› Por Marta Dillon
Algunas, pocas veces, tomarlo es una decisión libre. Las más, lo decide la falta: de dinero, de taxis confiables que detener, de auto que tranquilamente asegure intimidad y puerta a puerta. ¿Quién quiere subirse a un colectivo, o peor, esperarlo con ropa de noche y el maquillaje escrachado después de haber salido de la disco? ¿Es posible desear que llegue, que por favor llegue de una vez uno de esos animales de colores que a la noche parecen navegar moviendo sus cuerpos encendidos cuando no hay más luces en la calle que las que parpadean desde los faroles, esporádicos, tuertos, del alumbrado público? En realidad, decir faroles es una antigüedad, pero hay objetos cuya presencia constante no parece ameritar una palabra exacta. Están ahí o no. Con decir luz, en todo caso, alcanza. Porque luz es lo que se necesita en el desierto de las madrugadas cuando una chica sola escucha el eco de sus tacos en el pavimento y por muy brava que se sienta no puede evitar mirar a los costados sintiéndose desnuda sólo porque el escote delata el comienzo de esos encantos. Y luz no siempre hay, en todo caso un reflejo como de luna rodando por Callao, más el espasmódico haz de los faros de un taxi que pasa arando y no resultó suficientemente confiable como para detenerlo; ni tampoco nos dio demasiada oportunidad o directamente no había con qué pagarlo.
Ella, en definitiva, no tenía más que esperar el colectivo. Esperarlo como se espera a un amante, con la ansiedad de encontrar el refugio de sus brazos. Al menos la barca tibia e iluminada de sus asientos vacíos que pondrá un intervalo en ese latido que queda antes de llegar a casa. Porque el colectivo nunca te deja en la puerta. Y aun cuando en las inmediaciones de casa las baldosas de la vereda permitan descontar el camino sabiendo que se pisan los mismos bordes de siempre, el latido acompaña el eco de los tacos.
Y el colectivo llegó. Sentada en el fondo leyó el boleto buscando algo que leer en los pocos números que ahora imprime la máquina. Sin ninguna sorpresa por la hora exacta que fija el momento en que escupe el boleto. Es tarde, ya se sabe. El vodka pesa en los párpados, la conciencia los levanta como a persianas automáticas, repentinamente, como si en un segundo se pudiera escapar la esquina en la que finalmente la vuelta a casa deje de ser una promesa. Pesa la cabeza, se aflojan las manos que sostienen la cartera, las piernas se estiran y se abren como no debe hacerlo una señorita y la mandíbula... la mandíbula traiciona con un gesto de relajo, se suelta desde la base de las orejas, la saliva se activa, derramándose. Un gesto de la mano la seca al mismo tiempo que se abren los ojos, una vez más.
Fue en uno de esos olvidos de sí que él le quitó algo sin devolución. Ya le habían robado alguna vez el celular, la billetera, incluso la cartuchera con los lápices de la facultad. Pero eso nunca. Por eso, tal vez, no supo si enojarse o reírse y no pudo más que mirarlo perderse en la noche de luces intermitentes imaginando el chiuk chuik de sus zapatillas. Antes no lo había visto, o sí, apenas la nuca un par de asientos adelante, rapada, tatuada con un tribal que le había dado curiosidad. Pero nunca supo el color de ojos de ese ¿chico? que le había robado un beso mientras ella dormía fugazmente con la boca abierta. Probó sus labios, dejó un ruido que retumbó en su falta de conciencia, sintió una leve aspereza debajo de la nariz y después, nada. Después lo vio perderse, de espaldas, la nuca rapada. Al menos no se iba a pasar. La próxima parada era la suya.
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