Viernes, 28 de octubre de 2005 | Hoy
SOCIEDAD
¿Cómo entender –o al menos acercarse sin la expresión de espanto que acompaña a estas historias– a las mujeres que niegan la existencia del hijo mientras se gesta y terminan matándolo en el momento del parto como si transitaran un callejón sin salida? Beatriz Kalinsky, antropóloga e investigadora independiente del Conicet y perito en casos de infanticidio, reflexiona sobre el modo en que aprieta el lazo de la cultura, sobre todo con relación a la maternidad que es cuando parece tornarse invisible.
Por Roxana Sandá
Que cueste hablar del tema es casi un detalle egoísta. Que la respiración se entrecorte al intentar desmadejarlo es apenas muestra aislada de una reacción colectiva frente a la cuestión del infanticidio, ese “fenómeno” que los medios de comunicación vomitan con fervor espasmódico sobre la opinión pública y jueces ignorantes pesan con balanza de soberbios. Cómo no estremecerse al pie de relatos cargados de angustia, hijos o hijas no deseados, padres que aterran y abusos indecibles. Extremos que arrastran con violencia a otros bordes donde dar muerte aparece como única opción para seguir con vida.
“Estas situaciones no transcurren en soledad: siempre hay otro que sabe. El embarazo es conocido y negado por todos al mismo tiempo, pero además el patrón es que existe una amenaza real del tipo ‘si vos tenés a ese hijo, los mato a vos y a él’; ‘si llegás a venir embarazada, te mato’, que surgen de la figura autoritaria de un adulto. Muchas veces una madre que se ha comportado de manera violenta en la historia de esa chica embarazada es la que cumple el papel desencadenante y la que advierte ‘si venís embarazada de fulano, los mato a vos y al bebé’. Y a veces ese fulano es su pareja, es decir el padrastro de su hija, que la viola de manera sistemática.” La antropóloga Beatriz Kalinsky desanda explicaciones como una búsqueda permanente de respuestas para sí, para la investigación sobre criminalidad femenina en Río Negro que encara desde 1996 y para los estrados judiciales que la convocan como perito de parte de esas mujeres que un día decidieron romper con el mandato cultural de parir, amar y criar.
–Casos como el de Romina Tejerina en Jujuy, el de Rita Cerrudo en Paraná o el de la joven de Plottier, en Neuquén, son ejemplos de una realidad que da la espalda a todo aquello para lo que no tiene respuesta.
–Porque no hay quien las escuche. Muchas veces los embarazos resultan a partir de violaciones o relaciones sexuales no consentidas. A esto le sumamos una ausencia de política de Estado absoluta y la indiferencia de los equipos médicos, sobre todo. En uno de los casos que investigué, una adolescente que era violada sistemáticamente por su padre y de quien tenía un niño de 3 años, volvió a quedar embarazada, pero esta vez él le advirtió que si tenía a ese hijo le quitaría al otro, con quien ella guardaba un vínculo de amor fuerte y se había descubierto como una buena madre. Frente a la imposibilidad de recurrir a alguien y el sometimiento a ese padre tuvo que elegir entre lo que no conocía y ese hijo a quien amaba.
–¿Nunca visitó a un médico?
–Sí, y eso tiene que ver con la trama de complicidades que también se teje desde los equipos de salud. Con su embarazo a término, fue al hospital para el control periódico de su hijo. En el barrio se rumoreaba que estaba embarazada y el médico le propuso volver en unos días para charlar; no se dio cuenta de la angustia ni de la panza que tenía. Durante el juicio cargamos las tintas sobre esas ausencias institucionales y ese mismo médico se puso a llorar y dijo que lo lamentaba mucho, pero no pudo explicar por qué motivo no le brindó la atención que correspondía.
–¿En algún momento ella se planteó abortar?
–No, y por lo general no es algo que se planteen. En principio, no se sabe cuál es la causa por la cual la madre termina decidiendo que el hijo no va a vivir. El componente que define la posibilidad de un embarazo de riesgo que termine en un infanticidio tiene que ver más con cuestiones vinculadas a las configuraciones familiares y estilos comunicativos de esas familias y el deseo o no del embarazo. El tema es qué significa para vos estar embarazada y el sentido que le das a ese embarazo; si no generás ningún tipo de vinculación durante nueve meses es muy difícil que te enamores de ese bebé cuando lo veas.
–Y esto también se refleja desde el físico y la discreción de sus transformaciones.
