Vie 16.06.2006
las12

MANDATOS

Cerrá la boca

Ejercicios como forma de castigo por haber comido algo rico, hojas verdes a la hora de la cena so pena de perder el encanto seductor, candados en la heladera, frutillas puestas en la boca del amante sólo para no tragarlas (con sus calorías); comer, evidentemente, queda mal. Justo ahora que las mujeres podemos gritar, hablar, opinar, besar y reír hay que cerrar la boca de nuevo, bien cerrada. No vaya a ser que se cuele un merengue porque si no tendrá cien abdominales más en penitencia.

› Por Luciana Peker

Alicia miraba la vidriera de las confiterías deseando el merengue italiano y las frutillas con pastelera. Pero seguía de largo o –peor aún– salía a correr para olvidar la sequía de delicias en medio de los titubeos de la adolescencia. Carla ya no es adolescente pero, por sus hijas de seis años, intenta relajarse si quiere una tarde con medialunas, aunque ellas ya saben –y miden– qué engorda y qué no engorda. Laura es flaca, muy flaca, pero siente que es gorda porque fue gorda y que toda su vida va a ser gorda. No puede olvidar los atracones y las revueltas, aun entre los parciales de la Facultad de Filosofía y Letras. Ahora la mayor diversión de Patricia es ir a cenar con su marido, pero, en su primer encuentro, pidió una ensalada porque le parecía que –aun en una mujer liberada como ella– comer (y comer es comer pasta y no pasto) era mala señal para una primera cita.

Hasta el siglo XX la palabra placer estaba desterrada del diccionario femenino. El cuerpo no era propio y el sexo era un deseo ajeno. La revolución de la píldora les dio a las mujeres libertad sobre su cuerpo. Ya no era la única posibilidad embarazarse después de tener sexo. ¿Se necesitará ahora una pastilla que permita comer sin engordar para que las mujeres vuelvan a poder concretar sus deseos? ¿O los cuerpos tendrán que ser los que quieren ser y no los que deben ser, según la angostita mirada moderna?

Junto con el mandato de la delgadez, el cuerpo perdió un permiso y un placer: el de comer. Hoy comer está mal visto. Por eso, muchas mujeres comen escondidas, no comen, comen poco o comen –siempre– light. Por eso, Florencia Peña –famosa por hablar y no por callarse– se tapa la boca con una cinta que también acuartela la puerta de su heladera, Araceli elige una bebida 0%, la chica de la propaganda de mayonesa deshoja la margarita para saber si le pone a un plato una cucharadita de Hellmans (que gracias a diosdiet ya viene con menor tenor graso) y la amiga de la propaganda de “Ser” reta a la otra porque se come un sándwich. “¿No te estabas cuidando vos?”, la increpa.

Epa. “¿No te estabas (o no deberías) cuidarte vos?” es una frase que, dicha, silenciada, gritada, burlada u obviada es palpitada por muchas mujeres cada vez que miran una carta, compran en el supermercado, cocinan, piden o –simplemente– llevan un bocado a la boca. Por eso –incluso más allá de la delgadez o el sobrepeso– la presión sobre la alimentación femenina es el gran tabú de la época sobre el cuerpo (y los deseos) de las mujeres.

Tanto que Naomi Wolf dice que la comida es hoy lo que el sexo era para mediados del siglo pasado. Pedir y tener sexo ya no es un pecado, sino un mandato (al menos para las clases medias y altas que pueden hacer del sexo un entertainment sin riesgos). Sin embargo, aun entre las adolescentes humildes –por lo menos de Capital y el conurbano– el modelo es cada vez más parecido al mismo modelo de modelos que tienen que comer poco (pero poco y caro como todos los productos light) para no llorar –como la vedette Belén Francese– porque les dicen “gorda”.

