Resistente a Picasso
Françoise
Gilot es la única de las múltiples mujeres de Pablo Picasso
que lo abandonó, llevándose a sus dos hijos, Paloma y Claude, con
ella. Hoy tiene ochenta años y sigue pintando en Manhattan.
Por Manoel Palacios
Françoise Gilot, la única compañera sentimental de Pablo Picasso que permanece con vida, ha accedido a hablar ante la cámara. Llegamos a su estudio en Manhattan, al lado del Central Park. Nos recibe una Françoise amable, discreta. En la habitación, muy austera, resaltan los trazos del último cuadro que acaba de pintar. Nos observa con atención mientras preparamos cámaras y focos, con una curiosidad serena. Picasso la pintaba siempre de pie. Para él, Françoise era una planta creciendo, una mujer-flor. Nos prepara un café y empezamos a hablar. Para ella, la pintura ha sido siempre su horizonte más cercano, su obsesión. Desde muy joven decidió dedicar su vida al arte, a pesar de la oposición de su autoritario padre, a pesar de ser mujer en aquella época, a pesar de Picasso. Sus pinturas y dibujos han nutrido salas de exposiciones, colecciones privadas y permanentes de numerosos museos de Europa y Estados Unidos durante más de 60 años. Ahora, cumplidos los 80, sigue trabajando, preparando su próxima exposición.
Picasso y Françoise Gilot se conocieron en un café de París en 1943, en plena guerra mundial. Un instante que daría paso a diez años de intensa y compleja relación que ella reflejó después en su libro Mi vida con Picasso. El ya era un artista mundialmente reconocido y ella, apenas una joven que quería ser pintora. Los separaban 40 años de edad. De su relación nacieron dos hijos: Paloma y Claude. Picasso influyó poderosamente en ella, en su manera de enfrentarse al arte y a la vida. Sin embargo, llegó el día en que Gilot necesitó vivir su propia libertad. Cuando cumplió 31 años, lo abandonó.
–¿Cuál cree que es la influencia de Picasso en su obra como pintora?
–Picasso es el gran genio del siglo XX, y su obra ha sido muy importante para mí, pero no porque hayamos compartido parte de nuestras vidas, habría sido importante en cualquier caso. Creo que las mejores obras de Picasso corresponden a lo que podríamos denominar expresionismo trágico, y mi obra se enmarca más bien en la serenidad. La gente siempre piensa que cuando alguien te influye es como si te contagiara la gripe. Pero yo creo que la relación entre la obra de Picasso y la mía es de índole espiritual y, en muchos sentidos, filosófica.
–Su obra ha experimentado una evolución a lo largo de los años. ¿Cree usted que está más liberada de Picasso con el paso del tiempo?
–Mire, yo he sido pintora toda la vida, desde niña, al igual que Picasso, que empezó a una edad muy temprana. Como decía, no cabe duda de que aprendí muchas cosas de él, sobre todo de su forma de trabajar, la intensidad de su dedicación. El solía contar una anécdota que me parece muy graciosa. Decía que Cézanne, cuando pintaba en los alrededores de Aix, solía salir con un par de amigos en un carruaje de caballos a pintar el Castillo Negro y cosas así. Una mañana a primera hora llamó a la puerta de su amigo, y al abrir le dijeron: “El señor fulanito no está, ha salido a cazar patos”. Y Cézanne respondió: “Ah, pero si yo creía que era pintor”. Así que yo aprendí de Pablo que, cuando se es artista, es una vida de entera dedicación, no algo que se hace de vez en cuando, ni siquiera todos los días. Simplemente no se hace ninguna otra cosa.
–¿Muchas veces sentía estar a la sombra de Picasso?
–En primer lugar, entre Picasso y yo había una diferencia de edad de 40 años. Cuando lo conocí, él tenía 61 años y yo 21. Por aquel entonces, él ya tenía el grueso de su carrera a sus espaldas, y la mía apenas empezaba a despuntar. Así que la situación me parecía bastante lógica, no me molestaba. En aquellos momentos, yo me tenía que concentrar sobre todo en mi obra, no en exposiciones ni nada por el estilo.
–¿Cómo era su vida cotidiana?
–A primera hora de la mañana, yo iba a su estudio a encender el fuego, por ejemplo. Picasso tenía una visión de la vida como algo mágico, cada acción era mágica: si yo encendía el fuego, luego él me ayudaría en mi creación. Era algo muy simbólico y a la vez real. Pablo se levantaba muy tarde, yo me levantaba muy temprano, y en ese sentido yo estaba de servicio las 24 horas.
–¿Cómo se siente usted reflejada dentro de la obra de Picasso? Porque él la pintó en muchos cuadros...
–Por extraño que parezca, sabrá usted que Picasso pintaba sobre todo a las personas que formaban parte de su vida en ese momento. Cuando estaba con Olga, la pintó muchas veces, incluso en forma bastante irónica. También a su hijo Paul. Así que, por supuesto, en la época en que estuvo conmigo, me hizo muchos retratos. Aunque no sé si se los podría llamar retratos exactamente, porque nunca posé para ellos. De hecho, nadie nunca posó para él. El pintaba de memoria, se acordaba muy bien. De los rostros familiares que lo rodeaban extraía las partes que más le interesaban. Por eso, en aquella época, yo no quería que les pusiera Françoise o algo así, porque no eran realmente retratos, eran cuadros. Por ejemplo, hay un cuadro muy conocido de Picasso, de 1950, que se llama Paisaje invernal. Matisse hizo después muchos de ese tipo. Era amigo de Pablo y pasó un par de años con nosotros. Por raro que parezca, ese cuadro también atrajo a Matisse. A la derecha hay una palmera, a la izquierda hay un árbol grande y seco, como en invierno, y en el medio hay un árbol pequeño. Nosotros, en broma, decíamos que la palmera era Matisse, el árbol grande era Picasso y el arbolito era yo.
