› Por Luciana Peker
No es casual que Ayelén, de 5 años, haya conocido a la maestra Jessica Vittori en la Escuela Macacha Güemes, de Rosario, adonde Ayelén iba a pedir comida. No es casual en un país en donde la crisis generó que, en el 2002, el 73,5% de los menores de 14 años sean pobres y coman fuera de sus casas. Tres años después, la reactivación económica apenas hizo descender el peor impacto del 2001 –actualmente el 56,4% de los pibes son pobres–, pero naturalizó que más de la mitad de los chicos argentinos vivan en hogares donde, simplemente, comer es una hazaña, una excepción o una excursión.
El descenso de la pobreza infantil es muy leve si se tiene en cuenta que desde hace treinta meses –a partir de diciembre del 2002– la economía viene teniendo un crecimiento sostenido y que sólo en mayo de este año (a comparación con mayo del 2004) la actividad económica se incrementó un 10,5%. En el repunte del país, la mitad de los chicos se quedaron abajo del despegue.
Pero, además de la inequidad, la economía arrasó con el antiguo eje de las familias argentinas, un corazón de cuatro patas destronado por el huracán de la debacle, un lugar adonde la comida llegaba, se servía, se peleaba, se conversaba, se compartía, se elogiaba o criticaba, un mueble donde un mate, un asado, un locro o una polenta eran protagonistas y eran una excusa. La mesa es la nueva desaparecida de la familia argentina promedio.
Si hoy se estima extraoficialmente que la desnutrición infantil llega al 12% –cuando por los niveles de pobreza los indicadores podrían ser mucho más graves– es gracias a los comedores escolares, los comedores comunitarios, los comedores religiosos: los comedores. La asistencia oficial, escolar, ecuménica, solidaria, comunitaria y política contuvo la debacle económica. Y, gracias a esos comedores, los chicos (a veces poco, a veces mal) comieron y siguen comiendo.
Sin embargo, tres años después de la crisis, los expertos empiezan a ver con preocupación que la comida fuera del hogar no fue una sustitución de emergencia sino una modalidad imparable y que tiene graves consecuencias para la organización, comunicación e, incluso, valoración de las familias. La pediatra Silvia Báez, de la Red Solidaria, define: “Gracias a los comedores la gente come. Pero al no cocinar y darles de comer en su casa a sus hijos las mamás perdieron el rol nutricio, y eso afecta su autoestima”. Por eso, ella, que recorre comedores de la ciudad y el Gran Buenos Aires, con el Plan Nutrir, usa los centros comunitarios de base, pero sin fomentar que esas mesas bajitas en donde las mamás dejan a sus hijos para verlos sentados frente a un plato de comida sean un reemplazo del hogar. Silvia, desde el 2001, con nutricionistas y psicólogas da cursos de cocina y nutrición, porque le preocupa que, en estos años, muchas mamás perdieron, incluso, los conocimientos básicos de cómo preparar un plato de comida.
En este mismo sentido, el Centro de Estudios sobre Nutrición Infantil lanzó la iniciativa “Cuchara, tenedor y cuchillo” para que los fondos que destina el Estado a la asistencia de comedores comunitarios sean redireccionados –con alrededor de 50 pesos por familia– a que los chicos vuelvan a comer a sus casas. “Cientos de miles de niños en la Argentina se alimentan en comedores comunitarios. La base de su alimentación son guisos, polentas o sopas. Una cuchara es suficiente para lo que comen. Si nuestros niños necesitan un tenedor para pinchar un alimento y un cuchillo para cortarlo, seguramente significará que estamos avanzando hacia una alimentación mejor y más variada”, señaló Sergio Britos, investigador del Cesni y coordinador de la Mesa de Seguridad Alimentaria del Diálogo Argentino. Mientras que el pediatra Alejandro O’Donnell recalcó: “Las madres tienen capacidades no aprovechadas para acompañar la salud, la nutrición y el desarrollo intelectual de sus niños, desde sus propias casas y sin necesidad de grandes recursos. La familia, y no los comedores, tiene que ser el principal destinatario de las acciones comunitarias”.
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