Viernes, 5 de julio de 2002 | Hoy
SOCIEDAD
Uno de los efectos de la crisis es la convivencia forzada por razones económicas. Convivir a regañadientes, retornar a la casa de los padres o el hecho de que ellos se instalen en el propio living trae falsas evocaciones de los años cincuenta. Fuera de la clase que todavía puede llamarse “media”, la casa grande suele ser la calle.
Por María Moreno
La prensa, esa vieja cazadora
furtiva de nuevos fenómenos sociales, si al no descubrir ninguno se prohíbe
–con gran alharaca ética– inventarlo, al menos se contenta
con ordenarlo de manera que parezca evidente. La crisis ayuda: al corralito
bancario, se suma el corralito afectivo de los que se odian, pero no tienen
recursos para separarse, de los que se aman, pero no tienen recursos para vivir
juntos, de los que vuelven a casa de su madre viuda para gastarle la pensión,
de los que han tenido que sentar en su living a sus suegros o sentarse en el
de ellos. Eso con sólo hablar de la clase social que fue harto representada
en el teatro nacional en infinitas puestas en escena organizadas alrededor de
una mesa de comedor supuestamente propio. Los terapeutas dicen que desde los
divanes hasta los poetas sólo piensan en las ofertas de Coto y en las
promociones de hoteles alojamiento. A veces la crisis (y van...) favorece la
imaginación y la creatividad por eso de que no hay Cavallo que por Salomón
–ese rey equitativo– no venga. Ejecutivos en quiebra aprenden el placer
de ser padres más allá de los fines de semana, clasemedieras criadas
por nurses prusianas reaprenden el camino del afecto en la convivencia forzada
con una suegra inmigrante de abrazos y voz estrepitosos. Y hay hasta mundanas
de la crisis como Marta L. que todavía puede vivir en Palermo Chico.
–A mí la familia extendida me salió muy naturalmente. Tengo
un ex marido que se llama Roberto y es pianista. Había vivido veinte
años en Francia adonde estaba repiola, se instaló acá porque
me conoció a mí y la única que le quedaba era vivir de
dar clases de francés. A mí, en ese momento me resultaba muy fácil
ganar plata –en general no es ésa una de mis dificultades, lo hago
sin matarme– y necesitaba desarrollarme en mi trabajo dedicándome
a él a ultranza mientras que Roberto tenía pendiente el tema de
la música. Entonces hicimos un pacto. El se ocuparía de la casa,
de las compras, de la mucama, de los chicos, de las cuentas familiares –es
decir resolvería todo lo administrativo– mientras yo me dedicaba
a trabajar y a ganar dinero. Vivimos juntos diez años. Luego nos separamos
por conflictos fundamentalmente en el plano erótico. Como él tenía
un departamento, se fue a vivir ahí y yo le pasaba plata por mes. Al
año volví a estar en pareja y yo seguía con el “subsidio”.
Mi pareja al principio pataleó un poco hasta que se dio cuenta de que
eso era inamovible porque yo sentía hacia Roberto una profunda gratitud.
El había llegado a mi vida en un momento muy complicado porque se me
había muerto un hijo hacía un año, me había devuelto
la alegría. Entonces, ¿cuál era el problema? Yo quería
que él la pasara rebién en la vida porque él me la hizo
pasar rebién a mí. Estando separados, él se puso a trabajar
con uno de mis hijos en un maxikiosco hasta que tuvo un infarto. Entonces yo
lo cuidé en el sanatorio adonde también iban de visita mis hijos.
Después que salió del infarto, yo lo seguía ayudando porque
no podía volver a trabajar. No sé qué somos. ¿Amigos?
¿Hermanos? El es mi familia. El asunto es que ahora, hace siete u ocho
meses, yo me volví a separar y él empezó a cobrar la jubilación
francesa, ¡en euros! Entonces me da a mí todos los meses cien dólares.
Marta fue al casamiento de uno de sus hijos con su nueva pareja, Marcelo, del
que hoy acaba de divorciarse y con Roberto. ¿En calidad de qué?
