Viernes, 12 de julio de 2002 | Hoy
TEATRO
La semana
que viene se estrena en el San Martín la excelente puesta de Vivi Tellas
sobre “La
casa de Bernarda Alba”:
con escenografía de Guillermo Kuitca y vestuario de Oria Puppo, esta versión
será interpretada por un abanico de actrices de una diversidad que enriquece
la obra: Elena Tasisto, Mirta Busnelli, Carolina Fal, Lucrecia Capello, Mausi
Martínez, Andrea Garrote, María Onetto, Irene Grassi, Nya Quesada,
Mariana Anghileri y Livia Koppman serán esas mujeres enredadas en el laberinto
emocional concebido por Lorca.
Por Moira Soto
Federico García Lorca
está espléndidamente bien y en estos días vive, revive
en Buenos Aires. En la calle Corrientes al 1551, para ser más exactas.
Allí, en la sala Martín Coronado del Teatro San Martín,
ocurre el milagro gracias a los sortilegios de una maga llamada Vivi Tellas
que hace varios años venía macerando su deseo de poner en escena
La casa de Bernarda Alba, última pieza del poeta que así le escribía
a su hermano Paquito: “Quemaré el Partenón por la noche para
empezar a levantarlo por la mañana y no terminarlo nunca”. Algo
por el estilo piensa la directora Vivi Tellas cuando cita a Italo Calvino en
la gacetilla (“un clásico es una obra que nunca termina de decir
lo que tiene para decir”) y sobre todo cuando concibe este proyecto y le
va dando forma con una libertad creativa que abre nuevos caminos de comprensión,
ilumina desde otra perspectiva una obra maestra total, que resulta a la postre
esencialmente respetada. Dicho esto, claro, después de asistir a una
pasada de los dos primeros actos, con el sutil vestuario de Oria Puppo, la admirable,
imprevista escenografía de Guillermo Kuitca, y ese grupo de actrices
elegidas con olfato muy fino, rigurosamente preparadas, generosamente entregadas,
y dirigidas con inspirada destreza por Vivi Tellas.
Las doce intérpretes de La casa... son Elena Tasisto (Bernarda), Mirta
Busnelli (La Poncia), Carolina Fal (Martirio), Lucrecia Capello (María
Josefa, la abuela), Andrea Garrote (Amelia), María Onetto (Angustias),
Mariana Anghileri (Adela), Muriel Santa Ana (Magdalena), Nya Quesada (Prudencia),
Mausi Martínez (criada), Irene Grassi (vecina) y Livia Koppmann (mendiga).
Todas ellas de negro –recortadas contra las blancas paredes de Kuitca que
dan forma de trapecio del escenario– salvo el ropaje naranja de la pordiosera,
el vestido verde que se pone fugazmente Adela y el traje blanco de novia primero
y luego la perfecta desnudez de la abuela (“el alma está donde ella
quiere”, decía el poeta granadino y María Josefa, recluida
y sometida por Bernarda, lo demuestra claramente). En esa escenografía
escueta, conceptual, en el límite de una abstracción que permite
hallazgos como las rendijas que se abren o ese horizonte bajo, cinematográfico,
dejando ver una porción del mundo exterior, en el cuerpo y las voces
de las actrices, el texto de Lorca gana nueva vida, nuevas emociones, reluce
en toda su hermosura.
Vivi Tellas había trabajado mucho en sus clases de actuación con
Lorca, siempre le interesó su universo poético, su contundencia,
la presencia escénica de exigen sus textos. La directora cree que hay
cierto malentendido con respecto a lo que se entiende por su presunta solemnidad:
“El era del grupo de Buñuel, de Dalí, unos locos lindos...