–Porque existe una negación sistemática de ese embarazo y luego surge la convicción férrea de que no están embarazadas, amplificada al resto de la familia. Se espera que la mujer quede en un stand by y que el embarazo no tenga ningún tipo de resolución. No piensan que en algún momento el bebé va a nacer. Por eso no podría decir que la muerte es un acto premeditado: son actos espontáneos que ocurren al no haber previsto qué es lo que iba a suceder cuando el bebé naciera. Por eso se presentan como embarazos muy específicos. La madre no aumenta demasiado de peso, no le crece la panza, no necesita usar faja ni comprar ropa holgada.
–¿Los partos siguen este patrón excepcional?
–Algunas de las mujeres con las que hablé dijeron que parir les dolió, pero les habían enseñado que hay que soportar esos dolores. Por lo general se trata de partos rápidos, de dilatación violenta, en cinco o diez minutos alcanzan buena dilatación, y al parir salen bebé, cordón y placenta rápidamente. En unos cuarenta minutos concluye un escenario de aislamiento, pariendo en el mismo baño que usa el resto de la familia, casi siempre numerosa.
–Los movimientos de mujeres y algunas agrupaciones políticas discuten el aborto como alternativa frente a estas tragedias personales.
–En algún momento se consideró que el infanticidio era un delito rural y el aborto un delito urbano, lo cual no es real, y hablo en términos de dos fenómenos diferentes. Si hubiera querido, Romina Tejerina o cualquier otra de las mujeres que pasaron por la misma situación hubieran podido abortar. Creo que si estás planteando una discusión a favor del aborto, como lo hace gente del partido de Luis Zamora, por ejemplo, no podés meter casos de infanticidio porque mezclás todo y quizás encima desfavorezcas a las mujeres infanticidas. Una cosa es la legalización del aborto y otra qué legislación podría ser útil para contemplar a estas mujeres, como el tipo penal del homicidio atenuado o bien programas de detección de embarazos de riesgo, como lo son estos embarazos.
–¿Quiénes y cómo hacen visible la existencia del cadáver de ese bebé?
–Existen muchas formas de que el infanticidio salga a la luz. En general por la denuncia a veces involuntaria de un familiar que las ve descompuestas o por las intensas hemorragias que sufren tras el parto y que obligan a una internación hospitalaria. Los médicos preguntan por el bebé a mujeres que se encuentran en un estado calamitoso y a minutos de que lograron compensarlas llegan la policía y el fiscal a tomarles declaración. Cuando le preguntan dónde está el bebé, responden qué bebé, qué parto, si yo no estaba embarazada. Y estoy segura de que en ese momento esa chica creía realmente en lo que estaba diciendo.
–Quizá la única respuesta posible en medio del disparate de policías y fiscales intentando arrancar una confesión en el peor momento de su vida.
–Y el disparate mayor de tomar como una mentirosa a la que respondió y como un agravante a todo lo que pueda decir. Se supone que no podemos matar: porque somos mujeres, madres, abnegadas, altruistas, nutrientes, protectoras y sometidas no podemos quebrar la ley en ningún sentido, y si la quebramos nos estamos deslizando a lo que es el ámbito masculino. La mujer es castigada por el delito y porque se corrió de lo que tendría que haber sido. En el caso de la muerte del hijo es una mala madre, rompió el mandato cultural de lo que debía ser e hizo que tanto el hijo como ella vivieran en el mundo equivocado. Ese hijo ya está muerto, pero ahora ella debe pagar el haber vivido en un mundo equivocado.
–Así lo plantean la Justicia y la opinión pública.
–Un triple castigo por lo que efectivamente fue un delito, por romper el mandato y de alguna manera también por mostrar a las demás mujeres una posibilidad que debe ser castigada para que no descubramos que hay formas muy diferentes de ser madre.
–En su rol de perito antropóloga, ¿pudo hacer visibles a los ojos de los jueces las formas posibles del vínculo madre-hijo?
–Pocas veces. Que se les diga que la mujer que está sentada en el banquillo de los acusados es una víctima los pone furiosos, hasta creo que la instalás en una peor ubicación social. Un ejemplo de esto es toda la producción de cómo esas mujeres deben presentarse frente a un tribunal: no pueden ir con tacos altos, el pelo debe estar atado o alisado, ni hablar de minifaldas o ropa ajustada y sin una gota de maquillaje. Otro tema digno de estudiar es la expresión de las emociones. Se supone que una mujer expresa sus emociones de una manera universal, pero, vamos, ¡la expresión es cultural e idiosincrática! Entonces, jueces, fiscal y prensa se rasgan las vestiduras porque esa mujer no lloró durante el juicio, o creen que si miró de una manera que les parece desafiante significa que no estaba arrepentida.
–¿Sería preferible el suicidio?
