SOCIEDAD
El caso de la maestra rosarina que decidió llevarse a su casa a una niña a la que consideraba abandonada –y consiguió, en un primer momento, que le dieran la guarda provisoria– devela los imaginarios enfrentados e idealizados sobre el rol materno, la solidaridad, la pobreza, la adopción e incluso la niñez en general. Es una trama que le grita piedra libre a un Estado escondido detrás de planes sociales que no llegan a constituirse en dádiva, pero cuyos aparatos están listos para criminalizar a quienes están excluidos de todo pacto social.
› Por Sonia Tessa
”No vayan tan lejos”, dice la mamá de Ayelén y Priscilla, las nenas que se animan a cruzar a los saltos las zanjas tapizadas de pasto que separan las veredas de tierra del pavimento. Cuerpo menudo, melena negra recogida, ojos grandes, Yésica recupera la calma acunada por el ritmo de las cosas de todos los días. Apenas una semana atrás creyó que el mundo era una calesita de la que alguien la había bajado de un empujón: fue cuando supo que la maestra de Ayelén, cinco años, una hermana de dos y otro de siete, se la había llevado a su casa porque ella no cumplía con su rol de madre. No era la primera vez que se lo decían, su propio padre, el abuelo de los tres chicos, había intentado lo mismo un año antes. Pero ella no permitió que se los sacaran, son sus hijos y los va a criar, como pueda. Y ahora otra vez. Yésica se dio la cabeza contra la pared, literalmente, se golpeó desesperada hasta que alguien le alcanzó un calmante. Y por eso después dijo la policía que estaba “demasiado tranquila” como para tener una hija desaparecida. Ese fue el primero de una serie de juicios adversos (¿prejuicios?) que enfrentó: a los pocos días, los medios de comunicación de todo el país levantaron contra ella su dedo acusador. Ahora recuperó a su hija. Ayelén está en casa y el mismo juez que le dio, en principio, la guarda provisoria a la maestra que se la había llevado a su casa ahora le prohibió a la docente tener contacto con la niña. Pero el impacto de lo ocurrido sigue presente en esa familia humilde que debió sortear la maraña de instituciones hostiles para defender su derecho, en una llamativa inversión de responsabilidades posibilitada por la Justicia.
Jessica Vítori es una maestra reemplazante de la escuela 1358 Macacha Güemes, que había comenzado a ejercer en junio. En este mes y medio se había conmovido porque Ayelén solía quedarse en la portería de la escuela al amparo de una estufa y contenta con la leche caliente que recibía. Desesperada por el estado de la nena, la maestra le preguntó el viernes si quería irse con ella. Se la llevó a su casa el día previo a las vacaciones de invierno, el viernes 8 de julio. Esa noche, el juez de menores Jorge Zaldarriaga recibió en su celular la llamada de otro juez amigo (conocido también de la maestra) que le explicó la situación. Jessica le contó al juez que Ayelén estaba abandonada, que se pasaba el día en la escuela, desabrigada, con frío y hambre, enferma. No quería volver a su casa porque estaba sola. Sin que mediara ningún tipo de investigación o procedimiento, el magistrado le dijo a Vítori que se quedara con ella “mientras nadie la reclamara”. Al día siguiente, Lucas, el tío de Ayelén, llegó hasta la comisaría del barrio para denunciar la desaparición. No quisieron tomarle la denuncia porque no tenía la documentación requerida. Recién el domingo Yésica, la mamá, pudo concretarla, en un barrio donde los pobladores deben atravesar la cortina de la sospecha para llegar a las instituciones. En esas condiciones, las relaciones con la policía no son apacibles. “Mi hijo mayor le dijo a mi hermano que Ayelén se había ido con Jessica y ahí surgió la confusión”, vuelve a contar Yésica. Para agregar una complicación, sólo la forma de escribir el nombre (con j la maestra, con y la madre) diferencia a las dos mujeres.
El lunes a la mañana, el juez decidió darle la guarda provisoria a la maestra, y calificó como “negligente” a la familia. Allí puso el grito en el cielo la pediatra Mirta Guelman de Javkin, que durante 20 años fue consultora de los juzgados de menores. Denunció públicamente el “secuestro” de la niña y puso un ejemplo claro: ¿qué hubiera pasado en un caso inverso, si un niño de familia de mejor posición económica era llevado por alguien que lo viera solo? Salió a reclamar –el primer día en soledad– por los derechos de la familia.
