SOCIEDAD
El síntoma Cipolletti
El triple crimen de la ciudad del Alto Valle no es un horror aislado: evoca otros crímenes múltiples y una seguidilla de muertes y desapariciones de mujeres que nunca fueron aclarados. Los asesinatos se caracterizan por su crueldad y su saña.
Por Marta Dillon
Una persistente sensación de déjà vu acompaña esta nota. Y no es sólo por la trágica repetición de un triple crimen en esa ciudad que empieza donde un cartel municipal invita a vivir allí. Hubo en la misma geografía otras dos mujeres asesinadas con saña entre una masacre y la otra; ninguno de los casos ha sido completamente aclarado. Como si fuera la repetición de un eco, la misma sensación se extiende y amenaza. En Neuquén, separado por apenas un puente de Cipolletti, el crimen de Alejandra Zarza, y la desaparición del feto que gestaba este mismo año, todavía es una incógnita. Como un antecedente ineludible, las veintiséis mujeres entre muertas y desaparecidas en Mar del Plata. Ningún culpable. “Estas cosas parecen estar sentando precedentes. Hay una fuerte discriminación en la Justicia para abordar este tipo de cosas. Porque son mujeres, y en el caso de Mar del Plata, porque son prostitutas. En Cipolletti son mujeres profesionales o estudiantes, jóvenes, pero, ¿qué pasa si la impunidad se empieza a instalar y parece haber una licencia especial para matar mujeres?” La senadora de la provincia de Buenos Aires, Elisa Carca, comparte el déjà vu. Desde hace un par de años, desde que asumió su banca, ha impulsado investigaciones y pedidos de informe sobre los casos de Mar del Plata que en un principio se atribuyeron a un posible asesino serial. Ha conseguido a cambio algunas vaguedades del Ministerio de Seguridad provincial, silencio del Ministerio de Justicia, y amenazas y provocaciones de voces anónimas que la obligaron a cambiar su domicilio. Sin duda, Carca reconoce las diferencias entre lo que sucede en Mar del Plata –las desapariciones y muertes cíclicas ameritan el tiempo presente- y en el norte de la Patagonia, pero también reconoce las características de género que tienen estas violencias y su efecto dominó.
“Nuestras mujeres no quieren salir a la calle. Tienen miedo, y tienen razón”, dijo a este diario el intendente de Cipolletti, Julio Arriaga, hace dos días, instalando lo que no se puede obviar: las mujeres tienen miedo porque estos crímenes serían otros si las víctimas fueran varones. Como si fueran sacados de un manual, cumplen con las características que describen los forenses: “El ensañamiento es propio de los crímenes de mujeres. Sus asesinos casi no usan armas de fuego porque necesitan tocarlas. Para ellos, el contacto físico en el momento de la muerte es hasta voluptuoso. El victimario quiere el dominio sobre su víctima, quiere la súplica, el llanto. Por eso elige el arma blanca o el estrangulamiento, marcan los cuerpos como mensajes dirigidos a otras mujeres”, detalla el médico forense Osvaldo Raffo y a las mujeres, en Cipolletti al menos, no les es posible evitar esa lectura. A simple vista podría decirse que es una ciudad tranquila, acuarelada por el otoño sobre el Alto Valle y un runrún de álamos que se mecen con el viento del Sur. Pero si después de noviembre de 1997, cuando aparecieron los cuerpos violados y masacrados de María Emilia y Paula González y Verónica Villar, ese paseo lineal donde las encontraron, a la vera de las chacras de peras y manzanas exquisitas quedó contaminado por el miedo, ahora ya no parece haber lugar seguro. La bioquímica Mónica García, la psicóloga Carmen Marcovecchio y su paciente, Alejandra Carabajal, fueron asesinadas a puñaladas –aunque una de ellas y la única sobreviviente, Ketty Bilbao, recibieron un disparo cada una–,sus rostros desfigurados con ácido, en pleno centro de la ciudad. Cipolletti, entonces, respira el miedo como un gas que emana de sí mismo. En las marchas espontáneas que piden justicia se apunta al poder político –el intendente, el gobernador Pablo Verani– y a la Justicia, siguiendo el mapa de la descomposición social que tiñe a todo el país. Pero además no teme aventurar la parálisis de las investigaciones. El mismo juez que entiende en la causa por este nuevo triple crimen, Pablo Torres, es el mismo que no pudo avanzar un paso con la investigación sobre las muertes de Diana del Frari –la kinesióloga asesinada en agosto del año pasado– y de Ana Zerdán –la bioquímica que apareció muerta en su laboratorio en septiembre de 1999, también con el rostro desfigurado–. En su juzgado también se estancó una causa por violación en la biblioteca de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad del Comahue que le costó el puesto a la decana y al secretario académico.