Lorca quizás fue el más transgresor. Su muerte nos habla de eso:
fusilado por poeta, por una libre elección sexual, por darla a conocer
de alguna manera, por salirse de la norma, por genial. El se atrevió
a proponer cambios. Lejos de ser solemnes, sus obras tienen una gracia interna,
incluido el trío final de tragedias: Bodas de sangre, Yerma, La casa
de Bernarda Alba. También me parece que hay una línea Federico
García Lorca-Pedro Almodóvar. Hay mucha vinculación entre
los dos, aparte de ser ambos españoles. Creo que la muerte trágica
de Lorca hizo que se lo rodeara de cierta gravedad. Y también se estableció
una manera de leer su teatro”.
Lo que a Tellas le interesaba era aflojar a Bernarda: “Ella está
desesperada, descontrolada, insegura. Y sobre estos resentimientos monta la
violencia. Porque ésta es una versión muy violenta. Ella, en vez
de decir: ‘A ver, chicas, ¿qué podemos hacer?’, elige
sostener la rígida tradición familiar. La obra empieza el día
del entierro de su marido. De modo que nadie sabe lo que va a pasar. Las cosas
van hacia un caos que Bernarda intenta controlar desesperadamente. Tiene la
oportunidad de cambiar, pero redobla la vigilancia. Y le sale muy mal. Además
vive esa tensión por el qué dirán en el mundo externo,
más importante para ella que sus propias hijas. Bernarda detesta ese
pueblo, piensa que las vecinas forman un nido de chusmas maléficas, y
ella está en la misma”.
Dice Vivi Tellas que tenía ganas de trabajar un clásico, no de
convertirlo en otra cosa, “quería adentrarme en la obra. Esta sería
la novedad de la puesta: cómo se da lectura a un material hecho y vuelto
a hacer tantas veces. Ocurre en la época Guillermo Kuitca”, ríe
la directora, “en esa escenografía que es como un cuadro suyo con
muchas camitas, la música tecno es de Diego Vainer, muy contemporánea.
Bernarda Alba está considerada por los estudiosos como una culminación,
la obra más personal, de autor dramático. Siguiendo esta pauta,
trabajé mucho el artificio, para que la pieza resulte bien teatral. Hay
lugares que son en general más chicos, los actores están cerca
del público: acá en la Martín Coronado todo es amplitud,
las chicas se ponen salvajes”.
Encantada con sus actrices elegidas por su calidad, “pero también
porque se trata de mujeres interesantes”, Tellas señala que le pareció
bueno esto de que fueran de diferentes palos, “como diferentes son los
personajes que hacen”. Cada una aportó una energía, una impronta
propias: “La experiencia es increíble, el despliegue emocional muy
fuerte. Trabajamos mucho la idea de cómo las palabras están elegidas
por el autor. No es lo mismo pronunciarlas así que asá. Tienen
un sonido, una música, tratamos de que tengan su lugar, que resuenen
en el espacio. Fui tenaz en esto de buscar que el texto se diga como se lo merece.
Y a las vez que la valoración de lo poético no te haga perder
el sentido dramático, que se encarne en el cuerpo y signifique algo en
el momento de decirlo. Que produzca una acción, una emoción, algo
a lo que apuesto en esta oportunidad”.
Vivi Tellas tiene palabras de elogio para las luces de Jorge Pastorino, luego
se detiene en el vestuario de Oria Puppo: “Es maravilloso, trabajamos mucho
juntas. Yo le pedí –esto lo digo especialmente para Las/12, la parte
que realmente nos interesa–: los vestidos tienen que tener un nombre: el
chemise, la pollera portafolio, el canesú, el corte princesa, la tabla
escondida. Le insistía: ‘Si me traés el boceto y no me podés
decir el nombre del vestido, no va’”.
Después de la charla con VT, y de asistir al ensayo, en días sucesivos
se produjeron los encuentros con seis (en grupos de tres) de las actrices que
hablaron fervorosamente sobre su trabajo en La casa de Bernarda Alba, que se
estrena el 18 próximo. Al final de la segunda entrevista, pasó
raudamente por el bar Andrea Garrote y le dedicó unas palabras a su Amelia,
la hija aniñada.