–Quizá, pero he aquí otra cuestión, porque las infanticidas no solamente no evalúan el aborto sino que tampoco piensan en tener a los hijos y luego abandonarlos. Mucho menos fantasean con un suicidio, porque el deseo está puesto en que el chico no viva.
–Pareciera que no existe atenuante posible para evitar la condena o por lo menos bajar la cantidad de años tras las rejas.
–Hasta 1994, el infanticidio era una figura penal considerada como homicidio atenuado, con una pena de uno a tres años de prisión en suspenso, pero a partir de que la Argentina firma la Convención Internacional de los Derechos del Niño, pasa a tipificarse como homicidio calificado agravado por el vínculo, con una pena única de 25 años o reclusión perpetua. Diez años después, algunos jueces se plantean la necesidad de reincorporar la figura de infanticidio, pero no se perciben debates en el seno de la Justicia. Mientras tanto, no tienen otra salida, salvo que se demuestren condiciones extraordinarias de atenuación en las historias de vida, que es lo que tiene que ver con mi tarea de perito antropológica. De demostrarse, pasamos de homicidio calificado a homicidio simple, que tiene una graduación de 8 a 25 años. Y aquí se plantea otra barbaridad, porque en este país la pena mínima por homicidio es altísima y se aplica sobre mujeres que en definitiva fueron víctimas y sobrevivientes de una catástrofe.
–Las diputadas Juliana Marino y María Elena Barbagelata presentaron proyectos para que se reincorpore la figura penal de infanticidio, contemplando el estado puerperal de la madre.
–Mi percepción es que el concepto de psicosis puerperal según el cual se supone que una mujer puede sufrir en los momentos posteriores al parto, en los que no reconoce al hijo nacido como suyo y lo mata, no es muy tolerado en los estrados jurídicos. La reincorporación de esa figura penal es importante, pero creo que la sociedad en su conjunto debería poner el foco sobre el problema, cortando el aislamiento en el que están inmersas estas mujeres. Un maestro, una vecina, un médico pueden hacerlo, porque aun velada o silenciosamente ellas emiten pedidos de ayuda.
–¿Qué pasa con el después de esas mujeres?
–En la mayoría de los casos, ese silencio que se mantuvo durante el embarazo continúa en la cárcel, por el miedo que padecieron toda su vida a manos de autoritarios o abusadores. Y muchas veces, madres o padres sometedores se hacen cargo de las vidas de esas hijas en la cárcel y el lazo con la libertad se concentra en esas figuras que originaron el desastre. Son vidas signadas por la tragedia que no conocen el lazo incondicional de amor y ni siquiera pueden imaginarlo. Paradójicamente, la cárcel constituye un escenario mejor; me pregunto entonces qué significó la sociedad libre para ellas.
–Se hace muy difícil cualquier intento de reconstrucción personal.
–Pero sobreviven a la cárcel alentando la esperanza de que podrán formar una familia tradicional, incluso cuando el intramuros significa un período de gran empobrecimiento. No les queda nada y aun así proyectan nuevos hijos, para probarse que pueden ser buenas madres. Pero también se imponen una especie de autocastigo porque no pudieron siquiera acercarse al núcleo duro de lo que es el mandato cultural, y muchas veces no se quejan de estar en la cárcel.
–A esta altura debería plantearse una discusión más orgánica de lo que significa ser una buena madre.
–Hay una manera, y es establecer de manera contundente que la relación madre-hijo no es una relación natural sino social y culturalmente construida. Una vez que esa idea se encarne en la sociedad, es posible que podamos ver formas de ser madres. Pareciera que entre el modelo cultural y las actuaciones individuales no hay nada, y las mujeres tenemos márgenes de actuación individual diferente al mandato. Podemos dar la vida por un hijo o matarlo.
–Por cierto, ni siquiera hay respuestas definitivas de lo que se supone ser madre.
–Ser madre es una cuestión no sólo cultural sino social e históricamente construida, que empieza a mediados del siglo XIX; en este contexto, es un concepto muy moderno el de la repugnancia que provoca el maltrato al chico. Los niños siempre han sido maltratados y nosotros seguimos haciendo exactamente lo mismo: los mandamos al muere cuando no tienen educación y/o salud, cuando son cartoneros, cuando están pidiendo en la esquina. Seguimos matando a los hijos, lo que pasa es que somos una sociedad más hipócrita porque sostenemos el discurso de repugnancia por la madre que los mata. O reconsideremos el concepto de niñez, que no funciona. La niñez no es esa etapa lúdica en la que recibís todo el cuidado del mundo y un amor incondicional. Y no creo que haya sido así alguna vez.
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