“En calidad de persona importante de la familia. ¿Cómo se
llama ese vínculo? Qué sé yo: Coso”. Roberto visita
a la madre de Marta en el geriátrico en que está internada –“total,
como no es mi madre, me jode menos que a vos”, le dice–, la saca a
tomar un café y la lleva al cine con el único inconveniente de
que ella prefiere las películas nacionales y él las detesta. Marcelo,
el actual ex de Marta, paga el geriátrico. Como hace poco tuvo lo que
su ex mujer define como un “episodio psiquiátrico”, estuvo
un tiempo internado. Allí fue Marta la que se dedicó a hacer trámites,
a hablar con los médicos, a administrar el campo de su ¿tercer?
ex. Roberto la ayudó. Marta dice que probablemente lo suyo no es producto
de la crisis sino de un estilo. Alguien le dijo en broma que ella se casaba
para tener amigos.
Y dice el doctor
La crisis ha hecho creer a muchos que resurgía el conventillo, la casita
de los viejos, la comunidad hippie. Pero la historia nunca vuelve y si lo hace
hay que agradecer cuando no transforma la sátira en tragedia. El conventillo
era polivincular y políglota: en su patio mítico con piletón
y jaula con canario se juntaba solidariamente el aroma del borsch con el del
puchero criollo. Las agresiones no excluían las solidaridades al paso
-sobre todo cuando caía la policía–, el festejo común
y el préstamo de un chorizo cantimpalo.
¿Cómo toman los estetas del living comedor propio la familia expandida
o el exilio al espacio donde vive un estadio perimido de la propia vida verbigracia
los padres?
Los profesionales de la salud dicen que muy mal. La lic. Haydé Toronchik
más que una psicóloga se siente un árbitro.
–La crisis hace su efecto según la historia de cada uno. Estar angustiado
porque se fue víctima de una bomba no es neurosis. Lo que yo noto es
que parejas que ya se llevaban mal y, basadas en la posesión de bienes
materiales, con hombres que tienen el narcisismo puesto en su lugar de proveedores,
con mujeres consumistas, con chicos que quieren estar al día con las
marcas, en la crisis ya no se aguantan. La cuestión para un terapeuta
es mantener en las familias en conflicto una paz precaria como en Medio Oriente.
Tengo unos pacientes que se casaron con la idea de la postal hasta que descubrieron
que ya no tenían distintos gustos sino que lo que le gustaba a uno lo
desesperaba al otro. Ella sólo piensa en ir al teatro. El lo odia. Ella
sólo piensa en el shopping; él, en el camping. Todo lo que puedo
intentar en esta situación donde no pueden separarse por razones económicas
es no que se transformen en Cascos Blancos sino que no se maten.
El psicoanalista Juan Carlos Volnovich vivió muchos años en Cuba
con la idea peregrina –en realidad de exilado– de investigar niños
autistas. En ese tropical amuchamiento cultural de la revolución, sólo
logró encontrar a tres, según él debido a que la cubana
es una sociedad hiperestimulante. –Con el triunfo de la revolución
hubo un baby boom y no se construyó nada (La Habana es una ciudad con
una estructura de casas para clases acomodadas con grandes dormitorios muy al
estilo norteamericano y lugares absolutamente marginales). Entonces los chicos
de veinte años empezaron a reproducirse y no hubo una política
urbanística acorde. Eso generaba que los hijos, aun después de
casarse, siguieran viviendo con los padres, cada uno con los suyos en la habitación
que compartía con sus hermanos. En algunos casos, debido a una permuta,
por ejemplo, lograban vivir juntos. El 80 por ciento de los matrimonios se divorciaba
al año porque el casamiento estaba ligado a condiciones materiales: daba
posibilidad de conseguir una serie de cosas que de otra manera no se podían
conseguir, como vajilla, sábanas, muebles. Cuando la pareja se separaba,
los dos seguían viviendo juntos. Al poco tiempo podía pasar que
él o ella se engancharan o los dos al mismo tiempo. Yo tengo el ejemplo
del papá de mi sobrina. Vivía con la señora en un departamento
que tenía un dormitorio, una especie de sala y baño. Se divorciaron.
Ella quedó viviendo en el dormitorio y él en la sala. Ella se
metió con un tipo y él con una mina. Para ir al baño él
tenía que golpear antes de entrar al dormitorio donde ella estaba con
el otro.