Empapadas en Lorca
Lucrecia Capello: –Me parece que acá se rescataron una serie de
temas gracias a la mirada de Vivi Tellas. En esta puesta de La casa... cae el
acento sobre el mundo femenino –bombachas, deseos, celos, peleas verbales
y cuerpo a cuerpo– en un ámbito cerrado. Pero también afloran
los otros temas que están en el texto: la represión, la hipocresía,
la desigualdad social. Es bárbara: una gran, gran obra.
María Onetto: –Hay muchas frases sobre lo que representa socialmente
ser mujer en determinadas condiciones. Frases que resuenan muy fuerte como:
“Malditas sean las mujeres”. ¿Qué es ser mujer? ¿Es
bueno o no? Son preguntas que genera la obra y que todavía se hacen.
La respuesta depende del lugar al que te condena la cultura dominante. También
hay una cuestión interesante en La casa... que es difícil de actuar:
la ignorancia de las hijas, en el sentido de que son producto de una educación
muy cerrada, muy limitada. Ellas no son tontas, han sido privadas del conocimiento,
no han desarrollado su potencial.
Mausi Martínez: –No tienen herramientas para resolver nada fuera
de lo que es la vida cotidiana entre esas cuatro paredes. Cuando irrumpe desde
afuera la historia de la mujer que por vergüenza mató a su hijo,
la única que se compadece es Adela, porque teme por ella misma, que ha
transgredido las normas. Lorca es muy extremo, como todo gran poeta: chicas
encerradas que no pueden decodificar la realidad que les llega como un eco a
través de chismes, o de espiar por la ventana. Y crea imágenes
fantásticas, como la de Paca la Roseta que se fue una noche con Maximiliano
en la grupa del caballo, al galope, con los pechos al viento. ¿A quién
otro se le ocurriría que alguien pueda cabalgar por la colina, desnuda,
pasar la noche con varios tipos y volver con una corona de flores en la cabeza?
Para eso está el arte, para crear otra realidad. Lo que dice la abuela
al final parece salido de Buñuel, absolutamente surrealista.
L.C.: –Sí. el último texto de la abuela, del tercer acto,
es un largo poema: “Este niño tendrá el pelo blanco y tendrá
otro niño, y todos con el pelo de nieve, seremos como las olas”.
M.O.: –Lorca tenía algo muy moderno: esa idea de convertir la propia
vida en una obra de arte parece algo más de ahora, más foucaultiano.
Para mí, La casa... es una obra que me sorprende, es muy fuerte desde
el comienzo: todo el monólogo de Martirio, que teme ser abrazada por
los hombres, es de una gran profundidad.
L.C.: –El personaje de Bernarda es como el medio, el instrumento para hacer
cumplir las leyes establecidas, impuestas, que responden a determinada ideología.
Creo que la rigidez es un síntoma del fascismo. Bernarda imparte una
orden siguiendo un mandato anterior: las cosas son así y punto. Cuando
algo se le opone, lo saca del medio. A la madre la tiene recluida en un cuarto,
y cuando vienen las vecinas a rezar por el marido muerto, manda a la criada
a atarla y a taparle la boca. Es una torturadora.
M.O.: –Al mismo tiempo, como sostiene Vivi, la obra demuestra que este
intento de controlarlo todo es irrealizable. Siempre se te escapa algo, las
cosas encuentran su manera de salirse de ese cauce.
L.C.: –Por otro lado, tenemos al personaje de la Poncia, la criada de toda
la vida, de tanto peso y complejidad, que se ve venir la tragedia, que conoce
bien a todas, que de algunas cosas sabe más que la propia Bernarda.
M.O.: –Tiene en su poder mucha información que el autor quiere dar
a conocer. El papel de las criadas es muy revelador: resulta tremenda la escena
del personaje de Mausi con la mendiga y su bebé, cuando la echa. En esta
realidad que estamos viviendo, de los pobres contra los pobres, se renueva su
vigencia.
L.C.: –En la obra, da la impresión de que la única manera
de salir de esa cárcel regida por Bernarda, es a través de la
locura, o de la muerte...Porque la vieja está loca, vive en otra dimensión
donde se siente libre, donde puede expresar sus deseos profundos, tener fantasías.
