terminar presa. El encadenamiento es una encerrona que todas
las mujeres pobres viven en carne propia. Cuando llegan a atenderse, dependen
de que el médico que les toque respete el secreto profesional y no denuncie
ante la policía el delito tipificado en el artículo 88 del Código
Penal. En la provincia de Santa Fe, las denuncias son la excepción y
no la regla. Sin embargo, en el hospital Granaderos a Caballo de San Lorenzo
esa regla no escrita fue violada. Un médico denunció a una joven
de 27 años con tres hijos por haberse practicado un aborto,
y el juez Eduardo Filocco ordenó la cristiana sepultura de
un feto de dos meses y medio.
El director del hospital, Eduardo Rigo, justificó la decisión
de concurrir a la comisaría 1ª de San Lorenzo para deslindar la
responsabilidad médica ante cualquier complicación. Pero incurrió
en muchas contradicciones, al asegurar que la vida de la paciente jamás
estuvo en peligro. La actitud de los médicos del hospital de San Lorenzo
está avalada por una acordada de la Corte Suprema de Justicia, que en
1998 determinó la obligación de denunciar de los médicos,
vulnerando el secreto profesional.
Sin embargo, todos los días concurren mujeres con abortos incompletos
a los centros asistenciales de la provincia. En algunos hospitales ocupan la
mitad de las camas de maternidad, y los médicos optan por preservar el
secreto profesional. El integrante de la Cámara de Apelaciones en lo
Penal de Rosario, Ramón T. Ríos, consideró que la denuncia
implica una violación del acuerdo de confidencialidad vigente en la consulta
médica. Así lo entienden la mayoría de los profesionales
de los hospitales públicos de la provincia. Incluso, cuando el entonces
ministro de Salud Fernando Bondesío emitió una circular para que
todos denunciaran, fueron muchas las voces que se alzaron para decir que respetarían
el secreto profesional. Entre ellas, el Tribunal de Etica del Colegio de Médicos.
Pero desde el 11 de febrero pasado, hay una nueva mujer denunciada en la provincia
de Santa Fe. Las condiciones no podrían ser peores. Es muy humilde y
su familia considera que debe pagar por lo que hizo. Ella misma
rechaza la oferta de asesoramiento legal, convencida de que deberá ser
penalizada por haber decidido no continuar con su embarazo. Tiene tres hijos
pequeños, y en la declaración que le tomó la policía
mientras todavía estaba internada afirmó que no tiene para
darle de comer a sus hijos, para qué iba a tener otro.
Para la diputada provincial Lucrecia Aranda, del Partido Socialista, todo el
procedimiento vulneró las garantías constitucionales de la joven.
Me conmovió esa mujer que debió declarar sola, en el hospital,
cuando estaba reponiéndose, sin un profesional que le pudiera aconsejar
qué era lo que debía declarar, afirmó la legisladora
que está trabajando para lograr que la joven acceda a tener su propio
abogado.
La psicóloga social María Esther de Negri, de San Lorenzo, también
participó en la movida en apoyo de la joven. La veo muy encerrada
en su situación familiar, donde le dicen que tiene que buscarse un buen
marido que la mantenga y la condenan por lo que hizo. Para la profesional,
esta situación se observa en todas las clases sociales. La culpa,
la humillación, el encierro no aparecen sólo en los sectores más
humildes. Tiene que ver con un concepto muy patriarcal. Una pregunta que puedehacerse
es por qué se la penaliza a ella, y no a los hombres que no se hacen
cargo de un embarazo. Pero a ellos nadie los condena.
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