Viernes, 6 de enero de 2006 | Hoy
LAS MAPUCHES OFRECEN RESISTENCIA
Maximiliana, Alicia, Liliana y María Luisa son mapuches. Viven en Esquel y El Bolsón, entre montañas de picos nevados, arroyos y espacios con los que se conectan mediante una lógica propia. Piensan la tierra por fuera de la propiedad privada, la reencuentran para protegerla, la defienden como parte de su identidad, al igual que el agua, los cerros, los árboles, los nehuenes, esas fuerzas de la naturaleza que –según la tradición– protegen a su pueblo. Pero a veces eso no es suficiente.
Por María Sol Wasylyk Fedyszak. Desde El Bolsón y Esquel.
Liliana Cárdenas vive al pie de las montañas de Lago Puelo, en una zona que pertenece a Motoco Cárdenas, una comunidad mapuche conformada por más de 10 familias que van por la quinta generación. A su casa sólo se puede acceder caminando, después de atravesar un arroyo y recorrer tres cuadras de pleno bosque. Liliana llega con su hija y su primo Antolín la acompaña a lo largo del relato que comparte durante el almuerzo: la historia familiar.
Motoco quiere decir entre las aguas porque a él lo encuentran entre dos ríos, aunque otros dicen que significa aireado, de carácter malhumorado. Lo captura un malón del cacique Ñangucheo de la tribu de Sahiueque, en 1872. Ahí conoce a Juana Santander, una hija del cacique. Se enamoran. Ñangucheo se la da por esposa, pero a él no le gustaba vivir ahí porque no era mapuche y se escapa con Juana y se viene a Río Bueno de donde era oriundo, después de tres años de estar cautivos. Al tiempo, Juana se entera de que su madre estaba muy enferma y el cacique deja que ella vuelva pero decide retenerla. Pedro quedó solo con dos hijos, Mercedes y Francisco, nuestro abuelo.
Motoco era Pedro Cárdenas, el bisabuelo de Liliana que fue tomado como cautivo en la actual zona de Junín de los Andes. Luego de quedar solo, él volvió a casarse y en 1884 se convirtió en el primer poblador de Lago Puelo. “Si bien la zona era muy grande, el cerro Motoco se denomina así debido a él, también había un río con su nombre y un paso en el límite con Chile lleva su nombre. A los pocos años, en 1896, viene Francisco, mi abuelo, a ocupar la zona en la que estamos hoy. El se casa, tiene hijos y con el tiempo se vuelve a Chile, a pocos kilómetros de acá, pero cuando se va queda un tío que estaba casado con Corina Hermosilla, quien defendía este espacio y siempre peleaba con un vecino que le corría el alambre.”
Cada vez que el vecino corría el límite, “ella se lo volteaba. Al poco tiempo de tener ese problema aparece asesinada en su casa, con 30 puñaladas (no se encontró ningún culpable) y, al no tener hijos, queda un tío solo que cuatro años después aparece muerto, tenía un golpe en la cabeza y había caído al río en 1995. Al tener un permiso de ocupación precario, a pesar de que hacía tantos años que vivía, nunca pudo obtener el título de propiedad y al no tener familia ni hijos pasa a ser automáticamente propiedad municipal. Pero hay actas de deslinde, él tuvo orden de mensura, mensuró y le dio como resultado 564 hectáreas, tenía mucho más pero un propietario le corrió el alambre”, puntualiza Antolín y Liliana corrige: “En realidad el otro propietario tenía 60 hectáreas, pero le agrega otro cero al documento y obtiene 600 hectáreas”.
A medida que el relato se extiende, la historia se narra a través de los ojos de Liliana, su mirada expresa el dolor de una injusticia casi permanente, la impotencia, pero nunca baja los brazos. “Hay mucha gente engañada, los engañan porque no saben leer ni escribir. Cuando ocurre eso con mi tío, desde el municipio dicen que estaba solo, y que por eso tenían derecho a quitarle las tierras. Yo creo que no es así. Nosotros conformamos una comunidad reconocida por el Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI). Nosotros decidimos no estar más solos, unirnos, y si nos pasa algo, si a mi papá o a mí me tiran al río, uno va a saltar, enseguida.”