Amo a la abuela, la amo. Es un canto de liberación, es un grito en la
noche. Creo que Lorca elige la locura porque para ese personaje es el único
escape. Ella es loca, pero no incoherente, dice cosas que todos quisiéramos
oír.
M.M.: –A mí, sin embargo, me hace sospechar muchísimo esa
abuela, que como madre me parece que no se hizo cargo del curso que seguía
la vida de su hija, con ese marido al que la entregó. Y durante ocho
años, recuerda Bernarda, la abuela mantuvo el luto por su marido. Ocho
años. Quizá esa locura no aparece sólo para evadir la represión
de Bernarda; también es una forma de compensar su propia conducta cuando
pudo haber aflojado un poco... No me parece tan inocente ese personaje, es el
modelo que tomó Bernarda. Pero sí se vuelve hermoso a posteriori,
en la locura inventa un espacio de libertad.
L.C.: –Bueno, sale de esa sociedad. Ella trató de cumplir sus leyes,
pero evidentemente lo hizo forzada. En un punto se junta con Adela, la más
joven, que elige la muerte: las dos tratan de rebelarse con los únicos
recursos que tienen a mano. En esta forma de educar y limitar a las mujeres,
está el peso de la Iglesia, que en España era terrible.
M.O.: –A mí me parece que en la puesta de Vivi hay que considerar
su atemporalidad y espacialidad. Esta decisión de pulir todo lo que tuviera
color local, folklorismo, para ir a un teatro más esencial. Creo que
eso le da una universalidad, otra calidad de emoción, aparecen más
nítidamente las ideas que representan esos personajes y cómo las
juegan en la anécdota. También vale subrayar una de las tantas
líneas de esta puesta: actrices actuando el clásico, que trabajan
el repertorio en una sala grande, con un telón que sube y baja, de un
estilo más ortodoxo con relación a de dónde cada una viene
haciendo cosas, aunque no todas, claro. También está un poquito
la presión de estar a la altura de esa sala, haciendo una pieza que todo
el mundo, aun sin haberla visto o leído, tiene en su imaginario. Y no
es la intención sorprender a toda costa sino que se escuche, redescubriéndolo,
ese cuentito que sabemos todos.
M.M.: –Mi criada es un personaje que lleva y trae, de afuera para adentro
y de adentro para afuera, elementos informativos. Diría que es casi operativa,
hace anuncios que modifican la escena, es como un hilván que va avisando
quién llega del exterior, qué pasó en la calle. Incorporada
a la trama familiar, ha asumido a su modo esa ideología, tiene su costado
retorcido. En las improvisaciones trabajamos la idea de quién era yo
antes de entrar a la casa, y en qué me transformé: cuando la mendiga
viene a pedir, le digo: “Andate, las sobras de hoy son para mí”.
Eso es lo que aprendí del poder. “Yo, que fui víctima de
los avances del señor que acaba de morir, que me levantaba las faldas.
Yo, que fui humillada”, maltrato a la mendiga. Después, me dedico
a pasar información que trae cola: primero digo que viene uno a arreglar
la herencia, que no es un dato menor; anuncio al señor de los encajes,
y algo en la escena se tiñe de sensualidad... Más tarde es Pepe
el Romano que llega por lo alto de la calle y todas se exaltan... Voy dando
los movimientos de ese pueblo, donde todos se conocen y se espían.
M.O.: –Mi Angustias, la mayor, tiene 39 años y se habla de ella
como si fuera una solterona, casi decrépita. A mí, que tengo 35,
me impresiona un poco ese concepto. Angustias es blanda ante lo masculino. Ese
mundo le atrae, pero de una manera muy inocente, muy reprimida. Lo que me interesa
del personaje son esos cambios que va a sufrir a lo largo de los tres actos:
al principio pareciera que ella es la que zafa del encierro, pero empieza a
darse cuenta de que no. Observa lo que les pasa a las hermanas con ella, sufre
mucho esas tensiones. También es fuerte la relación que tiene
con la madre, a la que creo que quiere mucho: Angustias es hija del primer marido,
es la que tiene dinero. Está afirmada en esa situación, le han
hecho creer que ese dinero le daba valor extra. Algo de eso es lo que ella actúa.