Al día siguiente, martes, sonó el teléfono de Marina Massa, una de las abogadas de la asociación civil La Comuna, una institución sin fines de lucro que defiende a usuarios y consumidores. “La nena que se llevó la maestra es mi sobrina nieta”, le contó Mercedes Cajal, una mujer que había concurrido a la ONG con anterioridad por un problema de papeles. Durante once minutos de una comunicación catártica, le contó lo ocurrido. Fue así como Massa, junto a Agustina Rafuls y Vanesa Rosa, tomaron la defensa de Yésica. La seguridad inicial del juez se fue desdibujando. Cuando llegaron los informes ambientales –y después de que voces disonantes hubieran roto el acuerdo que pregonaba maestra solidaria/madre abandónica– el magistrado decidió dejar a la niña con su madre, bajo la supervisión de la tía abuela, que ofreció su ayuda. El más grande, Luciano, de siete años, quedó en la casa de la abuela materna, para facilitarle la concurrencia a la escuela donde cursa primer grado. Las abogadas defensoras de Yésica habían tenido sus dudas antes de tomar el caso. Pero se les esfumaron el jueves, cuando se produjo el reencuentro. Ayelén se prendió en un abrazo con su mamá, preguntó por su hermano mayor, y todos los adultos presentes lloraron.
El final de la historia tiene efectos más allá de la suerte de esta niña. El presidente de La Comuna, Carlos Comi, cree que el aval judicial a la actitud de la maestra hubiera sido nefasto. “Se habría legitimado la falta de derecho de las familias humildes sobre sus hijos, la posibilidad de cualquier persona de apropiarse de un niño pobre porque se presume estado de abandono”, consideró. Seguramente Yésica no es una madre ejemplar. Su historia no es ejemplar, al contrario, es una suma de falta de oportunidades, en una sociedad que exige conductas ejemplares a personas excluidas de cualquier beneficio tanto material como simbólico. “Cuando mi papá me dijo que quería a los chicos yo le dije que no, que a mis hijos los voy a criar yo, como pueda”, dice Yésica para referir el conflicto con su propio padre, que en lugar de ofrecerle ayuda también quiere llevarse a Luciano y Ayelén. El hombre concurrió a Tribunales con anterioridad para hacer una presentación por abandono de persona. Pero fue archivada porque los informes ambientales no pudieron comprobarlo.
“Cuando yo llegué a la escuela, el tema eran estos chicos. Estaban abandonados. No pensé en mí ni en las consecuencias, sino en la nena. Y lo volvería a hacer. Porque al parecer con todo lo que pasó se logró que la madre se ocupe de sus hijos, aunque ahora hay que hacer un seguimiento”, dispara Jessica cuando ya pasaron dos días desde la separación de Ayelén. El juez le indicó que no debe acercarse a la niña. “No creo en esos lazos familiares que recién aparecieron el lunes”, sigue diciendo y cuenta algunos detalles de los días que compartió con la niña. “Este tema no se trata de humildad, sino de abandono. Acá se confunden las dos cosas. Mi propia familia es humilde, porque yo me crié en el mismo barrio que ellos, pero hay madres que se ocupan de sus hijos. Yo pensé en la nena, lo hice de corazón”, afirma Jessica, que tiene 27 años, está casada desde hace siete y no tiene hijos. En su relato, la ilegalidad del accionar queda en un segundo plano, por el convencimiento de que hizo lo correcto. Durante sus primeras apariciones públicas, dijo que quería intentar la adopción de la niña. Días después, reconoció que sería difícil hacerlo. Ahora habla de la dificultad de separarse de Ayelén, por la relación que habían generado durante esos pocos días. Tanto en la escuela como en el barrio son unánimes las voces que condenan a la mamá y en forma automática ponderan a la maestra. En la escuela primaria donde ocurrió todo, que es donde Luciano cursa primer grado, los relatos no tienen fisuras. Que los chicos estaban solos todo el día, que Yésica vive con su actual pareja en otra casa, que estaban sucios, tenían frío, se la pasaban en la calle, Yésica no había ido nunca a la escuela. “La primera vez que la vimos a Ayelén venía comiendo un pan lleno de hongos, cubierto con lápiz labial. Siempre le dábamos abrigo, pero volvía sin la ropa. Estaba sucia y desabrigada. Ese viernes se había orinado. Lloraba y decía que no quería volver a la casa porque estaba sola y tenía miedo”, cuenta la portera. La directora relata lo mismo. A su escuela concurren 375 chicos, entre los que se detectaron 18 familias en riesgo social. Stella Costanzo rememora que desde hacía dos meses la niña se pasaba horas en la portería de su institución. Había dejado de concurrir a preescolar en el jardín 238 (lindero a la escuela) por la interferencia de un conflicto familiar con el papá de Yésica. “Tengo claro que hay que apegarse a la reglamentación. Pero la nena lloraba y decía que quería quedarse en la escuela. No lo hizo una vez sino varias. Llamamos a la mamá y no vino. Estaba claro que los nenes estaban solos. Por eso, desde lo institucional sé que la maestra tuvo una actitud incorrecta, pero desde lo humano lo considero admirable”, explica la directora. El presidente de la cooperadora está de acuerdo, suscribe la condena a la madre, que vive a 50 metros de la escuela. Dicen que la docente del jardín 238 le envió ocho citaciones y nunca logró que concurriera. Yésica niega ese desapego. Ella siente que la relación con la maestra de su hija se resintió porque percibió que la trataba despectivamente.