Y en esta represión –los 15 segundos que muchas se toman antes de decidir si comer o no comer– hay un ahogo a las ganas, un apaciguamiento de los impulsos, un represión al llamado del hambre y una negación del derecho a degustar (y no sólo al deber de gustar). Las causas a veces son justas -el 60% de los argentinos tiene sobrepeso según el Ministerio de Salud de la Nación– y a veces sobre-expuestas –cuerpos aceptadamente bellos– pero, aun con razones o sin ellas, el control está. Si de chicos la penitencia era irse a la cama sin postre, hoy la penitencia es propia. ¿O querés que te griten “largá los postres”?

Prohibido comer

Las mujeres ganamos el derecho a hablar, votar, decidir, pensar, trabajar y gozar. Sin embargo, la mayoría, al menos, seguimos pendientes de la mirada ajena. Y aun las que pueden pensar y cuestionar los mandatos que les caen por la cabeza no pueden evadirse de sentirse acorraladas por el espejo social que pide mujeres flacas. Con la boca cerrada, al menos –y no casualmente– para comer.

“Comer siempre fue un problema para mí. Cuando no lo fue –hasta los 12 o 13–, me lo hicieron sentir los demás. En la secundaria, íbamos a las farmacias a pesarnos cuando salíamos del colegio, tomaba laxantes y tés diuréticos, pasaba días sin comer, después me comía todo y así. Desde chiquita tuve empachos e indigestiones varias. Recién a los 20 y tantos aprendí a comer “sano” y a no hacer dietas, es decir, comer bien todos los días. A veces me salgo porque me tiento o tengo ganas o creo que me lo merezco. Pero tengo una raíz bulímica que no se va. Es mucho más fácil para mí decir ‘no’ que probar un poquito porque esa ingesta me desata, me despierta el indio y no puedo parar, a mí no me sirve eso de la copita, el bocadito, el cachito, me bajo la caja de bombones sin parar y después paso seis meses sin probar nada, funciono por saturación-asco-asepsia. Pero reconozco que a fuerza de ensayo y error sobre mi propio cuerpo aprendí a comer bastante bien, a reconocer cuando el cuerpo me dice ‘basta, cortala’ y a hacerle caso cuando pide. Soy gorda y siempre lo seré, pienso como gorda, actúo como gorda y tengo todos los complejos y las inseguridades de una gorda. Nunca se deja de ser gorda”, asiente Laura, licenciada en Historia, de 36 años.

Su historia –desde el Lanús en que nació hasta Filosofía y Letras donde se graduó– habla de la historia de muchas mujeres, donde la represión a no comer desemboca en un atracón y en más represión. Y en un cuento donde la comida se vuelve enemiga.

Alicia tiene 44 años, un título universitario, un master y va por más. Ahora abre la heladera en busca de los Danonino que se come para ella. Pero, en algún momento, entre los 16 y los 17, años fue casi anoréxica. “Pasé de 49 a 56 kilos, y no me hallaba. Elegía muuuy cuidadosamente lo que debía comer (mi mamá me dice que me lo pasaba a huevo duro y manzana). Y me paraba en todas las vidrieras de confiterías y bombonerías a deleitarme con la vista de esas exquisiteces –recuerda–. De vez en cuando me atracaba un poco y me daba culpa, y hacía más dieta a partir del lunes siguiente. Después que nació mi hija empecé a correr, y mi cabeza y mi tiempo estaban tan ocupados que nunca más tuve necesidad de hacer esas cosas. Hoy, como manteca cuando tengo ganas. Y también cosas ‘sanas’ si me gustan. Todo esto suena muy ideal, pero soy consciente de que se sostiene a fuerza de brazadas y corridas. No sé si podría comer chocolate cuando me piace si dejara de nadar.”