–¿Necesitaba destruir o, para crear, descomponer el amor...?
–El amor. ¡Por supuesto! El amor y el odio también. Porque el amor solamente no bastaba, ése era el problema con él. Incluso la amistad. Yo le decía a menudo: “Si aprecias a esa persona, ¿por qué eres tan desagradable con ella?”. Se lo preguntaba porque conmigo hacía lo mismo, pero yo prefería preguntarle por otras personas. Y me decía: “Soy muy agradable con las personas que no me gustan porque, como no me gustan, no me interesan. Pero con la gente que aprecio sí soy desagradable porque quiero saber qué hay en el fondo de esas personas, descubrirlas, diseccionarlas”.
–A lo largo de toda su vida, el sexo siempre está presente en la obra de
Picasso.
–Creo que, cuando Picasso inició su período cubista con Las señoritas de Aviñón, ya se podía ver ahí su interés por las máscaras africanas. Lo que él quería volver a introducir en la pintura era la magia. Y dentro de la magia está el aspecto sexual, el aspecto del terror... Había esteticismo de sobra a finales del siglo XIX, un esteticismo que había comenzado con el Renacimiento. El quería apartarse de aquello. Hay que tener en cuenta que también era contemporáneo de Freud. No obstante, dependiendo de sus distintos períodos, reflejaba la sexualidad más o menos abiertamente. Es gracioso, porque durante la época de Olga (ella era una bailarina rusa muy bajita, muy delgada, diminuta), él pintaba aquellas mujeres gigantescas, aunque no fue un período abiertamente sexual. Luego, en la época de Marie-Thérèse, sus relaciones con ella eran muy sexuales y, por tanto, fue un período en el que su obra se cargó de erotismo. Pero fue sobre todo en su última época, con Jacqueline, cuando sus cuadros y sus aguafuertes adquirieron un carácter abiertamente sexual, y en ocasiones hasta pornográfico. Era una etapa de su vida en la que, como a lo mejor ya no podía hacerlo, se trataba de una especie de nostalgia.
–¿Cómo le afectaba la fama de Picasso?
–Picasso era famoso desde principios de los años ‘20. Eso me lo contó él, porque por esa época yo acababa de nacer. Cuando yo vivía con él, había más de 20 personas que se ocupaban de sus negocios. En su relación con el dinero, lo más importante para él era cerciorarse de que sus cuadros eran los más caros entre los de sus contemporáneos, es decir, el poder: ser el pintor más importante. Creo que lo que más le interesaba era el poder, en el sentido nietzscheano del término: la voluntad de poder, el deseo de ser el más poderoso. Así podía dominar a otras personas, cosa que a él le gustaba mucho.
–Cuando usted estaba con Picasso, había muchas mujeres a su alrededor.
Olga Koklova, Marie-Thérèse Walter, Dora Maar...
–Pese a que yo era muy joven, también era muy lúcida, y ya lo digo en mi libro: era como en el cuento de Barba Azul, ¡muchas mujeres escondidas en los armarios! Pablo me dijo una vez: “No te fíes nunca de mí”. Y yo le contesté: “Desde luego que no. Ya he visto todo lo que les ha pasado a las otras”. Había bastantes mujeres a su alrededor, aunque a cierta distancia. Pero eso fue lo que probablemente me impidió entregarme plenamente a Pablo. El solía decir que yo era como Juana de Arco, siempre con la coraza puesta, porque nunca sabía cuándo Pablo podía hacerme algo terrible. Se lo podía amar, pero había que amarlo con cierta distancia y había que estar preparada para salir de su vida en cualquier momento.
–Y usted terminó dejándolo.
–Con él pude compartir una parte de mí misma. También considero que, durante los 10 años que pasé con Pablo, llegué a conocerlo muy bien, porque le observaba mucho. Pero no creo que él llegara a conocerme muy bien a mí. Ahora soy muy charlatana, pero en aquella época hablaba poco. Me fijaba mucho en lo que veía, pero no necesariamente hablaba de lo que veía. Además, yo tenía adentro a un padre muy autoritario, era muy joven, y no me molestaba tener que estar constantemente diciendo sí, sí, sí a todo, incluso cuando lo que hubiera querido decir era no, no, no. Pero cuando cumplí los 30 y ya tenía a mis hijos, me di cuenta de que las cosas tenían que cambiar, tenían que organizarse de otra forma. Necesitaba más independencia y ya no podía limitarme a ser una niña buena. Eso él no lo entendía. Le dije: “Si no cambia el fondo de nuestra relación, me voy a tener que ir”. Entonces él me contestó: “Ah, pero nadie deja a un hombre como yo”. Y yo le dije: “A partir de este momento, te doy un año”. A fines del ‘53 me fui.