Pero en el tercer acto empieza a comprender hasta dónde puede que la
estén vendiendo. Que va a ser difícil, que ese hombre no está
por ella misma. Ese tránsito me gusta, Angustias ha sufrido realmente
esto de ser la hija mayor, bancarse la aparición de las otras cuatro,
la responsabilidad de ser la primogénita. Escucha a esa madre, acata
todo lo que le indica. Me pareció bueno rescatar cierta ilusión
que tiene, los ánimos que se da, que, claro, refuerzan el contraste cuando
la bajan a tierra de un hondazo. Es mi primera experiencia en el San Martín,
lo que para mí tiene su peso. Y es toda una situación estar doce
mujeres juntas encerradas durante seis horas diarias haciendo nuestro proceso
de ensayos. Nos llevamos bien de verdad, me siento muy enriquecida por los aportes
de todas. Es notable cómo estamos todo el tiempo hablando de “la
obra”, muy apasionadas.
M.M.: –Fue muy inteligente decidir que hiciéramos el entrenamiento
con Diego Starosta, físico y de voz, una hora y media de martes a domingo.
Surgieron cosas alucinantes. El padeció el fragor del principio, éramos
como bestias indomables, cada una en su estilo. Después todo se fue acomodando:
Diego se flexibilizó, nosotras nos ordenamos un poco, sin dejar de participar
activamente. Por ejemplo Nya, una grande, al comienzo se quedaba sentada, pero
no pudo mantenerse quieta y empezó a proponer, a cantar. Ella es un gran
talento y una profesional impresionante: no hace ningún esfuerzo al hablar
y la escuchás en el fondo de la sala. Un animal de teatro para sacarse
el sombrero, pone los bocadillos con una precisión que te morís.
Cuando actúa, todas queremos ver lo que hace Nya. Divina. Muchas de nosotras
tuvimos que recorrer todo un camino hasta incorporar ese espacio inmenso, esa
distancia con la platea, el cuerpo que hay que poner en el escenario, la voz.
Ella entró; dijo “hola” y estaba en su territorio. Elena Tasisto
es otra grande. Sabe el texto a la perfección, pendiente todo el tiempo,
te mira entre bambalinas, te sigue. Siempre tiene una devolución para
hacerte.
M.O.: –Es un trabajo muy intenso el que vamos haciendo: con el entrenamiento,
con el texto. Siempre estuvo la intención de que se escuchara en su verosímil
y en su poética. Es algo del orden de los sonidos, pero dentro de lo
austero, tratando de dar la nota justa. Por otra parte, se ha dado esto en el
grupo: que todas suman. Hay algo conmovedor en todas nosotras: yo no me puedo
imaginar la vida sin la actuación, no resistiría. Y creo que eso
les pasa a todas, mujeres de distintas edades, algunas con una trayectoria tan
importante como Elena o Mirta, que siguen en esa actitud de aprendizaje, de
estar abiertas, vulnerables.
Placeres
en grupo
Elena Tasisto: –Que
doce actrices, llegadas de lugares diferentes, todas inteligentes y con sentido
del humor, confluyéramos en este teatro, con esta obra, es una maravilla.
La convivencia ha sido tan agradable, tan divertida...
Mirta Busnelli: –Te quiero decir que casi todo el mundo antes de preguntarte
por Lorca, la puesta o la actuación, quiere saber cómo nos llevamos.
No pueden creer que un grupo de mujeres trabaje en armonía. ¡Qué
prejuicio más tonto! Dar por sentado que más de dos mujeres juntas
producen conflicto. Por supuesto que las mujeres podemos llegar a rivalizar,
a hacer una zancadilla, pero como cualquier humano.
