Viernes, 18 de agosto de 2006 | Hoy
TRABAJOS
Aunque sólo una décima parte de ellas cuenten con amparo legal y seguridad social, alrededor de un millón de mujeres trabajan como empleadas domésticas en Argentina, una actividad regulada por un decreto de 1956. Los resultados de la última campaña fiscal para lograr que formen parte de la economía formal permitirán conocer un poco más de sus perfiles y necesidades. Hasta entonces, dos muestras fotográficas ensayan acercamientos a un mundo y unos vínculos muy poco explorados.
Por Soledad Vallejos
“Guardar lealtad y respeto al empleador, su familia y convivientes, respetar a las personas que concurran a la casa, cumplir las instrucciones de servicio que se le impartan, cuidar las cosas confiadas a su vigilancia y diligencia, observar prescindencia y reserva en los asuntos de la casa de los que tuviere conocimiento en el ejercicio de sus funciones, guardar la inviolabilidad del secreto familiar en materia política, moral y religiosa y desempeñar sus funciones con celo y honestidad, dando cuenta de todo impedimento para realizarlas, siendo responsables del daño que causaren por dolo, culpa o negligencia.” Era 1956 cuando el gobierno de la Revolución Libertadora decidió que era hora de poner algunas cosas en caja y algunos límites puertas adentro, y se dispuso a regular mediante el Decreto-ley 326 las obligaciones que “los empleados de ambos sexos” dedicados a tareas “dentro de la vida doméstica” (siempre y cuando “no importen para el empleador lucro o beneficio”) debían honrar. La etiqueta, como se lee, es estricta y exhibe en cada palabra lo difícil que fue poner en el papel algunos recovecos de la cotidianeidad. Esa reglamentación que todavía está vigente –aunque recién volvió a ser algo difundida en el último tiempo– para las alrededor de 900 mil mujeres empleadas en el servicio doméstico que estiman las últimas proyecciones oficiales trata de aprehender algunos rasgos del terreno de lo inasible, como lo son las reglas de una convivencia que no es tal pero a veces sí, de alguien que vive en la casa pero no es de la familia, de una persona que puede conocer al dedillo rutinas y formar parte (muchas veces esencial) de ellas pero también jugar en el límite de lo invisible, cuando no serlo.
Su actividad es la gran ausente en la Ley de Contrato de Trabajo, regida como está por el Decreto-ley 326, que además de normar estipula: no se contempla licencia por maternidad (aunque sí por enfermedad) ni seguro por accidente; es preciso “munirse de una libreta de trabajo” (que se tramita presentando una foto y tres certificados: de salud, de domicilio y de buena conducta); se considera que hay relación de dependencia cuando la persona trabaja al menos cuatro horas diarias cuatro días a la semana en el mismo hogar; las vacaciones son de 10 días hábiles cuando la antigüedad es de hasta cinco años, de 15 días cuando se llevan trabajados entre cinco y 10 años, y de 20 si son más de 10; para lograr la jubilación es preciso contar con 30 años de aportes. La reacción es en cadena y juega al efecto dominó: el lugar escurridizo de mujeres que habitan la economía informal es lo que, en muchos casos, hace posible el empoderamiento de las mujeres en la economía formal. Un informe realizado este año por el Instituto para el Desarrollo Social Argentino describe brechas de género y clase: en Argentina, el servicio doméstico representa el 17% del empleo femenino total; una de cada tres mujeres con bajo nivel de educación formal trabaja como empleada doméstica; el 34% de ellas son jefas de hogar; el 46% son pobres; el 42% está “en edad fértil”.
Los datos de la última campaña de “blanqueo del empleo doméstico” que realizó la AFIP a principios de este año todavía no están disponibles, por lo cual aún no resulta posible saber, por ejemplo, la densidad ocupacional por región, provincia o ciudad. Sí se sabe, en cambio, que más de 50 milmujeres se registraron para regularizar su situación laboral y encontrar, en la inscripción, un amparo legal. Con el aporte “haya o no relación de dependencia, la trabajadora hoy tiene obra social, a futuro va a tener una jubilación mínima, y, en caso de producirse incapacidad, automáticamente se convierte en acreedora a una jubilación por invalidez”, explica Daniel Agrelo, el titular del Tribunal de Servicio Doméstico del Ministerio de Trabajo. Todavía, agrega, “aunque el sistema es simple”, es preciso insistir para que el hecho de inscribir legalmente la actividad no despierte temores: a la pérdida de ese empleo en el caso de las trabajadoras, a quedar registrado como empleador y ser perseguido fiscalmente en el caso de quienes emplean, porque “temen tener que poner un contador, poner a alguien a liquidar el sueldo”.
Aunque parece cargar fantasmas que llevan la fecha de vencimiento (eso de “la inviolabilidad del secreto familiar en materia política”, ¿no trae enseguida a la memoria la leyenda urbana de empleadas domésticas que en pleno peronismo delataban patrones antiperonistas?), lo que la reglamentación todavía no logró sacudirse ni en el transcurrir de las décadas es todo lo que calla mientras intenta nombrar. Por ejemplo, nada dice de todo lo demás que esas personas empleadas en hogares sí hacen, y vienen haciendo desde que el mundo moderno es mundo, aun antes de que las sucesivas crisis provocaran sucesivas feminizaciones del mercado laboral formal, con sus consecuentes huidas en masa del seno del hogar... y la consecuente andanada de tareas pendientes en el sacrosanto seno. Esa misma etiqueta que vela por la integridad de quien trabaja en un hogar, por si hace falta aclarar lo recontraevidente cuando los nombres son abrumadoramente femeninos, tampoco hace visible lo que las menciones de lo cotidiano dejan bien en claro: chica, muchacha, mucama, empleada, por hora, shikse, muki, sirvienta. Vale decir, que “los empleados” es una manera eficaz de sugerir sin evidenciar una de las relaciones más innombradas y más cotidianas del mundo tan comúnmente privado que es público: la que sostienen una mujer que trabaja como empleada en una casa con la “señora” de esa casa. Afortunadamente, a veces lo que cuesta nombrar se puede hacer imagen: es precisamente eso lo que pasa con Familia y doméstica, de Sebastián Friedman, y La otra, de Natalia Iguiñiz, dos muestras de fotografía reveladoras.