“Un niño tiene derecho a que se respeten sus vínculos familiares. La madre también lo tiene, y los niños tienen derecho tanto a estar con su mamá como con sus hermanos. Un chico no puede ser tomado como una mercancía”, expresó Araceli Díaz, directora del Instituto de Derecho de Familia del Colegio de Abogados de Rosario. Sobre la actitud de la maestra, es terminante. “Para mí cometió un delito, pero no soy yo quien debe juzgarla”, afirma. La profesional subraya: “Este caso me provoca ira porque viene de la mano del imaginario social sobre la generosidad de la maestra, vinculada con la adopción. Tiene que ver con la imagen del adoptante abnegado que salva al chico de no sé qué cosas que le podrían haber pasado. Y la psicoanalista Eva Giberti señala que la adopción es un acto egoísta. Aun cuando admitiéramos que había un estado de abandono, la actitud a tomar no es la de apropiarse de una nena”. Analiza el caso como “la acción de alguien que saltó la valla, que violó las normas” y subraya otro de los mitos que dieron vuelta alrededor de esta historia, el de la maestra como segunda madre. “Esa imagen idealizada tampoco es cierta, la docente es una persona que educa, y es parte del Estado. Como tal, tiene responsabilidades”, agrega.
Zaldarriaga, el juez de menores que intervino en el caso, considera que la actitud de Jessica fue “solidaria” y si bien reconoce que la maestra debió ir a la comisaría a expresar que tenía a la niña, también arriesga que “condenarla sería decirle a la gente que dé vuelta la cara cuando ve un chico abandonado”. Otra vez, la situación límite de Ayelén está tomada fuera de contexto. No se ve la familia pobre, sino a la niña desamparada. Pero la misma Yésica es la imagen misma del desamparo.
Jessica encarna una fantasía muy arraigada en el imaginario social sobre el rescate individual de los niños pobres. Más bien se considera que la familia no es digna de ayuda, sino portadora de un mal del que se debe alejar al niño. Entonces, se castiga la pobreza. “La adopción es en el 95 por ciento de los casos un castigo a las familias pobres”, afirma Díaz. A esta altura del relato, surge nítida la pregunta sobre dónde estaba el Estado que debe garantizar alimentación, abrigo y educación a los chicos, de acuerdo con la Convención Universal de los Derechos del Niño. “No hay que judicializar la pobreza”, apunta la abogada, para indicar: “El problema excede a la Justicia, porque se trata de todo el Estado que no está brindando la protección debida”. Ni las posibilidades. Con la evidencia de un Estado ausente, surge la pregunta sobre las oportunidades que tuvo Yésica, la mamá de los chicos, para ejercer su maternidad de otra manera. Tuvo su primer hijo a los 16 años. Sobrevive con un plan social de 150 pesos y el padre de los chicos nunca le pasó una cuota alimentaria. Como trabaja de plomero, sin comprobantes de sus actividades, la posibilidad de exigir que se cumpla esta obligación es lejana. Sin mirar esa parte de la historia, sin siquiera hablar del padre, porque lo que se puso en juego fue el peso social de los imaginarios que circulan alrededor de la maternidad, buena parte de la sociedad ponderó la actitud de la maestra como protectora y supletoria de una función maternal ausente. “¿Sabés cuántos informes ambientales hay que hacer para decidir quitarle la guarda a la madre? Además, ella no la había abandonado. Cómo vas a llevarte una nena sin pedirle permiso a la madre”, se indigna Díaz. Con esa misma premisa, cuestiona el concepto de los informes ambientales, porque los trabajadores sociales no entran en los hogares de clase media y alta, sólo inspeccionan las casas de gente humilde. Después de la restitución, la pediatra revisó a la niña. “Ayelén tiene 5 años, pesa 19 kilos y mide 1,09 metro, valores que corresponden a los percentilos 50 de peso y 75 de altura. Por lo tanto, está mejor nutrida que muchos de nuestros hijos y nietos, a pesar de compartir los mismos piojos que ellos. Sin ingestas correctas de alimentos proteicos y afectivos, es difícil que un niño curse con estas curvas antropométricas”, escribió. Después del desenlace, la pediatra debió enfrentar insultos callejeros, o de sus propios colegas. “¿Por qué peleaste para que le devuelvan la nena a la mamá, para que se convierta en sirvienta o prostituta?”, le preguntaron. Otra persona llevó su prejuicio aún más lejos: “¿Cómo se la van a dar a la madre con esa cara de mono?”. En múltiples debates se planteó que Ayelén iba a tener mayores oportunidades si se quedaba con la maestra, fantaseando en la fortaleza de un vínculo de pocos días.