Carolina Fal: –(tono de chanza) De hecho vos me la hiciste.
M.B.: –(le sigue el juego) Efectivamente, yo se la hago a ella. Mirá,
una de las cosas que me atrajo de esta propuesta fue que la agrupación
femenina era diversa, que me gustaban las chicas que había visto trabajar,
algunas incluso conmigo.
E.T.: –A mí, el encuentro con personas desconocidas me resulta siempre
muy atractivo. Yo había estado en la versión televisiva y en la
puesta de Alejandra Boero, en 1977 y en 1978, y luego en la Gira Hispanoamericana
de 1980, haciendo distintos personajes. Pero para mí una obra siempre
es nueva, puedo tener resonancias en todo caso. Aquí aparece más
claramente que en otras versiones la fragilidad de Bernarda, que sin duda está
en el texto de Lorca. Por alguna razón se defiende tanto de las verdades
que le puede transmitir Poncia. Hace callar a las hijas y a las criadas porque
es la única manera de mantenerse entera, de pie. Bernarda corresponde
a los prejuicios del lugar en que vive, se está defendiendo permanentemente.
No se atreve al cambio, le da mucho miedo romper con algo que la protege. Prefiere
castigar, encerrar, a la posibilidad de correrse un poquito de lugar. Alguien
me decía hace poco: es anacrónica. Ojalá, pero con sólo
mirar a tu alrededor o leer las noticias, te encontrás con gente que
reprime para mantener poder. Hay que ver las cosas que aterran a Bernarda: caer
en la boca de alguien, de esos vecinos que detesta; perder autoridad.
M.B.: –Me parece que Lorca se sitúa en un lugar muy extremo donde
la ignorancia lleva a Bernarda a creer que por el bien de sus hijas tiene que
ser una carcelera. Está atrofiada, ha perdido la posibilidad de contacto
con ella misma. La represión en un grado extremo siempre conduce al horror.
Poncia responde a Bernarda, pero no totalmente. Para mí, sigue siendo
enigmático el personaje. En un punto, es alguien que no tiene vida propia,
aunque la tuvo. Pero cuando sucede la obra, ¿qué quiere ella?
¿Qué le pasa? Labura en la casa de Bernarda, sigue las acotadas
vidas ajenas, trata de controlar a las hijas, de que se cumpla la voz de su
ama. Quiere estar tranquila. Creo que en el tercer acto decide irse, es la propuesta
de Vivi y me parece acertado. A mí me daba bastante miedo no conseguir
hacer verosímil este personaje tan ambivalente, tan terrenal y que a
la vez se expresa poéticamente. En ella están el rencor hacia
Bernarda y a la vez la dependencia. Intenta ponerse a la par en algún
momento y sólo logra que la otra la reubique en su lugar de manera hiriente.
Me trata muy mal a veces, me humilla en una situación en que estoy tratando
de ayudarla, a mi manera. Pero Bernarda no puede soportar que los hechos la
contradigan, su negación es infinita.
E.T.: –Sin embargo, sabe que necesita a la Poncia, que es su vínculo
con el afuera. Pero su única manera de mantenerse en pie es no ver, no
reconocer, no aceptar lo que no conviene a sus fines. Tiene una absurda soberbia
de clase en ese pueblo chico donde puede presumir, pero no se quiere mudar a
otro lugar donde sería mucho menos. Denigra para poder sentirse superior.
M.B.: –Como dice Poncia: “Ella, la más aseada; ella, la más
decente; ella, la más alta”.
C.F.: Creo que mi Martirio es un personaje de gran complejidad. En principio,
está llena de envidia. No sólo está enamorada del mismo
hombre que Adela, además sabe que su hermana es más linda, más
fresca, y que ella nunca jamás va a acceder a Pepe el Romano. Lo terrible
es que compite convencida de que nunca va a ganar. Está amargada desde
hace mucho, creo que ha sufrido desde chica: con esa joroba, los chicos le habrán
hecho constantes burlas. Martirio tiene ese dolor permanente y también
se ha ido endureciendo. Está atravesada por el resentimiento, enojada
con lo que le tocó. Siento que todo el tiempo tiene una mirada acechante,
a ver dónde puede crear un poco de discordia, hacer pagar a los demás
por su propia desdicha. Creo que en su caso, esa convivencia forzada, ese encierro
que la madre anuncia que durará ocho años por el luto, la favorece.
