Viernes, 18 de agosto de 2006 | Hoy
HOMENAJES
Es difícil distinguir entre la vida y la obra de Josephine Baker, realidad y ficción se entrelazan en una continua performance que revolucionó tanto la escena del music hall como los escenarios políticos por los que transitó, siempre denunciando la discriminación y el imperialismo. A cien años del nacimiento de la Venus Negra, no sólo París le rinde homenaje.
Por Felisa Pinto
Este es el año del centenario de Josephine Baker y ante sus infinitas piernas morenas es necesario rendirse en su honor. Vedette atípica al tiempo que mujer comprometida no solamente con su arte, sino con todas las causas justas que el mundo le propuso en su camino, desde la antidiscriminación racial hasta su militancia en la Resistencia Francesa -cuando se transformó en la teniente Baker de las fuerzas francesas libres que el general de Gaulle tomó en cuenta para condecorarla–, ella siempre opuso su bello cuerpo y su mente alerta a la injusticia bajo todas sus formas. Ya en 1927, decía la propia Josephine: “En verdad soy célebre, mi cabeza y mis muslos están en todas partes y sin prejuzgar digo que el cielo me ha dado ‘muslos inteligentes’. Cumplo muy bien con mi contrato en el escenario pero ¿cumplo con el de la vida, con ese contrato que me está asignado en alguna parte, mi contrato de ser humano? La pregunta me aprieta el corazón”. ¿Cómo no rendirse entonces ante ella como lo hace París?
Los homenajes se suceden estos días en la Ciudad Luz para quien fuera la primera vedette estrella negra de la historia del Music Hall parisino y de Francia, su patria de adopción. El celebrado metteur en scène Jerome Savary –como uno de los más relevantes homenajes a Josephine Baker– estrenó su comedia musical A la recherche de Josephine, primero en Anjou y luego pasará a l’Opera Comique, en París. Con músicos, bailarines y cantantes procedentes de lo que queda de Nueva Orleáns luego del Katrina, Savary evoca el éxito de la Baker en la famosa Revue Negre de los años 20 parisinos. Además de la obra de Savary y de varios libros, el intendente de París ha bautizado con el nombre de ella una de las playas artificiales al borde del río Sena que desde el año pasado ayudan a neutralizar el calor estival. El best seller de Ean Word, La Folie Josephine Baker, es una buena biografía, fiel a su extraordinaria personalidad.
Nacida en St. Louis, en la cuenca del Misissippi, en junio de 1906, fue mal amada por su madre y abandonada por su padre, los dos artistas de mala muerte, sobre los cuales Josephine inventaría con entusiasmo genealogías imaginarias: su padre era “un sastre judío”, “un bailarín español” o “un mestizo de New Orleáns”, o un blanco que su madre habría conocido en el colegio. Desde su infancia empezó a trabajar como doméstica de todo servicio, hasta que en 1916 cerca de su casa un charlatán de feria improvisó un tinglado y organizó un concurso de baile. A los diez años Josephine ganó ese certamen y volvió a su casa con el primer dólar ganado en su vida. A los quince años se convertiría en Mrs. Baker, el nombre desu segundo marido, ya que el primero, con el que se casó a los 13 años, la abandonó después de una pelea feroz en la que ella llevó naturalmente la peor parte. De una familia de músicos, empezó muy temprano a cantar rag time, antes de encontrar su vía al espectáculo en un número en el que tocaba el trombón y ejecutaba pasos de danza rápidos, haciendo de payaso y revoleando los ojos, una destreza y cóctel de erotismo y comicidad que entusiasmó al público y llegó a ser su imagen de marca.
