Viernes, 23 de septiembre de 2005 | Hoy
ADOLESCENTES
Distintas iniciativas legislativas (una aprobada en La Plata, otras todavía como proyectos porteños) buscan regular el acceso de las y los jóvenes a una práctica cada vez más extendida: la de marcar el propio cuerpo con
tatuajes y piercings. Más allá de la preocupación por la higiene, los intentos coinciden en acercar a los padres a esa decisión de sus hijos, pero algunos detalles pueden terminar convirtiéndola en una cuestión de poder, y aun de clase.
Por Luciana Peker
A los 18 años Diego Staropoli se hizo una rosita en el hombro izquierdo. Fue hace 15 años y alguien le había contado que alguien hacía tatuajes en el baño del Mercado Central. “En esa época casi no había tatuaje artístico sino tatuaje carcelario, era horroroso, pero yo quedé alucinado”, cuenta ahora con los dos brazos y parte de la espalda tatuados, y su tatuaje del alma en una palabra. “En el medio del pecho lo llevo a Iván, que es lo que más quiero, tiene un año y cuatro meses y es mi locura.” Hoy, Diego preside la Asociación de Tatuadores y Afines de la República Argentina (Atara) que está peleando para que se regule la actividad, pero se opone a las normas hiperrestrictivas como la que acaba de aprobarse en el Concejo Deliberante de La Plata, en donde se decidió que ningún adolescente de 15, 16 o 17 años podrá hacerse un piercing sin un documento de autorización de sus padres, con carácter de declaración jurada, avalado por un escribano público.
En tanto, en la Ciudad de Buenos Aires, se debaten tres proyectos. En dos –uno de Jorge Giorno y otro de Helio Rebot, Claudio Ferreño y Marcelo Godoy– se mantiene el mismo espíritu: los adolescentes tienen que contar con un certificado firmado por un escribano o refrendado por un Centro de Gestión y Participación (las oficinas barriales en que se tramitan los DNI y las partidas de nacimiento) y otro –de Beatriz Baltroc avalado por Atara– que también contempla que los padres autoricen a sus hijos, pero que se restringe a pedir que los acompañen –con un DNI en la mano– en el momento de tatuarse o perforarse.
“Nosotros estamos peleando para que los padres vengan cuando sus hijos se tatúan, que se informen sobre las precauciones que hay que tomar y que vean que el local esté en condiciones. Queremos que compartan esa decisión con los chicos, pero pedirle a un adolescente que venga con un certificado firmado por un escribano es una estupidez o una forma de prohibir la actividad”, enfatiza Diego. La diferencia de requisitos no es menor. En principio, un piercing cuesta alrededor de 35 pesos. En cambio, la firma de un escribano entre 90 y 120 pesos. “Olvidate que los pibes te traigan un certificado de un escribano –remarca Diego, desde su experiencia al frente del local Mandinga, en Villa Lugano–, los que nos queremos legalizar no vamos a hacer nada, pero siempre va a haber un ratón dispuesto a tatuar por dos pesos en el living de su casa.”
“En principio, el Estado debe controlar las condiciones de salud de la población y hacer inspecciones. Pero no tiene por qué legislar sobre los agujeros que te hacés en el cuerpo. Igualmente, los pibes están muy solos y está bien que los adultos se hagan cargo y los acompañen a hacerse un piercing. Pero en la exigencia del papel ya hay una cuestión de clase. Finalmente, el Estado sólo cuida a los que pueden pagar porque los que no puedan no van a ir a la Bond Street, se van a agujerear en la cárcel o en el barrio. Es tal la exclusión que directamente se piensa que los que no pueden pagar están perdidos”, subraya Daniela Gutiérrez, investigadora del área educación de Flacso. “Pareciera que hoy los adultos nacieron adultos y nunca tuvieron un síntoma de rebeldía, nadie se puso un aro, se dejó el pelo largo, ni fue a bailar después de las 12. Hay una generación que no entiende que el tatuaje es superartístico y ya está en nuestra cultura”, defiende Diego. Por su parte, Gutiérrez también percibe que no sólo en las nuevas leyes, sino también en la mirada social y mediática sobre los adolescentes hay un espíritu despectivo: “Se tatúan, se hacen piercing, escuchan esa música, toman... todo es un problema. En el fondo se está llegando a pensar que ser joven es una psicopatología”.
Julieta Morales tiene 21 años y se hizo un piercing en la nariz antes de la mayoría de edad –a los 17– y antes de la ley platense. “Hay una edad en la que a los padres no se les pide autorización de nada, sólo se les avisa, se les comenta, sobre las futuras determinaciones. Está bueno consultar, pero como una opinión o porque a veces uno está perdido y necesita el apoyo familiar, pero la crianza llega hasta un punto, lo que quisieron hacer de nosotros tiene un límite”, remarca. “La adolescencia es la edad en la que los jóvenes se empiezan a apropiar de su propio cuerpo y, por eso, el cuerpo es un campo de batalla. ¿A quién le pertenece? En algún punto, los padres pueden hacer que ignoran la sexualidad de sus hijos, en cambio, el piercing es más irritante porque es visible y rompe con la ilusión de los padres –puntualiza Gutiérrez–. Además, otra diferencia, es que en los sesenta los adornos eran desmontables y te los podías sacar para ir a trabajar. En cambio, el piercing y los tatuajes son más radicales, algo que también es lógico porque los chicos tienen que diferenciarse de adultos juvenilizados (en su consumo de rock, de ropa, de cuidados corporales) y encuentran en estas nuevas marcas del cuerpo un lugar que, todavía, no está contaminado y es una frontera con la adultez.”
La mirada sobre el piercing y los tatuajes en los adolescentes desnuda cómo son vistos los ritos sobre el cuerpo según tradiciones. Si los chicos de 16 años no tienen derecho a decidir perforar su propio cuerpo para ponerse un arito en la ceja o la nariz, ¿por qué los padres de las nenas recién nacidas –y sólo de las nenas– sí tienen derecho a perforarles las orejas para ponerles aritos en un bofetazo de bienvenida al mundo de las diferencias? Sonia Cavia, integrante de la organización “Dando a luz”, cuestiona: “El tema de los aritos es, sin duda, una práctica ritual dolorosa para una recién nacida e innecesaria, porque para los padres existen otras maneras de identificarla como niña. He escuchado más de una vez que las madres prefieren no ver cuando les agujerean las orejas y para la bebé estar en brazos de un desconocido que le provoca dolor no debe resultar muy agradable. Por eso, si no puede evitarse ponerle aritos a una nena recién nacida recomendaría a las mamás que las tengan a upa, les expliquen lo que van a hacerles y por qué. Aunque creo que podría esperarse a que las niñitas decidan por sí mismas, a una mayor edad, ponerse o no aros”.
El cuestionamiento de Cavia sirve, más que nada, para entender que las costumbres estéticas –aun dolorosas– que aparentan ser normales y naturales son, siempre, costumbres culturales que vistas desde una pequeña lejanía pueden parecernos cruentas e innecesarias. Seguramente (salvo ante límites precisos como la mutilación genital femenina), no se trate de prohibir las identidades culturales que cada uno quiera expresar en su cuerpo o, incluso, heredarles a sus hijos y la solución no sean cuerpos ascéticos despejados de aritos, tatuajes ni piercing. Un conocido graffiti decía que las paredes limpias no dicen nada. Los cuerpos vacíos tampoco.
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