SOCIEDAD
Casi tres años después de que dos jóvenes militantes del movimiento de desocupados fueran asesinados en el Puente Pueyrredón y cambiara la vida política argentina, comenzó el juicio oral para delimitar las responsabilidades materiales de las muertes. Aquí son las mujeres de estas dos familias huérfanas de madre quienes hablan de sus expectativas en relación con el juicio, del significado de la memoria y de su propia vida, después de aquel Puente.
› Por Marta Dillon
Cuánto tiempo había pasado desde que en los límites de la Capital, por donde venía entrando una marcha descomunal de desocupados y desocupadas que había comenzado en el margen del conurbano bonaerense y se dirigía al centro político de Buenos Aires, se escuchara esa consigna mítica “piquete y cacerola, la lucha es una sola”? Apenas dos, dos meses y medio como mucho, hasta que la muerte campeó en la estación Avellaneda, y por la tele y en directo se vieron otras escenas no menos escalofriantes: policías pertrechados como soldados tiraban abajo la puerta de un local de Izquierda Unida y, en otro sector, un ómnibus se daba vuelta, en llamas, como una postal de otros tiempos que buscaba sembrar el miedo, nombrar a un otro, peligroso que venía vestido de pañuelo en la cara. Los comerciantes de la zona, sin embargo, dijeron enseguida que no fueron piqueteros los que habían tirado piedras sobre sus locales y que tampoco habían tenido que ver en lo del colectivo. La primera versión sobre la muerte de Kosteki y Santillán fue desarmada rápidamente por otros trabajadores: los reporteros gráficos y los camarógrafos. Sin embargo, algo se cortó en el Puente Pueyrredón, un vínculo que era frágil, es cierto, pero que todavía permitía que los ahorristas estafados, representantes de la clase media que viajaba al exterior y soñaba con vivir de lo ahorrado, pudieran mirarse en quienes no tenían trabajo y reconocerse; la amenaza soplaba en la nuca y la necesidad es una gran maestra. Pero si la versión oficial de que las muertes de los chicos –los dos estaban en la veintena– eran producto de enfrentamientos entre grupos piqueteros no pudo instalarse, la brecha empezaba a profundizarse. Ser piquetero o piquetera podía terminar en muerte, y eso de que algo habrán hecho sigue prendido entre el catálogo de frases hechas que componen el ser nacional.
Ahora a nadie se le ocurre pensar que el piquete y la cacerola tienen algún punto de contacto y hasta el Presidente se queja de que las calles están ocupadas. Igual, el Puente Pueyrredón se ocupa cada 26, aun con un carril abierto, todo un signo de inteligencia ya que permite a los que pasan por ese estrecho pasillo ver, enfrentarse con las razones del corte. Igual, cada 26 las Asambleas de Mujeres de los MTD se sientan en círculo y hacen oír sus voces profundizando también su propio camino. Igual, las calles se ocupan: los chicos de Cromañón siguen viviendo a la intemperie, los movimientos gremiales marchan por reivindicaciones laborales como hace tiempo no se veía, desocupados y desocupadas vuelven una y otra vez a rodear la Plaza de Mayo y las y los estudiantes, golpeados por el efecto Cromañón, también se instalan en las narices de todos para exigir respeto por su rol y cuidado por sus cuerpos.
Tres años pasaron desde los asesinatos en el Puente Pueyrredón, el juicio está abierto. Y no sólo los jueces tienen la última palabra.
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