Para Volnovich la vuelta a la famila extendida –que el grotesco criollo
suele representar con un abuelo anarquista, un tío inventor que fabrica
en el altillo objetos invendibles y una tía erotizada por la hora de
la siesta– puede resultar benéfica para los niños, porque
permite las identificaciones diversas y una infinidad de estímulos, al
revés de los que suelen recibir en un hogar monoparental.
Para él hay un mito a derrocar: la promiscuidad habitacional facilitaría
el abuso de menores.
–El prejuicio dicta que no hay que dejar a los hombres en contacto con
los chicos, sobre todo ahora que hay padres desocupados que se quedan con ellos
mientras las madres van a trabajar y entonces puede haber una situación
de abuso. Todo lo contrario: quien tiene una relación muy próxima
con un niño desde chiquito, que le da de comer, le cambia los pañales,
le tiene paciencia para esperar que se duerma, lo toca, lo manipula físicamente
a través de cuidados, va generando una represión de lo incestuoso
que permite un contacto corporal cariñoso sin que lo incestuoso se cuele.
En cambio la situación de abuso es más fácil en esas parejas
separadas donde el señor recibe el fin de semana y generalmente tiene
un departamento con una cama grande –porque por tan pocos días que
pasa con ella no va a tener una habitación para la nena–. La nena
lo ve los fines de semana o en las vacaciones y, cuando crece, dice “papá
no es papá, es un señor” y para el señor ella es una
pendeja. Porque no se ha instalado ese trabajo de represión que a veces
es fatal en algunas parejas que son muy cariñosas, pero donde no hay
deseo.
Los jóvenes se quedan más tiempo en casa de sus padres, gritan
las estadísticas y los padres. Por suerte existen los que emigran a convivir
con amigos sin que medien discursos hippies o existencialistas.
–Está el modelo Alone-together que es como decir “Antón
Pirulero cada cual atiende su juego”. Pero, lejos de una vida en comunidad,
allí lo que se refuerza es el individualismo porque cada cuarto funciona
como una cápsula. También está la situación contraria
donde se comparte todo hasta el punto de que no existe intimidad. Es cierto
que en este caso lo bueno es que suele romperse la división entre los
géneros y hay una aceptación enorme de la sexualidad. Ahora, yo
no sé si esto es parte de un progreso en cuanto a elaboración
o maduración o un proceso de desubjetivación donde vale todo porque
todo vale nada.
El Dr. Volnovich tiene una noticia buena y una mala. La mala es que los varones
–según su nada eufemística expresión– siguen
no pudiendo coger donde aman y pudiendo coger donde no aman. La ¿buena?
es que con la crisis hay en disponibilidad varones que, lejos de sumergirse
en la depresión por haber dejado de ser proveedores, están dispuestos
a ser adoptados, asistidos, mantenidos. En el mercado casamentero el macho proveedor
ha sido reemplazado por el que viene en una suerte de bebesit imaginario. El
cafiolismo se ha descriminalizado, claro que las mujeres no compran. El Dr.
Volnovich abandona su posición psicoanalítica y aunque es joven
adopta un estilo Viejo Vizcacha.
–Son muy mentirosas las mujeres. A los cincuenta o sesenta años
suelen tener parejas de su edad o más jóvenes con las cuales tienen
encuentros apasionados, pero los bancan un mes, dos meses y chau. Después
de mucho declamar permanentemente el discurso del amor romántico, de
la búsqueda de un buen tipo, de, en lugar del amor loco, el dos sin locura,
salen huyendo.
A la miseria pero juntos
Si para las parejas de clase media la angustia pasa por la incapacidad de poner
distancia o por volver a un estadio anterior que hace recordar a la película
La casa grande con Luis Sandrini, para muchos de los nuevos excluidos, la resistencia
pasa por permanecer de manera que entre uno y otro no haya ni la distancia que
permite un rayo de luz. Junto a la pizzería de la estación Barrancas
de Belgrano Dionisia Lemos y sus dos hijas Micaela y Lorena viven en la curva
que traza la entrada al sector boleterías. La frazada que las cubre es
color bermellón y está flamante. “Me la dio De la Rúa”,
dice Dionisia en rápida condensación del programa asistencial
del Gobierno de Buenos Aires. Desde que el programa de erradicación de
villas del intendente Cacciatore desalojó a Dionisia de la Villa 21,
tener una casa en donde no tuviera que servir se le volvió difícil.