Vuelta obligada
“Este no es cualquier crimen; éste viene a sumarse a una seguidilla de crímenes contra mujeres en los que siempre apareció el ensañamiento porque la violencia es un vínculo instalado con el cuerpo de las mujeres. Y por eso sienten más temor. El miedo opera en el imaginario de todos, pero más en el de las mujeres. Funciona como un dispositivo de control: ya no se puede salir sola, o de noche. Hay que cerrar puertas y ventanas.” Valeria Rotela es integrante del único colectivo que se reivindica como feminista en el Alto Valle: “Somos las radicalizadas”, dice con un resto de ironía para identificar a La Revuelta, ese grupo que integran docentes y estudiantes de Ciencias de la Educación. “Que además estas últimas mujeres hayan sido profesionales o estudiantes, genera un temor que hace pensar que el hogar es el único lugar seguro para una mujer”, concluye Valeria.
Ese pensamiento es el que se ahuyenta como a una mosca pesada entre las profesionales de la salud. En una comunidad de menos de 100 mil personas es fácil decir que todo el mundo se conoce. ¿Cómo explicar la cercanía dentro de los colegios profesionales? “Nos sentimos identificadas inmediatamente. Y también desamparadas, apenas podemos entender de qué se trata y la impunidad está a la orden del día. El mismo día de la marcha pidiendo justicia por este crimen llegamos hasta la puerta del consultorio y era evidente que no había ninguna medida de seguridad para proteger el escenario de los hechos.” Marcela Espreafico, también psicóloga, habla en femenino porque ellas son mayoría en ese colegio profesional en el que se reunieron el miércoles para buscar estrategias en contra del pánico. Seguridad privada, horarios de atención que terminen con la luz del sol, unificar los lugares de atención; todo eso se evalúa con desazón. El último triple crimen no necesitó del amparo de la noche. “Esto parece tierra de nadie, a la kinesióloga y a la bioquímica que mataron antes también las atacaron en su consultorio. Algún hilo conductor tiene que haber, porque son todas profesionales de la salud, de entre treinta y cuarenta años, a todas las desfiguraron, ya sea a los golpes o como ahora, con ácido”, dice Espreafico. La repetición inquieta a las profesionales que imaginan desde un asesino serial hasta la emergencia de violencias menos espectaculares, que ahora, por la misma crisis social que lacera el país, aparecen en la superficie como desechos.
Por fuera del colectivo de profesionales, el miedo también se extiende, aunque para Daniela Jaunarena, docente y especialista en temas de género y educación para la sexualidad, “que sean mujeres no es algo que se analice a priori; hubo sí en un diario local el comentario de un especialista que llamaba la atención sobre este hecho. Pero también hay bastante negación sobre las características de género de los asesinatos, tal vez sea un modo de protegerse. En el caso de Alejandra Zarza, asesinada en Neuquén, a siete kilómetros de Cipolletti, el espanto fue mayor porque estaba embarazada. ¿Cómo se le iba a hacer eso a una madre? Incluso creo que hay más preocupación por la suerte del feto que por el destino de la madre”.En este caso, que marcó un círculo rojo sobre la zona del Alto Valle en febrero de este año, el primer imputado fue detenido un día después del último triple crimen. “Eso descomprimió un poco, porque cuando supimos de las nuevas muertes, evocamos las demás de inmediato. Y en este último caso no había siquiera una hipótesis.” También en ese momento se supo que Alejandra había muerto por asfixia y que antes se le había inducido el parto de su embarazo de casi ocho meses. Los datos fueron entregados desde el juzgado como un burdo tentempié para dos ciudades que hace rato que no abrevan en el plato de la Justicia.
“Como plantea Eric Hosbawm –cita Mabel Bellucci, integrante del grupo de estudios interculturales de la Universidad de Buenos Aires–, la violencia plebeya tiende a ir a los costados. Por eso no llama la atención que en tiempos de descomposición política e institucional emerjan fenómenos de violencia puntuales. Pero hay víctimas de primera y víctimas de segunda. El poder político pone el grito en el cielo cuando matan a un policía, pero no lo hacen por las prostitutas de Mar del Plata, ni por las travestis asesinadas a palos, ni por las víctimas del gatillo fácil, ni por las mujeres de Neuquén y Río Negro. Esas son consideradas muertes de segunda.” Para la senadora Elisa Carca, como para las mujeres de Neuquén y Cipolletti, no se puede desanudar la crisis social de estos emergentes sangrientos, como tampoco sus características de género. “Salgo a la calle y me tocan el culo, cada vez hay más violencia doméstica –dice Jaunarena-, esto es feroz. Y decí que estas mujeres son profesionales de clase media. No sé si llamaría tanto la atención si fueran empleadas domésticas.” Carca se aventura más allá, para ella no es un dato menor que hayan sido profesionales de clase media. Es sabido que los asesinatos ponen en blanco sobre negro. Y en este caso podría haber un supuesto que se pone en juego: "Asesinar a estas mujeres que gozan de una cierta autonomía, podría ser una forma de ajusticiamiento. Al fin y al cabo, es lo que sucede en todos lados. Si no preguntale a cualquier mujer, política, empresaria, obrera, de la Justicia. Todas terminando pagando."