El ejercicio es presentado –hoy– como la contracara de comer, en un doble juego. Por un lado, la actividad física puede dar placer y salud y, además, liberar las restricciones alimentarias. Sin embargo, para muchas mujeres los abdominales y las bicicletas son el castigo por la pizza del domingo. “Parece increíble pero es cierto: las mujeres vienen al gimnasio en forma ‘multitudinaria’ los días lunes y nos piden a los profesores que demos una clase más fuerte ‘para quemar en la hoguera los pecados del fin de semana’. Ahora bien, si el profesor les pregunta ¿qué comieron?, la mayoría responde ‘algunas cositas’ pero no cuentan la verdad. Notamos que sienten mucha culpa y ven al profesor como El Adulto que viene a retarlos por haberse dado un gustito”, enmarca la profesora Roxana Blanco, especialista en Estrategia y Marketing Deportivo del gimnasio Body, de Belgrano.

Si en el siglo XIX el confesionario era el lugar donde expiar pecados, hoy el gimnasio es el altar para exudar permisos. “La culpa se transforma en un punto en contra porque terminan no disfrutando lo que comen. También están las que, directamente, van a una clase sin desayunar ni almorzar y luego sufren mareos o desmayos, pero no reconocen que están en ayunas. El gran porcentaje de mujeres que realizan actividad física están obsesionadas con la siguiente ecuación: Comida=Calorías —> ¿Cuánto ejercicio tengo que hacer para gastar todo lo que consumí? Esta obsesión es la que las desvía del verdadero sentido que tiene practicar un deporte”, señala Blanco.

Los prejuicios puestos en lo que las mujeres se llevan a la boca hacen que también se sienta, directamente, pudor de comer (frente a los otros). Hay que pedir, asumir el gusto, pinchar con ganas, abrir la boca y masticar. Hay que abrir el cuerpo, moverlo, invitar al goce y dejar que el goce llegue. Hay que dejarse inundar y animarse. Por eso, mostrar que una come (más allá de ser o querer ser flaca o gorda), a veces da vergüenza. Eso le pasó a Patricia, una diseñadora gráfica de 32 años, cuando su actual marido la invito a cenar –a sus 22– por primera vez. “Fuimos a un restaurante divino, de pastas, con unos platos riquísimos. Y a mí en esa época me daba vergüenza comer en una cita, ahora no puedo creerlo, pero era así –asume–. Me pedí una ensalada... Hoy salir a comer es la mejor salida. Soy la que más come de los dos, y también a veces la que más come del grupo de amigos. Recuerdo eso y no puedo creerlo... y yo era flaca, ¡eh! Creo que sí, que hay algo de represión en el tema.”

El amor y la comida –no es novedad– están relacionados: los dos se arremolinan, justito ahí, en el estómago. “Amo comer. Y lo único que me quita el hambre es enamorarme: las tres veces en mi vida que me enganché con alguien no sentí ganas de comer. ¡Pero todo dura poco! El resto del tiempo, en general, como por ganas (soy de las que sienten hambre realmente) y también como por puro placer, es decir, sin hambre. Sé que está mal, pero lo hago. No me preocupa mucho que me miren, pero mil millones de veces sentí la mirada de los demás (no solo miradas sino gestos, comentarios, etc.). Y si dejo de comer algo es porque sé que ya comí demasiado y nunca porque me hicieron sentir ‘gorda’. La culpa me perjudica realmente poco, porque siento que con la comida ejerzo mi derecho al reviente”, se la banca Carla, una abogada de 34 años.

Pero nadie está exento de la presión sobre la comida. Aun Carla, que no les muestra a sus hijas mellizas de cinco años ninguna atadura, ve cómo ellas ya sienten limitado su vínculo con la comida. “Sin ningún éxito, procuro que las nenas sean libres. Por eso les insisto en que comer bien es comer variado y que ser sana no es ser flaca sino no estar enferma, hacer actividad física y estar contenta. Les digo que no hay por que demonizar los dulces y demás frases políticamente correctas, pero esincreíble la presión que meten los pibes a sus pares. De hecho, Julieta ya dice: ‘Tal cosa no la quise comer para no engordar’. ¡Y en casa no lo aprendió, precisamente!”