Dejó de trabajar cama adentro porque su última patrona le debía
un año de sueldos. El reciente desalojo de Villa Fiorito la puso en la
calle nuevamente, pero ella se niega a dejar a sus hijas en un hogar de tránsito.
La noticia del incendio del hogar Piedralibre la confirmó en su certeza:
la frazada roja es su casa. Al menos simbólicamente.
Silvia Delfino, integrante del Area de Estudios Queer de la Universidad de Buenos
Aires y participante de una de las asambleas de Caballito –la que se reúne
bajo las patas del caballo de la estatua de Simón Bolívar–,
dice que quienes pierden la casa tienden e reivindicar el barrio, ahora politizado,
instalándose en las cercanías del espacio perdido y que la represión
se ensaña cuando hay contactos productivos entre asambleístas
y sin techo: los que vivían en el Parque Rivadavia, por ejemplo, fueron
expulsados luego de que todos se contactaran a través de la olla popular.
–No hay un exterior de la indigencia respecto de los modos de la ciudad
–dice Delfino–, como sucedía en los años cincuenta con
las migraciones del interior. En las asambleas lo que sabemos es que la represión
de la indigencia por parte de la policía está vinculada a acciones
concretas y no sólo a la existencia de los estigmatizados y excluidos.
La indigencia hoy es la trama misma de la cultura de la ciudad.
La primera vez que Chermila Vega vio a la doctora Sara F. se puso a llorar.
Tenía miedo de esa fragilidad emocional y de la obsesión con que
repetía las pocas palabras que recordaba: “coso” “cosa”,”mamá”:
era una afásica de libro, había dicho el gerontólogo. Luego
se acostumbró a llevarla mediante estrategias que apuntaran a recuperar
el máximo de placer con un mínimo de angustia. Cuando la hija
de la doctora, la licenciada en administración Patricia F. iba de visita,
Chermila Vega se las arreglaba para transmitir un informe diario de la situación
de la “paciente” a su cuidado con un detallismo digno de una novela
naturalista y riguroso como un parte de guerra. La Dra. Sara no dormía
de noche, acarreaba juguetes del living al dormitorio simbolizando en esa tarea
su trabajo anterior de doctora en química. “Acetato de polivinilo”
decía de pronto cubriendo a una Barbie con un florero dado vuelta. “Amoníaco”
olía en un antiguo muñeco de la serie Temerarios que había
pertenecido a su nieto. La Lic. P. era una mujer de mediana edad, hija única,
divorciada con un hijo y a quien el hecho de ser “profesional” como
se jactaba no le hacía enfrentarse con mejor talante a la decadencia
de su madre. Como tarea terapeuta, solía tejer batitas de bebé
cuyos colores estridentes y formas desproporcionadas parecían ofender
el rigor estético de Chermila Vega que pertenecía a una notable
familia peruana de tejedoras. Cuando a la Lic. P. le recortaron el sueldo y
a la Dra. Sara, el 15 por ciento de la jubilación, el sueldo de Chermila
Vega corrió una suerte equivalente. Entonces ella elaboró una
estrategia de resistencia que comenzó con un relato estremecedor. Era
madre soltera de un hijo –confesó con tonos de neorrealismo italiano–
al que le pagaba los estudios. Como la Lic. P. no pareció conmoverse,
decidió que su hijo era mayor de edad y que le retiraría el subsidio.
Luego destejió los productos terapéuticos de la Lic. P., los corrigió
y los cambió en un club de trueque por casi todos los servicios que necesitaba
la casa de la Dra. Sara. Un día trajo a vivir con ellas a su sobrina
Raida a la que inició laicamente en los cuidados geriátricos.
Mientras Raida la sustituía en los cuidados de la Dra. Sara, su tía
comenzó a trabajar por las noches de acompañante en casa de Clarita,
una ex directora de escuela que en su demencia senil seguía dando órdenes
y distribuyendo sanciones. Su obsesión era revisar la cabeza de Chermila
Vega en busca de piojos. Era un trabajo contrastado –le contó Chermila
Vega a la Lic. P.–, si la Dra. Sara casi no podía articular palabra,
Clarita hablaba las 24 horas y lo que decía no le gustaba a Chermila
Vega.
