› Por Laura Vales
La represión en Avellaneda dejó treinta y tres heridos de bala y dos muertos. Estuvo precedida de la advertencia del gobierno sobre que no se tolerarían más cortes de ruta, y fue seguida por el intento de instalar, desde los mismos despachos oficiales, la versión de que los asesinatos habían sido el producto de un enfrentamiento entre manifestantes. Cuando ese intento falló, Eduardo Duhalde se vio obligado a llamar a elecciones presidenciales anticipadas. A nadie se le ocurriría pensar que se trató de un mero exceso policial, algo que haya ocurrido porque un comisario perdió el control de sus nervios.
La situación es tan obvia que en el juicio oral por los asesinatos de Darío Santillán y Maximiliano Kosteki se da una situación aparentemente paradójica: los defensores de los policías coinciden con los abogados de las víctimas en que existió una trama más vasta por encima del comisario Fanchiotti y su chofer, el cabo Alejandro Acosta.
Esa aparente paradoja señala el límite que ha tenido la investigación judicial. No se puede decir que los fiscales Juan José González y Adolfo Naldini hayan investigado mal al cabo y al comisario. Todo lo contrario: utilizando las imágenes tomadas por los fotógrafos y la televisión, la fiscalía reconstruyó los homicidios en un minucioso trabajo de análisis cuadro por cuadro. No tuvo en esto una actitud pasiva: las imágenes del balazo a Kosteki fueron descubiertas por el ministerio público. Son esas pruebas las que constituyen el sostén del juicio oral. Pero en cambio, los fiscales no investigaron a nadie por arriba de Fanchiotti y Acosta.
Había suficientes indicios para hacerlo. La protesta del 26 de junio del 2002 fue convocada por un extenso conjunto de organizaciones opositoras a la gestión de Duhalde. Pidió el aumento de los planes de empleo de 150 a 300 pesos, la universalización de la asistencia y el desprocesamiento de los luchadores sociales. Eran meses en los que los reclamos sumaban a desocupados y asambleas barriales, y en los días previos a su realización el gobierno expresó claramente su intención de ponerles un límite.
Lo hizo con conferencias de prensa en la Casa Rosada, en las que el jefe de Gabinete Alfredo Atanasof anunció que no se toleraría más cortes de ruta. “Necesitamos tener orden”, fue su definición.
El operativo dispuesto por el entonces secretario de Seguridad, Juan José Alvarez, reunió por primera vez frente a una protesta social a todas las fuerzas policiales y de seguridad. Sobre el puente se dispuso un despliegue coordinado de la Prefectura, la Gendarmería, la Policía Federal y la Bonaerense. Alvarez, al igual que el ministro de Seguridad bonaerense, Luis Genoud, no se mantuvieron ajenos al operativo. Por el contrario, ese día permanecieron en sus despachos, siguiendo lo que pasaba en Avellaneda.
Una vez desatada la represión, que se extendería durante más de una hora, Fanchiotti estuvo en contacto telefónico con la Secretaría de Inteligencia del Estado. Los llamados quedaron asentados en los registros de las compañías telefónicas.
La SIDE había hecho en los días previos tareas de control sobre los desocupados, con las que elaboró un informe que mostraba a los piqueteros como una suerte de nuevos guerrilleros urbanos. La operación podría ser considerada como una maniobra que los servicios hicieron por su cuenta y gusto, pero no lo fue: inmediatamente después de las muertes, el gobierno usó el informe para estigmatizar a los manifestantes, acusándolos de complotar contra la democracia.
Ninguno de los hechos que se mencionan fue secreto. Sin embargo, los fiscales no encontraron motivos para llamar a declarar a ningún funcionario.
Ahora, tres años después de la masacre, quienes ocuparon cargos de responsabilidad deberán presentarse en el juicio. Serán interrogados en calidad de testigos y a pedido de la querella, ya que el fiscal actual, Bernardo Schell, como antes sus pares de primera instancia, no consideraron que fuera necesario convocarlos.
El juicio se inició acotado a los policías y seguirá estando restringido a ellos. Pero tal vez –ésa es la apuesta de los querellantes– sirva para establecer judicialmente la necesidad de que la investigación continúe. Frente a los tribunales donde se realiza el juicio, los desocupados mantienen un acampe en reclamo de justicia. Han cortado el Puente Pueyrredón todos los 26 con la misma exigencia, y esa presencia ha garantizado que la presión por el esclarecimiento del caso no decaiga.
No sólo espantan los niveles de impunidad. También lo hace comprobar cómo ninguno de los reclamos que los movimientos sociales llevaron a aquella marcha tuvieron respuesta. En las marchas de hoy, fragmentarias, abandonadas por los sectores medios, los desocupados continúan pidiendo por cosas tan elementales como el aumento de los planes, congelados todavía en 150 pesos, y por el desprocesamiento de quienes tienen causas judiciales abiertas por haber salido a pedir trabajo.
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