› Por Luciana Peker
Yo fui flaca. Y decirlo ya es apelar a una defensa que debería ser innecesaria para poder hablar de comida, sin ataduras. Es como atajarse “miren que si escribo de la represión sobre la comida no es de resentida”. Y, al menos –quiero reconocerlo–, si no es de resentida, es de autoactivista pro libertad al queso y dulce, la chocotorta o la bananita dolca (preferentemente helada). Y si escribo de la represión sobre la comida es porque –igual que pasa con muchísimos temas relativos al periodismo con perspectiva de género– es más fácil escribirlos que vivirlos, es más sencillo criticar los chalecos de fuerza de las dietas a que te agarre una tía y te zamarree con el sandwichito en la mano para que te cuides “porque después te dejan los maridos” o una amiga te rete porque “parece que seguís con pancita de embarazada”.
Es que ¡Uf!, después que Dolores Barreiro tuvo tres hijos ni siquiera el embarazo da libertad para comer porque las mamis modelos te persiguen con gym post parto diciéndote cómo hacer glúteos apoyada en el cochecito. (En cambio, yo vivo con mi beba Uma, de 4 meses, prendida a la teta y consecuentemente con mi mano prendida a la heladera.) Pero, sin culpar al mundo contra mí, lo peor del duelo de ya no ser flaca es cuando no tengo nada que ponerme porque la que se ponía esa ropa que duerme en el placard era otra (sí, flaca) y me tiro sobre la cama a intentar que la ley de gravedad deje de interferir entre mi viejo jean y mi nueva yo.
Yo, que era flaca y –hablemos claro– si digo que fui es porque ya no soy (y no sé si volveré a serlo). Y si escribo “yo fui flaca” no es para poder criticar la obsesión por la delgadez (“pero ojo que eso a mí no me pasa”), sino para contar que eso a mí sí –también– me pasa. Me pasa porque ahora no soy flaca y –según quién lo mire o lo diga– soy (o estoy) gordita, rellenita, con unos kilitos de más o esos diminutivos calificativos espantosos que hacen luces rojas en el cuerpo femenino y, sobre todo, en la mirada sobre el cuerpo femenino. No sólo sobre los cuerpos, sino, además, sobre el mío.
Y si cuento que fui flaca es para poder contar que –sinceramente– no extraño ser flaca (ni siquiera por ese vestidito rojo by Once, de la adolescencia, que funcionaba como un inmediato Prozac de lycra), sino que extraño –realmente– ser libre: comer si quiero (ni por represión ni por revancha) y no comer si no quiero, ser poca o mucha pero sin esconderme. No extraño la balanza en 45, 50, 55 o 60, sino sacar la balanza de mi cabeza. Tal vez baje –no niego que voy a intentarlo– pero, en cambio, no sé si volveré a esa libertad.
Ahora, mientras tanto, me divierto con mi hijo Benito a ser la “zapana” mientras me toco la panza (como Tarzán hacía con su pecho) y jugamos a la lucha en la cama.
Al menos, esa lucha es libre.
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