NOTA DE TAPA
...Y no sabemos si bien o mal. Porque los necesitamos
tejiendo redes entre las calles de esta ciudad de dimensiones jurásicas, pero nos maltratan dejándonos en la parada más tiempo del necesario, exponiendo el cuerpo a todo tipo de abusos, obligando a las embarazadas a pedir lo que les correspondería por derecho. Los colectivos, ese supuesto
invento argentino, gravitan sobre la cotidianidad de todos,
pero con las mujeres... es distinto.
› Por Luciana Peker
mina. Mira. Resopla. Pasaron tres juntos, juntitos, apuradísimos, uy, uno vacío o con agujeros humanos. Pasaron. Cruza. Espera. Espera. Espera. Baja al cordón. Mira. Agudiza la vista. Nada. U otros que son como nada. Nada. Se toca en el bolsillo. Tacta la moneda (si son ocho moneditas y hay recuento de impaciencia una siempre cae al cordón de la vereda). Relojea el reloj. 10, 9, 8, 7... uf, llega. Está cuarta en la fila. Queda justito en el último escalón con la brisita gris de Buenos Aires. El colectivero grita que suban. La señora que estaba primera vuelve a probar después de dos danger si a la máquina le gusta que le pongan de a una a una las moneditas. Le gusta. El segundo pasajero pasa a la máquina y ella pasa al segundo escalón. El colectivero cierra la puerta. Adentro.
Ella llega a la máquina. Falsa. Después del tercer pasaje sin gloria, el colectivero grita “falsa” y ella la tacta lisita, demasiado lisita. La cartera se vuelve un sonajero sin arreglar desde hace meses. 25, 25, 10,10, uhhhhh 5, ufffffff, 10. Por fin, 80. Mientras ella miraba las monedas, la miraban a ella. Piensa si estuvo de más la pollerita de jean desflecada. Una cosa es verla en el espejo y otra en el 29 a hora pico. La frenada la vuelve a impulsos más vitales. Consigue un cañito a compartir con dos o tres manos. También comparte el roce trasero con dos o tres cuerpos. ¿Son mujeres? ¿Son hombres? ¿Eso es una cartera, una valija, qué carajo es eso? Se da vuelta con mala cara, por las dudas. También le devuelven una cara de fastidio. ¿La cara de fastidio del trajeado es que el pobre tipo tiene ocho horas por delante y viaja empaquetado o que el trajeadito además de tocarle el culo le pone cara de culo para hacerse el mártir urbano?
Intenta permanecer ahí donde ya está ubicada, pero ensaya una posición de costadito. Por las dudas, para no hacérsela fácil. Espera. Baja. O quiere bajar. Permiso. Toca el timbre. Ya lo habían tocado. Baja.
Todavía no pasó nada. No llegó. El día no empezó. Supuestamente no pasó nada. Porque el colectivo, igual que esos tramos similares de la vida cotidiana, están naturalizados o vaciados de noticias. Sin embargo, en los colectivos porteños pasa de todo. Y a las mujeres más. Nos tocan, no sabemos si nos tocan, no sabemos qué hacer cuando nos tocan, nos miran y no nos gusta, nos miran y nos gusta, nos pelean, nos dan el asiento por unos kilos de más, no nos lo dan por un embarazo de mellizos con fecha de parto para hoy a las 15, pedimos el asiento para una señora con tantos años como la señora de la propaganda de Reebok (pero sin las zapatillas de Reebok). En medio de estos recorridos diarios, justamente tres mujeres –Julieta Ulanovsky, Inés Ulanovsky y Valeria Dulitzky– acaban de publicar El libro de los colectivos (Editora La Marca), una pieza de colección que recorre la cultura del andar urbano y rescata el arte de los fileteados, los volantes, los espejitos y hasta la combinación de colores que –vistos impresos en papel– aparecen a la vista como muralismo andante.
La idea fue de la diseñadora gráfica Julieta Ulanovsky, que explica: “Siempre me fascinó ver de otra forma lo que uno ve permanentemente” y siempre se fascinó con los colores, las letras y los números de esos medios que la transportaban. Ella se define “ventanista”: “Me gusta mirar por la ventana aunque ese paisaje lo vea todos los días”.