–¿Qué quiere decir racista? Ah, sí, eso me pareció,
señora. Si la viera toda llena de joyas, hasta con una cadena que le
deja el cuello bien marcado. Me dice “¿vos viste a esa negra que
viene y me mete en la ducha? ¿La que me hace tragar la pastilla? Tiene
olor a catinga. Y se come todo y tengo que pagar yo que no tengo plata”.
Lo que no tolero es que me hable mal de mí a mí misma.
Chermila Vega se enfrentó a la crisis subalquilando los sábados
y domingos la pieza de servicio de la Dra. Sara –ella ocupaba la que de
soltera había ocupado la licenciada P– a una compatriota que durante
la semana trabajaba en un country de Martínez. Cuando su hermana Maximiliana
decidió abandonar su trabajo “cama adentro” para vender lapiceras
luminosas en forma de marciano en la esquina de Corrientes y Larrea, lo natural
fue compartir la habitación de Chermila. Los domingos se reúnen
en casa de la Dra. Sara, Chermila, Raida, Maximiliana, Clarita y la Lic. P.
que, en sus tiempos feroz enemiga de la familia y devota de la antipsiquiatría,
se aviene a ese matriarcado que se reúne ante un ají de pollo
o unas papas a la huancaina. Clarita no sólo es “racista”,
también se niega a comer. Pero como suele confundir a cualquier personaje
de la tele con Esteban, su hijo mayor, Chermila Vega tiene un truco. Si el que
está hablando es, por ejemplo, el ex presidente Alfonsín y éste
dice “Si en este país hemos logrado la democracia...”, Chermila
Vega le dice a Clarita “¿Ve? Estebanito ha dicho sí”.
Entonces Clarita come. Claro que ni bien la sientan a la mesa de la Dra. Sara,
suele exigir “Saquen una hoja”. Y la Dra. Sara, con la ayuda de Chermila
Vega, es la única que obedece.
La militante por el derecho a la identidad de travestis y transexuales Lohana
Berkins trabaja como secretaria de patricio Echegaray en Legislatura. Según
suele decir con ironía, es su entrenamiento en la calle el que le permite
ahora sacar gente de la calle. Su escritorio es el lugar donde se hacen reclamos
de todo tipo, desde una pieza de hotel hasta 2 $ para un supuesto viaje en colectivo.
Una de sus tareas consiste en hacer de abogada defensora de los excluidos dentro
de los excluidos. Cuando, a través de alguno de sus representantes, el
Gobierno de la Ciudad discrimina en veta moralista, la señorita Berkins
saca a relucir su conocimiento sobre derechos de minorías.
–Te cuento el caso de dos chicas que están en pareja hace muchos
y viven de juntar latitas. Con eso se pagaban una pieza de hotel. Hasta que,
como empezó a haber mucha gente haciendo lo mismo, les dejó de
alcanzar para pagar la piecita. Ellas estaban yendo a Puertas Abiertas, la casa
de las hermanas oblatas de La Boca. Las chicas la tenían clara: “Nosotras
dormiremos en la calle pero juntas”. La hermana Manuela Rodríguez
les resolvió el problema a través de una iglesia. Y entonces o
Cáritas se puso muy caritativa o la Iglesia no se quiere perder los millones
que le da Duhalde porque vos fijate la contradicción: El hogar de la
iglesia les permitió dormir juntas o sea como lesbianas, pero cuando
ellas me llamaron a mí para que les haga todo el trámite y que
el Estado les consiguiera un hotel las quisieron enviar a lugares separados
porque eran una pareja. Yo me preguntaba: ¿Quién determina eso
de la católica separación? ¿Quién es la persona
que decidió dividir? ¿La asistente social? Entonces me mandé
catetereo que es un escándalo de grandes proporciones. Amenacé
con llevar la noticia a Crónica, me colgué del teléfono,
llamé a la asistente social y le dije: “Mirá, yo quiero que
vos me des por escrito cuáles son las razones por las que ellas no pueden
estar en un hotel. Pongamos el caso que vayan dos señoras. ¿El
Estado instala un catalejo para ver si las señoras duermen juntas o separadas?