En este momento tienen un abogado que no saben si los seguirá defendiendo, ya que depende de si el INAI le aprueba el proyecto. La familia de Liliana hizo una denuncia hace un tiempo porque el propietario de al lado organiza cabalgatas dentro del territorio de la comunidad Motoco. Después de la denuncia, “el puestero del propietario de al lado amenazó a mi papá diciéndole que le iba a atar una soga al cogote y lo iba a arrastrar por el río. Finalmente quedó todo en la nada, el secretario del juez o el fiscal me dijo: mire que esto tarda mucho, como diciéndome que me convenía hacer las pases con esta gente, yo le dije que las pases no las iba a hacer con nadie porque ya nos habían hecho mucho daño. Estamos con incertidumbre, pero nosotros estamos en las tierras, queremos el lugar y no vamos a aflojar”, enfatiza Liliana.
Para llegar a la casa de Maximiliana y Alicia, en la zona de Leleque, hay que atravesar tierras Benetton. Ellas, junto a seis mujeres más, están al frente de las únicas ocho familias que viven en la zona. Unidas enfrentan cualquier adversidad que se les presente. Sus casas están pegadas y siempre se juntan cuando reciben visitas. En invierno comienzan sus actividades a las 9 de la mañana porque hace demasiado frío, cortan leña, buscan agua, hacen pan. Reciben noticias a través de la radio. Hay momentos en que se les complica salir de la zona porque se desborda el río y quedan encerradas. Hoy reclaman que sus hijos puedan continuar educándose en la escuela, y quieren la instalación de un puesto sanitario para no tener que caminar kilómetros para asistir a los enfermos en las urgencias.
“Donde estamos nosotras ahora pertenece al ferrocarril. Conseguimos esta casa hace 12 años, cuando mi esposo trabajaba en la estancia y los chicos estudiaban. Además, la escuela quedaba cerca y no había que viajar tanto para llegar. Con el tiempo comenzaron a llegar un montón de familias que llevaban a sus chicos a la escuela”, relata Maximiliana. Hoy sólo quedan alrededor de ocho familias, casi todas mujeres solas. Algunos de los maridos están trabajando en otros lugares como peones de campo. A medida que los chicos terminaban la escuela, las familias se iban. Desde el lugar en el que viven, deben caminar dos horas para llegar a la ruta por donde pasa el micro que viaja a cualquier otra localidad, como Esquel o El Bolsón, pero los días de lluvia o nevada la salida es complicada.
Con el tiempo las quisieron desalojar. “Nos decían que esas eran tierras de Benetton y que nos iban a alquilar una casa en el pueblo para que nos fuéramos a vivir pero después pensamos que era un engaño.” Para entrar y para salir de su casa deben atravesar tierras Benneton. “Antes había otro patrón que tenía una tranquera para dejarnos pasar con el caballo, pero cuando murió comenzaron a querer desalojarnos del lugar, cerraron todo con candado.” Cuando empezaron a decirles que se tenían que ir, llamaron a Mauro Millán, werkén (vocero) de la Organización Mapuche-Tehuelche 11 de octubre: cuando él las fue a visitar para charlar, para saber qué necesitan y asesorarlas acerca de sus derechos, hizo todo el camino acompañado por custodia de Benetton. Además, cerca de Leleque, en medio de la ruta desértica, se encuentra una comisaría. Algunos suponen que es para frenar las manifestaciones que se hicieron en protesta de la compra de tierras por parte del propietario italiano. Hace un año les dijeron que debían desalojar la zona en la que viven, “el que venía era una persona que pertenecía a la empresa del ferrocarril”, relata Alicia.