En El libro de los colectivos el periodista Carlos Achával (un fanático de los bondis que dice que de pibe ver pasar al 7 de la 68 que lo dejaba sentarse en los escalones de la puerta delantera era el gran consuelo que los dioses barriales tenían para él) cuenta la historia: ómnibus quiere decir en latín “para todos” y el invento argentino –posta– del colectivo (el 24 de septiembre de 1928) nació como una forma de que más gente pudiera tomar los taxis que, a su vez, realmente serían más baratos y, por ende, para todos. Recién en 1966 aparece la puerta de atrás (¡la libido que ponen los colectiveros en que los pasajeros no se les escapen por adelante!) y en 1994 se terminan los capicúas, los papelitos y los colectiveros pulpos con las máquinas expendedoras de boleto.
Ahora todo se volvió más publicitario y tecnológico –hasta hay carteles computarizados con información, pronósticos o chismes–, pero el libro revaloriza la cultura colectivera. “A los gallegos y portugueses que se lanzaron a hacer colectivos con sus taxis no se les hubiera ocurrido gastar un peso en sus unidades –delimita Achával–, pero sus hijos quisieron sentirse cómodos y crearon el icono máximo de la ornamentación colectivera: la foto de Gardel.” No es lo único, la lengua de los Rolling, el zapatito o chupete del bebé colgando, los tonos nacarados, las fotitos de los hijos o los ídolos, las leyendas (como el clásico “lo mejor que hizo la vieja es el pibe que maneja”), los unicornios, dragones, peluches, banderitas y distinciones cromáticas conforman verdaderas pinturas rodantes.
“Fui durante varios meses a las terminales de los colectivos, un lugar únicamente masculino, al que entré con mucha vergüenza y perfil bajo. Todos eran amantes del colectivo y conocedores de datos como qué línea era la más ‘adornada’, cuál tenía los mejores filetes y cuáles los mejores espejos. Todos estaban orgullosos de sus ‘unidades’ y competían entre sí para ver cuál era el coche más lindo. Antes de hacer este laburo odiaba a Todos los colectiveros, por hostiles, zarpados, prepotentes, y ahora que los conocí, puedo distinguir entre los malos colectiveros y los buenos que realmente existen”, describe la fotógrafa Inés Ulanovsky.
El libro de los colectivos es una verdadera revalorización del arte móvil porteño tapado por el smog y el apuro. Y es raro –o parte del ir y venir– que la autora de la revalorización alguna vez haya terminado en una comisaría por una pelea con un colectivero. “Era chica y tenía que ir del centro a Belgrano. Me tomé un semi rápido que no paraba y yo no sabía. Cuando me di cuenta el tipo no me quería dejar bajar y yo empecé a tirar de los boletos (que en esa época eran de tiras de papel) hasta que el tipo se enloqueció y me empezó a putear de arriba abajo hecho un monstruo tipo El Increíble Hulk y se desvió a toda velocidad tipo película de acción hasta la comisaría más próxima donde me dejaron demorada. Al rato pregunté si me podía ir y silbando bajito me fui a la cena familiar. Caminando”, relata hoy Julieta, con una mirada completa y simbólica de los colectivos como espejos de una ciudad, creativa, viva y –también– violenta.
Claro, especialmente con ese silencio violento y cotidiano para con las mujeres. Analía Peres tiene 30 años, es productora de cine y en su pasado hizo justicia con alfiler propio. “Tenía tipo 19-20 años y viajaba varias horas diarias en bondi porque trabajaba como cadeta. Me cansé de que cada tanto me apoyaran y decidí subirme a los colectivos armada con ¡un alfiler! Creo que era un alfiler de gancho y lo usé varias veces. Apenas sentía la apoyada, salía el pinchazo. Les clavaba la puntita del alfiler en la pierna. Según la intensidad del apriete de ellos era la intensidad de mi puntada. Los tipos pegaban el salto y salían disparados para otro lado.”
El alfiler de gancho es original, pero la escena no (y que en México DF o en Japón sea peor no es consuelo para las argentinas). “Recuerdo de mi larga vida que siempre fue un clásico el apoyarse, el toqueteo, el abuso, del que nunca se hablaba pero que siempre sucedía y que conforma una forma de violación no punible donde el abusador pasa desapercibido y la abusada no denuncia”, enfatiza Martha Alonso Vidal, arquitecta, especialista en género y políticas públicas de Flacso, de 65 años de viajes –especialmente– en 152 y presidenta de la Asociación de Mujeres Arquitectas e Ingenieras (AMAI).
