Vie 22.04.2005
las12

¡HACé ZAPPING!

Trilliza total

Por S. V.

En mundo trilli (más conocido por el vulgo como Estamos como queremos, que viene a ser francamente parecido), cada chica tiene su marido (o “maridito”, según quién y cuándo lo diga), alguna hace excursiones al mercado del barrio para investigar cómo sale más barato el pollo (¿entero?, ¿por corte?) y contárnoslo, y otra se hace la distraída todo el tiempo. Si alguna se queja porque una de sus hermanas de la rubísima trinidad toca sus favoritos de Beethoven al piano (“qué repertorio popular... ¿no te sabés una de Fito Páez?”), la trifulca en cierne queda salvada por una intervención oportuna: “Mirá lo que te traje: ¡un nativo!”, que viene a ser un morocho de taparrabos e improbables símbolos rituales pintados sobre unos músculos rozagantes. Se les van los ojos a las chicas (y las palabras también: “... otra que Catriel, ¿te acordás de Catriel?”, “¡Cómo que no!”, “¡me dio un hambre!”). La televidenta, que no sabía qué esperar, tampoco sabe qué pensar y no se anima a cambiar de canal. Pasa el desfile familiar, oportunamente vinculado con la actualidad (ellas nos cuentan: el otro día han llamado a tío Manolo, el que es monseñor y vive en el Vaticano; han hablado del abuelo, pero se han olvidado de mamá, hola, mami), pasan las flores que llegan para la pizpireta María Emilia (las mandó su marido, y las malas lenguas acotan “porque se va de viaje y no vuelve hasta el viernes”), pasan las remeritas con brillo para señoras de su edad que adora María Laura, pasa la distracción de María Eugenia (hemos aprendido que le dicen “Coca” y que sueña con baños de burbujas), y también pasan las columnas de los especialistas (un médico, una psicóloga, un cocinero, et al). Todo pasa hasta que llega el sketch de las empleadas públicas, donde las tres marías dan rienda suelta a su histrionismo teatralizando un chiste sobre una mujer engañada por su marido y rematado... ¡por un taxista que afirma “las mujeres son todas iguales!” Se apenaba la televidenta, que casi estaba contenta por haber adquirido un nuevo gusto culposo (ellas, tres en una, una en tres, jugando a ser señoras maduras jugando a tirar la chancleta es, quieran que no, algo novedoso en la tele local) y ahí se decepcionó. Pero no, la luz al final del túnel finalmente llegó: había que ver los saltitos que pegaban hechas un solo y emocionado grito el día que Ratzinger se convirtió en Benedicto XVI. Ser inimputable tiene sus privilegios.

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