En 1925 descubrió Europa y especialmente París, un mundo que si bien no estaba exento de racismo, estaba lejos del violento segregacionismo americano. Muy rápidamente se impuso en el mítico Music Hall, en la Revue Nègre, donde sus talentos hicieron escándalo y éxito. Llegó a ser la primera estrella que se mostró desnuda, o casi, en el escenario. También sus extravagancias no estaban solo reservadas al escenario, sino que incurría en provocaciones exóticas, como transformar una suite de hotel en una suerte de granja donde agrupaba sus bichos favoritos, que era casi todo el mundo animal, pero en estos casos elegía un loro, un conejo, una serpiente, y un chanchito rosado llamado Albert, a quien perfumaba con el refinadísimo perfume Je Reviens, de Worth. Todo París se arrodilló a su paso. Artistas, escritores y big shots de las finanzas sucumbieron a sus encantos, se pusieron a sus pies, y eventualmente se metieron en su cama. Dicen que Georges Simenon fue su secretario y amante. Ella posó para los pintores Van Dongen, Foujita y Picasso. Todos tarareaban sus canciones, que ella había hecho entrar en la historia de la canción francesa, “La petite tomkinoise” y “J’ai deux amours”, por Francia y los EE.UU. Después de exitosas giras por Europa siempre volvía a Francia con su show favorito, aquel en que cantaba y bailaba vestida con un taparrabos hecho con bananas y a la vez que acentuaba la excentricidad del número con Chiquita, un leopardo al que adornaba con un collar de diamantes. Chiquita frecuentemente escapaba hacia el foso de la orquesta, lo cual aterrorizaba a los músicos, y añadía otro elemento de excitación en el escenario.
Entre los admiradores, Diana Vreeland, gran árbitro de la moda, e hipersensible al estilo de Josephine, ya estuviera vestida por Dior, Balmain o Vionnet, o luciendo su atuendo escandaloso de bananas, compartió el deslumbramiento y la presencia singular de la Baker en el escenario con la leopardo, o acompañando a ambas por las calles de Nueva York. Otro fanático de Josephine fue Ernest Hemingway, quien decía que era la mujer más sensacional que había conocido. Estos éxitos fenomenales de la Venus de Ebano, su marca registrada, estaban promovidos por Giussepe “Pepito” Abatino, un ex albañil siciliano, quien hábilmente se construyó con gran convicción una personalidad de conde meridional. Y fue adorado por el tout Paris.
Sin embargo, su gran personalidad en Francia nunca tuvo la misma resonancia en los EE.UU. Luego de una visita a su país en 1936 fue protagonista de una fallida versión de Ziegfeld Follies, siendo reemplazada por Gipsy Rose Lee, la reina del strip tease y del burlesque. En ese tiempo también su vida personal sufrió. Tuvo seis matrimonios. Algunos legales y otros no. Muchísimos años después actuó en el Carnegie Hall, cosechando una standing ovation.
Habiendo llegado a ser el símbolo de una cierta liberación femenina, su vida puede percibirse como una revancha, individual y colectiva, a la vez excepcional y perfectamente representativa de una época. Sin excluir de sus avatares una intervención del F.B.I hacia su persona. Fue en noviembre de 1951, cuando el periodista mundano mimado del sistema, Walter Winchell, alcahuete e informante de esa agencia de investigaciones, decíatextualmente en una carta al director: “He descubierto a Josephine Baker en Leningrado en 1936. Ella vino a la URSS con un grupo de rojos franceses, quienes habrían sido recompensados por el Politikburo por sus tareas en las elecciones francesas de ese mismo año, con un viaje a la URSS, como huéspedes de la Unión Soviética”, soplaba Winchell incitando a la investigación, y nunca pensó o calculó que erraría su objetivo, ya que Baker recibiría la Croix de Guèrre de Francia por su actividad en la Resistencia durante la ocupación nazi.
Aunque anclada en Francia, apoyó con decisión el movimiento de los derechos civiles de los EE.UU. en los años 50. Y en 1963 compartiría el estrado con Martin Luther King en la famosa marcha de Washington. Josephine protestó contra el racismo. Incluso en su propio estilo singular: adoptando doce huérfanos de distintos colores, razas y religiones, a los que llamó su “tribu del Arco Iris”, cuyo cuartel general fue un castillo, Les Milandes, en la Dordoña, adonde vivió con sus hijos y Jo Bouillon, su marido de una década a partir de 1947. Este tipo de vida y sus excentricidades le costaron caro y estuvo a punto de perder propiedades y patrimonio al caer en bancarrota. Hasta que fue bancada por la princesa Grace de Mónaco, su gran amiga y otra expatriada norteamericana viviendo en Europa.
