Viernes, 20 de mayo de 2005 | Hoy
(La historia de Sabina Sotello y la nítida certeza de que hay vidas que valen distinto de otras.)
Por Marta Dillon
Ya habían pasado cinco horas desde que los jueces del Tribunal Oral Nº 3 de San Isidro habían leído el corto veredicto, pero la voz de Sabina Sotello seguía tan fuera de su cauce como cuando escuchó que el asesino de su hijo había sido absuelto de culpa y cargo. “Esto es como decir que se puede matar pibes, porque total no pasa nada.” Víctor Vital era el menor de los varones de Sabina. Rebelde, el muchacho que nunca llegó a cumplir los 20. Para Sabina siempre fue una preocupación, se negaba a ir a la escuela y en cambio se le daba por robar. En su barrio, una de las tantas villas de San Fernando, ahí donde el contraste con los countries talla el abismo de la desigualdad sin fisuras, se había hecho famoso por robar un camión entero de una empresa láctea y repartir la carga entre las casillas como una ofrenda para quienes la necesitaban. Pero esos gestos apenas conmovían a su madre, más preocupada por lo que le podía pasar si se jugaba la vida cada noche en una zona donde la policía ya era conocida por cargarse sin más a los pibes delincuentes. Sobre todo a esos pibes que la cana usaba para mover el termómetro de la inseguridad y después vender sus servicios como vigiladores privados. Y ahí era cuando los mataban, efectividad asegurada, los pibes no volvían a robar. Sabina lo quería vivo, no héroe de los que disfrutaban de sus botines. Y fue por eso que decidió dejar su trabajo en un comercio para empezar a manejar armas. A lo mejor así Víctor aprendía a respetarla. Se convirtió en vigiladora privada, paseaba entre las góndolas de un supermercado de la zona con su uniforme marrón y sus botas y el chumbo en la cartuchera. Víctor, el Frente, como le decían, siguió en su camino de vértigo, tal vez se sentía jugado como otros pibes del barrio que habían caído bajo la metralla de la policía. Tal vez no quería doblegar su voluntad adolescente frente a ningún uniforme.
Pero él no se quería morir. A él le gustaba salir los sábados a la noche y calzar zapatillas nuevas. Le gustaban las chicas y las chicas gustaban de él. El día que lo acribillaron venía huyendo entre los pasillos hasta que una mujer le abrió la puerta de su rancho, una pieza de dos por tres donde apenas había lugar para esconderse junto a su compañero, Luis Rojas. Héctor Eusebio Sosa, un sargento de la Bonaerense, el mismo que ahora salió absuelto del cargo de homicidio, también entró en la casilla. Disparó sobre el hijo de Sabina a pesar de que el Frente pidió que no lo maten, que se entregaba. Estaba acurrucado abajo de la mesa y uno de los disparos le atravesó la mano con la que quiso protegerse, como un acto reflejo. La dueña de casa lo atestiguó en el juicio, pero, como cuenta Sabina, apenas la dejaban hablar, de tantas preguntas que le hacían “la asustaron, la querían confundir aunque no pudieron. Pero vos veías que los jueces no entendían de qué les hablaban, no saben lo que es una casilla, ni un pasillo, nunca vieron una villa, es como si no vivieran en Argentina”.
Fue un cachetazo que el sargento Sosa, que se mantuvo excarcelado hasta el día del juicio y acaba de volver a su casa libre de culpa y cargo porque según el Tribunal de San Isidro Nº 3 ni el fiscal ni la querella pudieron probar “la materialidad del hecho”. “Estaba excarcelado y nadie salió a indignarse públicamente por esta razón –dice María del Carmen Verdú,abogada de Sabina–, y eso que el tipo mató a sangre fría a una persona indefensa”. Y ahora que fue absuelto, que ya no debe nada, el escándalo parece un problema de otros, tan distintos de nosotros que deberían asumir sus propias leyes.
Durante la semana pasada, después de la excarcelación de María Julia Alsogaray y Omar Chabán, mucho se habló de que hay una Justicia para ricos y otra para pobres. No creo que exista la persona que diga lo contrario. Es la experiencia la que lo indica como una brújula y esa certeza podría ampliarse a otros ámbitos. “Si tenés minifalda y taquitos te hacen dos preguntas y te dejan tranquila, si sos pobre te exprimen como un limón y te hacen sentir todo el tiempo que lo que decís es increíble”, dice Sabina sobre el trato a los testigos.
El abogado defensor de Sosa, Alejandro Huici, policía también, hermano de otro policía implicado en la causa AMIA –aunque la impunidad lo proteja-, consiguió lo que había pedido: la absolución de su defendido. El argumento más contundente que expuso en su alegato era que los testigos mentían porque en el barrio todos eran chorros. O sea que no eran testigos si no cómplices. La palabra empeñada también vale distinto según cuántos dientes tenga la boca que la pronuncia. Es un lugar común que la vida de unos y otros tiene un valor relativo, aunque verlo escrito en una sentencia suele ser más difícil de digerir. El Tribunal Nº 3 de San Isidro lo hizo. Cuando se juzgó la muerte del músico Mariano Wittis, tomado de rehén en su propio auto y acribillado por la policía junto a uno de los ladrones, Riquelme, se condenó a ocho años de prisión a quienes habían apretado el gatillo contra el músico pero se los absolvió, en el mismo acto por haber disparado contra el ladrón, aunque éste también estaba desarmado.
A Sabina le queda todavía el recurso de la apelación. Lo va a usar. Si algo acumuló desde 1999, cuando su hijo fue asesinado, es recursos para poner un límite a la indefensión de los que viven en los márgenes. La Organización por la Vida que ella preside le permite visitar las comisarías y relevar la situación de quienes están ahí detenidos. Junto a su amiga Leticia Ramos, anotan las cicatrices que deja la sarna endémica en los calabozos, los rastros de la tuberculosis que vuelve una y otra vez en esas tumbas sin ventanas y en donde suelen vivir muchas más personas de las que en realidad entran. Son los que no fueron excarcelados. Alrededor de Sabina se han ido juntando otras mujeres, más de 20 mamás de chicos muertos por las balas policiales, las mismas que ayer se plantaron frente a la casa del sargento Sosa, en Garín, para que todos sepan que ahí vive un asesino suelto. Hicieron un escrache, ese invento de la agrupación H.I.J.O.S. para generar una alternativa a la falta de justicia y que no en vano se prendió en la trama social como un abrojo al que se echa mano cuando la impotencia cierra otros caminos, menos desolados.
Siguiendo la tradición de tantos familiares de víctimas (y aquí faltan palabras para describir qué víctimas, porque se han ramificado hasta el hartazgo las descripciones), Sabina se organizó junto a quienes sufren como ella. Vaya tradición la que sobrevive en este país, cobijada por la continuidad de una impunidad que explota por el lado de Chabán, pero tiene raíces que amenazan con levantar el piso sobre el que todos caminamos.
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