¿Cuál es el problema? Cuando van un hombre y una mujer, ¿vos
les pedís libreta de matrimonio? ¿Controlás si realmente
hacen vida conyugal a la noche? Vos les das una habitación y punto.
Para Lohana Berkins el 90 por ciento de los reclamos por la vivienda está
en manos de mujeres, ellas son mejores en el “catetereo”: uso estratégico
del llanto, enrostramiento de los hijos, apelación a que todo funcionario
tiene una madre, todo el complejo teatro de la resistencia.
–Yo creo que está toda esta carga patriarcal que se ha puesto en
las mujeres donde deben ser ellas las defensoras y las conductoras de hogar.
Pero ellas –por ejemplo en los departamentos de la calle Sarandí
donde se está haciendo un juicio de desalojo– lo que hacen es defender
no la casa propia como la clase media sino el hogar que van a gestar. Ese nuevo
espacio queda bajo la defensa de la mujer, claro que la autoridad la va a seguir
teniendo el tipo que después, a lo mejor, va a salir con los amigos a
jactarse de que tiene una casa. También son las mujeres las que reciben
mayor humillación de parte del Estado. Porque yo he visto negociaciones
en la Comisión Municipal de la Vivienda adonde se las maltrata, se les
grita y se las amedrentan todo el tiempo, y ellas ahí: firmes.
En el hotel Gondolín de la calle Aráoz 924, un grupo de travestis
fueron de las más activas luchadoras durante un juicio de desalojo que
pasó de la causa penal a la civil.
–Antes era un hotel muy precario, pero ahora es el MALBA –dice Silvia
Delfino.
Es que en el Gondolín ahora hay una exposición de fotos de Marcos
Adandía. Mientras las chicas intentaban impedir el desalojo, a menudo
iban a la oficina de Lohana.
–Antes en la puerta de admisión se pedía el documento. Entonces
un día llegaban travestis que se llamaban –por decir cualquier cosa–.
“Pantaleón Roldán Pérez y Gauna”– nombre
y apellidos que eran violentamente contrapuesto a sus famosos nombres de Julia
Roberts o Liza Minelli. Era como casar a Segundo Sombra con Marilyn Monroe.
Entonces el tipo de la entrada me llamaba y me decía “Está
el señor Pantaleón Roldán Pérez y Gauna”. Entonces
yo bajaba y le decía al tipo: “Está bien que ellas tienen
que dar el documento, pero a mí me parece que usted tiene que respetar
su identidad y preguntarle cómo se llaman”. Entonces de ahí
se comenzó a registrar el nombre del documento, pero al mismo tiempo
se pregunta “su nombre, por favor”. Y ellas también aprendieron,
porque por ahí decían “Felipe” o “Julián”.
Empezaron a decir “Marlene”, “Mónica”, “Nadia”,
lo que sea, entonces los de la entrada me anunciaban “Está la señorita
Nadia para usted, Lohana”. Punto.
Para la clase que está por debajo de la clase media, el número
suele ser un elemento de lucha, la posibilidad de organizar una división
de trabajo fuera de la tramada por la sociedad en lugar de una invasión
a la intimidad o un forzamiento a compartir bienes. El número sirve para
resistir. En la fábrica de textiles Brukman que está en manos
de sus obreros –en su mayoría mujeres–, el número se
ha extendido a través de la incorporación de parientes desocupados
y de obreros despedidos por la patronal que hoy han podido recuperar sus puestos
de trabajo. El número se hace valer a la hora de impedir un desalojo
y da la posibilidad de que al menos algunos de los que hacen número accedan
a lo que se suele enunciar como una vida mejor. Martín Lemos, el único
integrante de la familia Lemos que no vive bajo la frazada roja de Barrancas
de Belgrano, y que cartonea todas las tardes a bordo de un carro con matungo,
dice que la que sufre por compartir una pieza o una casa con parientes o vecinos
es lo que él llama “la clase tilinga”. ¿Cómo
lo sabe? Por la cantidad de envases vacíos de sedantes que encuentra
en la basura.
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