NOTA DE TAPA
A fuerza de autogestión y trabajando en redes, la comunidad travesti comienza a reconocerse como tal ante sí misma, el primer paso para presentarse así ante las y los demás. Como muestra, con ayuda de las Madres de Plaza de Mayo acaban de editar un libro en el que se sirven de encuestas para trazar un panorama de las experiencias que las unen, pero también para convertir esos resultados en herramienta. Aquí, algunos de esos datos y tres historias.
› Por Soledad Vallejos
Fueron más de 300 las que respondieron el cuestionario que llevaban algunas de sus compañeras. Coordinadas por una red de organizaciones de defensa de los derechos de las travestis, transexuales y transgéneros, por primera vez travestis de la ciudad de Buenos Aires, parte del Gran Buenos Aires y Mar del Plata preguntaban y contestaban sobre datos que permitieran trazar itinerarios, experiencias, historias en común: edades, lugares de origen, estudios, condiciones de vida, trabajo, salud, intervenciones sobre el cuerpo, situaciones de violencia. El resultado es La gesta del nombre propio. Informe sobre la situación de la comunidad travesti en la Argentina (ed. Madres de Plaza de Mayo), un volumen que, partiendo de la excusa de los datos, termina por generar una narración plural, en su sentido más amplio. Allí están los resultados numéricos de las encuestas, pero también los testimonios de experiencias privadas, las reflexiones de activistas como Mauro Cabral y Lohana Berkins, y de quienes entienden el trabajo académico también como activismo, como la antropóloga Josefina Fernández (integrante, además, del Grupo Feminista Ají de Pollo), la socióloga María Alicia Gutiérrez y la politóloga Renata Hiller (que investiga sobre sexualidades en el Instituto Gino Germani), entre otras y otros.
Junto con lugares estratégicos de la sociedad civil y funcionari@s del Estado, como ongs y legislador@s, son las mismas travestis que participaron de la encuesta quienes conforman el público fundamental. “Es para que ellas empiecen a tener en sus manos una herramienta con la cual definir su propia historia”, explica Lohana Berkins, una de las coordinadoras del libro y el relevamiento. La distribución se hizo y se sigue haciendo en hoteles, en la calle, en los mismos puntos de reunión desde los que –respuestas mediante– se llegó a poner números, precisión, a un panorama que suele ser hablado por otras y otros antes que por ellas mismas. Esta vez, en cambio, fueron las travestis quienes respondieron para establecer el perfil de la comunidad: casi la mitad de ellas tiene entre 22 y 31 años (el 46%), le siguen en cantidad las de entre 32 y 41 (el 25%) y sólo el 1% tiene 62 o más años; la mitad de ellas viene del interior, el 13% es porteña y el 30% calla su lugar de origen; son mayoría las que tienen secundaria completa (el 32%), casi tantas como las que han abandonado la primaria o el secundario (el 24 y el 19%, respectivamente), aunque una abrumadora mayoría (el 70%) desea seguir estudiando y no lo hace, entre otras causas, por miedo a la discriminación (el 40%) y la falta de dinero (31%). Viven solas casi tantas como las que viven con amigos/as (el 34 y el 30%), menos lo hacen con su pareja (el 22%) y menos todavía con sus familiares (el 14%). Un 79% vive de la prostitución, y muchas de ellas, su mayoría, comenzaron a hacerlo cuando “asumieron su identidad de género” (el 61% de las travestis de entre 14 y 18 años, el 50 de las mayores de 18, el 72 hasta los 13). Más de la mitad de ellas controla regularmente su estado de salud (el 59%), pero poco menos (el 40%) no lo hace, por una serie de motivos que incluyen, en orden de importancia, la discriminación y el miedo. Una amplia, muy amplia mayoría, modificó su cuerpo (el 88%), fundamentalmente con inyecciones de siliconas y tratamientos hormonales (la mayoría se ha realizado dos modificaciones) hechas en sus domicilios particulares (el 97,7% en el caso de las siliconas y el 92,9 en el caso de las hormonas). El 91% de ellas declara haber sufrido violencia: el 86% por parte de policías (burlas e insultos, agresiones físicas, discriminación y abuso sexual), por igual en la comisaría y en la calle (69%), pero también en las escuelas y los hospitales (el 39,9 y el 28,3%).
Las palabras que se nombran y que nombran, son claves. Así lo entendieron Lohana Berkins y Josefina Fernández puestas a coordinadoras del trabajo que, hace unas semanas, salió a la calle en forma de libro. La gesta del nombre propio es un paso al frente pero no en un sentido literal, sino en varios, y un gesto de peso pero no solamente simbólico, sino capaz de inscribir presencias, voces y cuerpos en un debate que, además de alimentar, busca instalar más allá de la crónica amarillista. La articulación, en el título mismo, remite a esa voluntad: si invocar una “gesta” inscribe lo que se cuenta en la categoría de relatos de lucha (en este caso de un conflicto que versa, principal, visiblemente, en torno del cuerpo y no excluye la violencia ajena sobre él), mentar un “nombre propio” enlaza, en cierta homenajeante manera, con la reivindicación de Virginia Woolf, pero convirtiendo el espacio privado (el cuarto propio que reclamaba la inglesa) en presencia en el espacio público. Fue, es, será ahí, en el terreno de lo altamente visible donde se pelea el reconocimiento de una identidad en fuga para los patrones del Registro Civil y que está, sin embargo, en tren de afianzarse con la cohesión de una comunidad. Por eso, en estas páginas son algunas de ellas mismas quienes (se) hablan, (se) narran, (se) relatan.
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