El 8 de abril de 1975 su fortuna pareció arreglarse y retomó su rol de estrella principal en una retrospectiva estrenada en el club Bobino de París. Josephine lo hizo para celebrar sus cincuenta años con el teatro. El show tuvo extraordinarias críticas. Una semana después del estreno una hemorragia cerebral terminaba con sus días a la edad 68 años. Fue la primera norteamericana que recibió honores militares en su funeral. Unas 20 mil personas la acompañaron. Su cuerpo yace en el Cementerio de Mónaco.
Estuvo tres veces en Buenos Aires. La primera, en 1928, cuando llegó en una gira que había organizado el inefable marido-manager Pepito Abatino. Ya al llegar al puerto tuvo una primera sorpresa que no le gustó nada. Fue cuando le tomaron las impresiones digitales que había inventado nuestro compatriota Juan Vucetich y de las cuales los argentinos de la época estaban orgullosos. La ciudad estaba empapelada con afiches que decían: “La escandalosa Josephine”, “la mujer fatal”, etc. “Se me utiliza como una bandera que unos enarbolan en nombre de la libertad y otros desgarran en nombre de las buenas costumbres. Algunos me toman como bandera y a otros les repelo. El presidente Yrigoyen toma partido en contra mío en el diario La Calle, y sus adversarios que se hacen amigos míos le responden en Crítica. Cuando llego al teatro, rodeado por la policía, los canillitas libran una batalla encarnizada. Y los de Crítica forman fila para protegerme. Por último, a salvo en mi camarín me siento enferma. No conozco los asuntos políticos de la Argentina y siento que soy un pretexto”, reflexionaba. En esa misma gira en el Lutetia, a bordo se encuentra el arquitecto Le Corbusier, que viene de dar conferencias en el Río de la Plata y Brasil. “Es sencillo y alegre –dice Josephine– y nos hacemos amigos. Me explica su arquitectura del futuro. Pero también me aclara que la ciudad está hecha para el hombre, y no lo contrario. En el baile de disfraz del cruce del Ecuador había dos Josephines: yo y él. Se ha vestido de negro con un cinturón de plumas. Es irresistiblemente cómico. Le digo: Ay, señor Le Corbusier, lástima que sea arquitecto, qué buena pareja hubiéramos sido”, se divertía Baker en una de sus autobiografías. En cambio, cuando estuvo de vuelta en Buenos Aires en los años cincuenta, le preguntó al entonces morocho ministro de Salud, Ramón Carrillo: “¿Donde están los negros en la Argentina?”.
Símbolo de una cierta liberación femenina, su vida puede percibirse como una revancha, individual y colectiva, a la vez excepcional y perfectamente representativa de una época.
El eminente sanitarista respondió: “En estos momentos solo hay dos, usted y yo”. En otra ocasión debutó en el auditorio de LR3 Radio Belgrano y bailó y cantó en un teatro de la calle Corrientes con la revista Nouvelle Eve. Otro morocho argentino integró su entorno en los años ‘30. Fue el gran músico chaqueño, Oscar Alemán, quien la acompañaba en sus shows de la Ciudad Luz.
También Buenos Aires fue centro y vivienda semipermanente en los ‘60 del matrimonio de Baker-Bouillon, en el que vivía esporádicamente con sus doce hijos y su marido que había puesto con gran éxito el restaurante Le Bistró, en pleno Palermo. Eran visitas que hacía a su enorme familia en los intervalos de sus performances en Europa y Estados Unidos para juntar dinero y salvar Les Milandes, castillo en el que antes habían vivido todos y evitar que fuera rematado, como finalmente sucedió. “Toda mi vida luché en defensa de lo que creí. En el ideal de la fraternidad universal, en lo que representan Les Milandes. Me precipito y lucho. Tal decisión me es natural porque para mí la justicia humana ha sido una lucha ganada al materialismo”.
Baker escribió varias autobiografías. Cada una contenía una diferente historia sobre su familia y su carrera. En 1977 la editorial Anesa publicó una de ellas compartida con Jo Buillon. De allí las referencias a la Argentina: “Desde que representé a la salvaje en el escenario, siempre traté de ser tan civilizada como fuera posible en mi vida diaria”. En suma, Josephine la tenía clara.
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