A peores transportes, peores viajes, a peores viajes peores condiciones para las mujeres. Y esa violencia cotidiana también es una forma de encerrar (o resignar en los abusos) a las mujeres. Los colectivos, los trenes y los subtes son testigos y culpables de tener que santificarse o levantar las manos como en un asalto cotidiano ante el toqueteo de los traqueteos.
Otra de las formas de discriminar a las mujeres es, justamente, la falta de mujeres al volante de los colectivos, aun cuando en 1996 se creó la primera camada de conductoras. En ese momento, la empresa Plaza contrató a colectiveras. Ninguna otra línea expandió la democratización del oficio e, incluso, en Plaza, actualmente, se niegan a dejarlas dar una entrevista a Las12 “hasta que no llegue el Día de la Mujer”, según explican. Por ahora, pedirle parada a una chica es un viaje exótico (o una nota de color para el 8 de marzo).
Hay más dificultades después de subir la mano e intentar recorrer la ciudad. “Para las embarazadas y mujeres con bebés viajar en colectivo es turismo aventura. Si hay que salir con el bolso, las mamaderas y el cochecito es una maravilla si una llega a destino sana y con el chico sano”, delinea Alonso Vidal. Pero como arquitecta no se queda sólo en el refunfuño de la charla de parada. “No pasa lo mismo con el transporte público en otros lugares del mundo. Acá hay falta de políticas públicas y mucho más con mirada de género –delimita–. El problema es que en la Argentina el diseño de los colectivos es directamente escatológico, con pisos deslizantes en pendiente y dos o tres niveles porque no se hacen licitaciones para abrir los colectivos a nuevos diseños que incorporen, por ejemplo, mayor suspensión neumática y quiten los escalones altos. No es cierto que haya que usar estos antediluvianos. Nuestros colectivos son marca tachito, no se innova. Otro problema es la cultura del manejo. Nosotras hicimos una encuesta entre mujeres porteñas sobre la vida en la ciudad y ellas pedían que se baje la velocidad de los vehículos por las muertes que se producen y por los frenazos y las caídas en los colectivos que dificultan mucho los viajes de los adultos mayores y las mamás con chicos.”
“Además, las mujeres requerimos transporte en red, a diferencia de los varones. Ellos, prácticamente, van de la casa al trabajo y del trabajo al hogar. En cambio, nosotras llevamos a los chicos al colegio, a la guardería, al dentista, al club, a lo de los amigos, acompañamos a los ancianos al médico, vamos al trabajo, hacemos trámites al mediodía. Nos ocupamos de la casa, de los chicos, de las compras y el 80 por ciento de las mujeres porteñas no usamos auto. Con el transporte público actual, la vida diaria es una odisea y eso es impedimento para el ejercicio de la ciudadanía”, subraya la presidenta de AMAI.
Pero no todo es agresión y martirio. El runrunear del colectivo también da para el remanso, el romance o la seducción. “Cuando estudiaba la sensación del colectivo era de una convivencia forzada con anónimos en un espacio reducido, pero que se puede volver placentera y erótica. Mi recuerdo de ese momento es que vivía a mil (y bastante neura, claro) y que esos cuarenta minutos de viaje eran los momentos en que no podía hacer nada aunque quisiese, más que dejarme llevar y eso me daba placer”, rescata Carolina Sborovsky, de 26 años, que acaba de terminar la carrera de Letras.
Virginia Poblet, periodista, recuerda todavía un momento pasajero de sus 16 (hace un poquito más de 16): “Estaba sentada atrás de todo en el bondi leyendo El nombre de la rosa. Yo estaba recopada con ese libro y me faltaba poco para terminarlo. En eso me doy cuenta de que el chico que estaba sentado al lado mío estaba leyendo de ojito así que, disimuladamente, incliné el libro hacia él. Me faltaban como tres páginas, pero tenía que bajar y le dije ‘disculpame, pero te voy a dejar sin leer el final’. El chabón primero se sorprendió y después me dijo: ‘No, yo ya lo leí, lo que pasa es que está buenísimo y no pude evitar chusmear por dónde ibas’”. Charlas de bondi, roces inevitables, que no siempre hacen resoplar. A veces soplan.
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