Aprender a leer, a escribir, a multiplicar y a restar calorías no es una cuenta gratuita para las chicas. “La edad de inicio de los trastornos de la alimentación ha bajado muchísimo, incluso hay casos desde los 9 o 10 años, porque entre los nenes ya se tildan de gordos”, alerta Edith Szlazer, directora de la Asociación Argentina de Bulimia y Anorexia. Este fenómeno de amor y odio hacia la comida –que hoy ya empieza en la infancia– sigue aumentando entre las mujeres jóvenes y adultas. “El mandato de no comer, o comer poco, junto con la presión de estar delgadas, produce que las mujeres hagan dietas imposibles que al final no pueden seguir. Por eso, los trastornos de la alimentación están en crecimiento, sobre todo la bulimia, que es una enfermedad secreta, porque frente a la mirada social que resulta violenta las mujeres generalmente se agreden a sí mismas buscando alternativas poco sanas como los atracones seguidos de vómitos, laxantes y/diuréticos”, describe Szlazer.

Muchas mujeres no llegan a un vómito post flan con crema, pero -igualmente– cada vez que tragan tienen que tragar saliva para tragarse pensar que pueden estar engordando por culpa de lo que están tragando. Y que tire el primer pan con manteca la que esté libre de sentir culpa por comer. “Sufro esa mirada represora”, asume Liliana Hendel, psicóloga y columnista televisiva del noticiero del mediodía de Canal 13. Para ella, esa represión hace que la libido femenina esté rendida a los pies de una (ahora sexy) milanesa napolitana. “Estar prohibiendo permanentemente enciende el deseo. El control social y la prohibición cargan la comida de un plus. Ya no es el vehículo por el cual logro los nutrientes que necesito para vivir. Ahora las mujeres hablamos de ‘no sabes lo que me comí...’. Hace veinte años se hablaba así de tener un amante.”

La mujer independiente del siglo XXI vive sola, trabaja, mantiene su hogar, no depende de la mirada masculina salvo (o más que nada) para evaluar su propia imagen. La presión de la delgadez es un autoflagelo que la sociedad fomenta. “Los varones más jóvenes han incorporado este estigma: escuché a muchas chicas de treintipico decir ‘mi novio me dice ¡gorda, bajá ese rollo!’ o ‘¿no tendrías que retomar tus clases de gym?’.” “Mientras que los medios alimentan con crueldad esa imagen de flaca y joven para ser exitosa y feliz. Florencia Peña con la cinta para no comer (con la que tampoco puede hablar) y Verónica Lozano que bebe aguas como si fuera champagne”, describe Hendel.

“No sé si alguien le cree a Araceli que toma Ser por los nutrientes y no por la dieta... –desafía Fabiana Renault, creativa publicitaria y directora de la Escuela Superior de Creativos Publicitarios Extramuros–, si no fuera por la figura, por qué convocar a una mujer que es referente de lo estético en sus múltiples campañas de ropa interior y no a una mujer que sea ejemplo de la temática femenina en sí misma, como, por ejemplo, Maitena. El problema es que como la mayoría de las campañas publicitarias está liderada por hombres, la mirada hacia la protagonista del comercial está a menudo muy centrada en la estética.” Por su parte, la fotógrafa de moda Andy Cherniavsky propone: “Puede haber una nueva estética de mujeres con cuerpos más rellenitos y creo que nos haría muy bien a todas. Pero hay algo muy cultural y muy metido del que es muy difícil deshacerse, y es esa mirada donde la perfección física pasa por la delgadez”.

Es hora de volver a la realidad. Hendel está apurada. Tuvo un día de trabajo y tiene hambre. “Te dejo –me despide y se ríe de su autoconfesión–, me toca la colación: galletita de tergopol con dulce diet y mate amargo... y el bomboncito que me sirvieron con el café y que guardé porque en el bar todos me miraban.” ¿Mejor comer sola que mal mirada? “Seguro que alguna amiga hubiera dicho ‘dejá eso ¡¡¡¿No era que estabas haciendo dieta?!!!! Así que mi bomboncito me lo como ahora.”

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