Le quedaba picando una frase más que habitual: “Es como de la familia”. A Sebastián Friedman le resultaba ambigua, dice: “Es una frase que en su ambigüedad representa lo que es el lazo: lo desigual de la entrega de cada parte en esa relación, en la que todos dan, pero muchas veces la que más da es la empleada y, sin embargo, recibe cosas que no siempre son muy felices”. Sus imágenes no están colgadas de una pared sino formando parte de una instalación que recuerda los espacios mínimos, poco ventilados, en ocasiones claustrofóbicos, que son las habitaciones de servicio. Y es que en Familia y doméstica “reflexiono sobre el lugar que ocupa en la casa, cómo es esto de la habitación de servicio, dónde en arquitectura se estudia o estipula que deben ser espacios mínimos, poco luminosos, estar al lado de la cocina. Son cosas que se dan por supuestas y nadie cuestiona”.
Lo suyo, aclara, no se pretende protesta la crítica social. Muy por el contrario, el acercamiento a un tema que a él mismo le despertaba inquietudes al momento de trabajarlo fue “desde lo afectivo”. “Por eso la muestro en sus dos universos, con sus empleadores y con su familia”, una decisión que, además, tuvo como efecto inmediato y no tan colateral cierto rescate de una tradición de retratos que se fue perdiendo: la del fotógrafo de familia, con todo lo que su planificación, llegada, realización y exhibición de resultados comporta. Así fue como la gestación del ensayo iba generando pequeños eventos, microrremolinos en las vidas privadas de empleadas domésticas de todo el país, que no sólo reunían atoda su familia para el caso sino que, además, solían cerrar los encuentros compartiendo charlas y cenas con el visitante. Ahí, en ese terreno que excedía la imagen misma, se terminaba de cerrar el ciclo en cada una de las cerca de 50 familias retratadas entre 2000 y 2003. De todas ellas, ahora, pueden verse 14 que también hablan –asombrosamente– de eso que sucedió en las horas vedadas a la cámara. Algo de eso, claro, se cuela en los nombres de las obras: cada díptico está bautizado con el apellido de una familia, la de la empleada.
“Empecé cuando me mudé con mi chico y en la repartición de tareas terminé haciendo cosas por él, que pensé cómo sería hacer esas mismas cosas no por amor sino como un trabajo. Siempre en mi casa hubo una empleada doméstica, y ahora que vivo con mi pareja y mi hija pequeña también contrato a una trabajadora del hogar. Y por más que los regímenes laborales cada vez sean mejores, a mí aún me genera contradicción. Creo que más que un tema es una problemática: el trabajo doméstico en muchos lugares del mundo sigue teniendo características serviles, que en Perú se cruzan específicamente con problemas de racismo y sexismo.” Eso cuenta la peruana Natalia Iñiguiz, que vio cómo su proyecto inicial de registrar a las trabajadoras en plena tarea terminó mutando hasta convertirse en La otra, una serie en la que retrató cerca de 25 parejas de empleadora y empleada entre 2000 y 2005. “La idea es que uno se pregunte: ‘¿quién es la otra?, ¿la empleada?, ¿la empleadora?, ¿la fotógrafa?’. Eso también depende de quién se hace la pregunta y a qué estrato social pertenece. También ‘la otra’ es la mujer en el mundo del retrato anterior a la masificación de la fotografía. También es otro el mundo doméstico en las decisiones políticas más importantes.” A la hora de nombrar, Natalia eligió una falsa paridad para poner todavía más en evidencia aquello que buscaba: cada una de las fotos lleva sólo los nombres de pila de las retratadas, para “reforzar la posición pretendidamente neutra y paralela de cada una de ellas”. Tan intensa fue la experiencia que también trabajó con el sindicato de trabajadoras del hogar de Perú (cuyo afiche puede encontrarse en su sitio web, www.nataliainiguiz.com.pe).
En el camino de realización del proyecto que presenta escenas (todas posadas, todas provocadas para registrar respuestas generadas en situaciones de falsa espontaneidad; podían vestirse y adoptar el gesto que quisieran, pero había requisitos: ambas mujeres debían estar de pie ante un sillón, debían mirar a cámara) impactantes que Natalia plantea como “anti-retratos”, Natalia escuchó de todo. A veces, su pedido para hacer las fotos era declinado por alguien que no quería “comprometerse con un retrato que pone en evidencia la desigualdad entre las empleadoras y las empleadas”; “una señora me dijo: ‘no estoy preparada para salir al lado de mi empleada’”; otra “cómo podría salir en una foto que la gente podría tomar de mal gusto, es como poner a una persona bien vestida al lado de una casi desnuda”; y también: “no quiero salir en una foto que hace evidente una diferencia que a mí me resulta incómoda”.
Las imágenes pueden verse en la Sala Juan L. Ortiz de la Biblioteca Nacional (Agüero 2502) de lunes a viernes de 10 a 20, y sábados y domingos de 12 a 18. Hasta el 29 de agosto.
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