Por que ella ya está clausurada en su cuerpo, no se deja salir. Así
como dice: “Estoy deseando que llegue noviembre, los días de lluvia,
la escarcha”, el duelo familiar le viene bien porque le tiene pánico
al mundo. Cuando la hija de la Librada, que mató a su hijo sin padre
por vergüenza, es descubierta y arrastrada por la gente, Martirio es la
primera en apoyar a la madre, que dice que hay que matarla. Y esto desde una
falsa moral, no es que ella tenga convicción de que las mujeres deban
comportarse de cierta forma: es el veneno que destila porque nunca estuvo ni
estará con un hombre...
M.B.: –A mí me fascina cómo están perfiladas, diferenciadas,
Angustias, Martirio, Magdalena, Amelia, Adela. A veces me alejo un poco y miro
ese grupo de hermanas bien distintas, retratadas con tanta sutileza, con trazo
tan certero.
C.F.: –Y en este elenco, las voces también tienen gran diversidad:
no hay timbre que se parezca a otro. Por otra parte, esta obra tiene un nivel
emocional tan alto que yo cuando se me acerca una escena y sé hasta dónde
tengo que subir, hay veces que se me oprime el corazón. “Que el
pecho se me rompa como una granada de amargura”: esta frase es un manjar.
Lorca tiene palabras jugosas. Pago por decirlas.
M.B.: –Pero había que encontrar un tono, una forma para decir una
obra que en esta puesta no es ubicada en una época precisa. Es un texto
español, pero no nos hacemos las españolas en el acento, aunque
tampoco hablamos como lo hacemos en esta entrevista, porque, entre otras cosas,
está el tratarnos de tú.
E.T.: –En esta puesta no hay una escena de lucimiento de Fulana o Mengana.
Cada una asumió su rol en relación con los otros personajes, sin
sombra de divismo. Cada una se manejó con sus propios recursos, pero
integrándose al grupo.
M.B.: –Somos como un organismo vivo, con piernas, brazos, corazón.
En mi caso, debo decir que yo había imaginado que Poncia tenía
un peso, una rotundez física, pero no quería que resultara una
impostura. Y al principio, a Vivi no le gustaba la idea de la prótesis,
no quería agregar nada. Dudé un poco y le di la razón.
Sin embargo, me quedé con las ganas de probar, y un día me puse
algo y todas dijeron: “Está bien, está bien”. Este añadido
podía quedarse en eso, o incorporarse naturalmente al aspecto del personaje,
que creo que es lo que ha sucedido. Quizás podría no estar, pero
a mí me ayuda a imaginar. Siempre pensé que Poncia tenía
ese aspecto físico redondeado, que había echado carnes que daban
un ritmo a sus desplazamientos.
Andrea Garrote: –Amelia es el personaje más aniñado, es muy
interesante hacer el papel de alguien que está siempre observando, que
elige no meterse. La imagen que trabajé mucho, que me venía todo
el tiempo, era la de la película iraní La manzana. Esa imagen
me sostuvo para hacer Amelia, por la inocencia, la mirada fresca, todavía
con ilusiones. Aparece la madre, Bernarda, y Amelia no le tiene miedo. Sí
lo tiene cuando siente que peligra al orden. De esa película también
me daba vueltas la idea del encierro, de esas chicas protagonistas que realmente
lo vivieron. Es como si Amelia no tuviese una mirada externa sobre su situación,
el encierro no le resulta ajeno. Entonces, no hay resentimiento en ella. Está
muy adaptada: cuando entra Bernarda a castigarlas, a retarlas, enojada, Amelia
está mucho mejor que cuando no entra.
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