Algunas familias quieren quedarse allá porque se criaron en ese espacio, pero otras si les ofrecen una casa podrían trasladarse. “A nosotras nos gustaría quedarnos y nos gustaría tener una escuela para que los chicos no se tengan que ir del lugar si quieren seguir estudiando después del nivel básico, pero la maestra de la escuela que venía de El Bolsón ahora no puede venir más, así que no sabemos si habrá clases. Otra de las docentes tuvo un bebé y la maestra de jardín tiene problemas, la directora se encuentra sola. No hay Polimodal.” También querían instalar un puesto sanitario porque el hospital más cercano, el de El Maitén, queda demasiado lejos. Todavía siguen esperando.
María Luisa Huincaleo tiene 56 años, más de la mitad en lucha. Dice que no es simple encontrar a un compañero en medio del camino que eligió, pero que la vida le regaló un hijo que la mantiene orgullosa y en pie para enfrentarse a lo que venga. La lucha se convirtió, para ella, en una forma de vida, en un modo de asegurar el futuro “para los que vienen”. “No queremos que los jóvenes se vayan a la ciudad y abandonen sus tierras porque ahí es donde se les da la posibilidad a los terratenientes de ver los campos solos y querer comprarlos, y eso es lo que queremos evitar; somos responsables de defender la tierra”. En octubre de 2004, su comunidad hizo una manifestación para protestar contra la instalación de la empresa minera Trinidad Vial, de Bahía Blanca. “Ellos dijeron que no iban a contaminar pero la gente no creyó eso y por suerte la empresa se fue después de 48 horas. Nosotros aclaramos que a la empresa no la queremos ni en Gualjaina ni en ningún lado y ahora me entero que quiere volver para sacar oro”, narra María Luisa, la del apellido que en mapuche significa “gente que vive a orillas del río”. Cuando el conflicto con la minera arreciaba, “fui una tarde y le conté a una ñaña, una anciana, que yo había soñado con un lugar verde por donde iba caminando y me venía una luz del cielo pero de abajo me hablaban, me decían que estaban acá porque los de arriba les hacían daño. La anciana me dijo que no iban a poder instalar la mina, porque a mí ya me habían avisado los espíritus”.
María Luisa es werkén de la comunidad mapuche de Gualjaina (una palabra tehuelche que significa “dos ojos de agua”), un pequeño centro urbano cercano a Esquel en el que viven 900 familias que descienden, en un 90 por ciento, de los pueblos originarios, aunque no todos conozcan la cultura.
–Cuando yo iba a la escuela, de chica, me decían que yo era india, y yo lloraba, tanto me discriminaron. Todavía hoy uno va a ciertas comunidades y te dicen: “yo no soy mapuche”, pero uno le ve el apellido que es mapuche. Les han lavado tanto la cabeza, les dicen que no sirven, que son brutos, inútiles, entonces se discriminan ellos mismos. Pero a pesar de todo siempre digo que si nosotros después de 500 años nos levantamos quiere decir que tenemos aguante después de todo lo que nos han hecho... yo sufrí muchísimo para criarme, me quedé huérfana temprano y todo eso me llevó a desear que, cuando fuera grande, iba a tomar mis propias decisiones. Por eso volví a la comunidad, a ayudar mi gente y ahora tengo una responsabilidad: dejar un camino más claro para los que vienen.
Cuando era pequeña, su madre no podía enseñarle la lengua mapuche: “En ese tiempo estaba Gendarmería, que le prohibía terminantemente que le enseñe la lengua a sus hijos, y ella nos decía que para que nosotros no fuéramos castigados no nos iba a enseñar”. Ahora, el hijo de María Luisa, a los 9 años, está recuperando la lengua y habitando las costumbres: “Es un peuchen, es un chico de los que está dentro de la ceremonias”.
El conflicto, en este momento, es por la propiedad de la tierra, y el competidor un nombre tan poderoso como conocido: Luciano Benetton. “Hubo comentarios en la comunidad de que se querían donar ciertas tierras a mapuches que habían sido desalojados de otros lados. Entonces la gente de la comunidad decía: ‘Si no tenemos espacios para nosotros y nuestros animales, ¿van a traer a más hermanos para estos lados?’ No queremos que haya conflicto, entonces decidimos unirnos para luchar contra los Benetton o quien venga.”
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