La historia de esta niña tiene que servir para pensar en funciones complementarias a las paternas y maternas, y combatir la idea supletoria que deriva en el acto de llevarse a la nena, dice Guelman de Javkin. “Infinidad de veces se nos escucha decir que nos llevaríamos a casa a algún niño a pediatras, docentes, asistentes sociales, psicólogos y hasta jueces. De la fantasía de rescatarlo a la ejecución del acto debe existir un tiempo de reflexión que inhiba e impida el acto compulsivo”, indica la pediatra, quien recuerda que “todo niño necesita una estructura familiar, con funciones que garanticen el crecimiento del cuerpo y la mente, para que el comportamiento sea adaptado al medio. Al llegar al mundo, se apega a quien funciona como madre y esta a su vez se liga, comenzando el entretejido de un vínculo que debe ser protegido y sostenido”. Esta profesional apunta que en situaciones de carencia se necesitan figuras complementarias. “En forma espontánea suelen nacer ‘padrinazgos’ con miembros de la familia extendida (tíos, abuelos, primos), vecinos, amigos y ‘otros’ que contactan con el niño o la niña. Cuando esto no ocurre, el Estado debe disponer de instituciones (preferiblemente pequeñas), capaces de suplir dichas funciones”, afirma.
Lejos de toda la discusión que se generó en torno a su caso, pero decidida a pelear con uñas y dientes para conservar a su hija, la mamá se refiere a la maestra. Cuenta que sus dos hijos más grandes venían hablando de ella durante la última semana. Que dibujaba con ellos, que les prestaba atención. “No me imaginaba que me la quería sacar”, afirma. Jessica hizo un reemplazo en el grado de Luciano los tres primeros días de esa semana. Antes le había llevado ropa a Ayelén. “Se la acepté porque no me pareció mal que quisiera ayudarnos”, relata la mamá de la niña. Yésica dice orgullosa que terminó séptimo grado, como sus tres hermanos. La formación más básica no le garantizó nada: el único trabajo que pudo conseguir fue la limpieza de casas particulares por horas, y luego el plan Jefas y Jefes de Hogar. La historia es la de tantas, en una zona de la ciudad donde más de la mitad de la población vive bajo la línea de pobreza. Allí no llegó el boom rosarino, un bienestar económico que se desarrolla sin modificar un ápice la distribución de la riqueza generada por el mayor polo agroindustrial del mundo, donde están los puertos que despachan el 80 por ciento de la cosecha de soja del país. Yésica se defiende de las críticas que le endilgaron durante los últimos días por el abandono de sus hijos. Su relato está pleno de situaciones cotidianas, de los dichos de sus hijos, de situaciones compartidas. No hay fisuras. Puesta a hablar de sus anhelos, cuenta que desea una casa para vivir con ellos. Ahora está instalada en la vivienda de su tía, adonde confiesa con cierta picardía que “se aburre”. Dice que está acostumbrada a tomar mate durante la tarde con su madre, y mirar novelas. Pero el juez le indicó que debe vivir ahí, y muestra una gran voluntad de cumplir.
El primer ambiente es un enorme galpón, un taller que hoy está desocupado, y desde allí se entra a una habitación pequeña donde hay una mesa, una heladera, el televisor y una cama de una plaza. La tía abuela ofrece recorrer el resto de la casa. Durante los últimos días recibió informes ambientales, y está dispuesta a demostrar que tiene un lugar digno. Sin abundar en detalles, Mercedes relata que cuando pensó que perdería a su hija, Yésica se le abrazó llorando, y le pidió ayuda. También dice: “Ahora lo importante es que está con sus hijos, que esté bien con ellos, que los cuide y se ocupe”. Además de la supervisión del juzgado de menores, durante un tiempo; el expediente indica que las instituciones de la zona deben armar una red de contención para garantizar el bienestar de la familia.
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