Viernes, 6 de octubre de 2006 | Hoy
ANTICIPO
La semana que viene se presenta en Buenos Aires La Escuelita, relatos testimoniales, el libro que Alicia Partnoy publicó en Estados Unidos en 1986 y que recién este año tendrá su edición en castellano. En una prosa que usa la primera persona para esos relatos que dan cuenta de los mínimos gestos de resistencia en medio de la anomia y el horror del campo de concentración, y la tercera cuando necesita contar con frialdad ese mismo absurdo, Partnoy se suma, como otras mujeres, al relato coral de múltiples testimonios que este mismo año volvieron a inscribirse con fuerza también en el terreno institucional –aunque con características distintas– y que dan cuenta de que sólo hay límites difusos entre la historia y el presente, algunos –como en el caso del testigo desaparecido– terriblemente desdibujados.
Por Liliana Viola
¿Quién dijo que la historia se sitúa en el pasado? Esta pregunta y otros cuestionamientos de tal grado de alerta y de dolor contribuyeron a entornar la puerta para toda una literatura testimonial que comenzó a circular en la Argentina con más fuerza que nunca, ahora que se cumplieron los 30 años del golpe. El testimonio del horror conforma un género difuso, incompleto para quienes busquen respuestas y precisiones. A su vez, elaborado bajo reglas muy diferentes a las de los otros discursos –el jurídico e incluso el de los derechos humanos– que en nuestro país han servido desde el comienzo de la democracia y sobre todo, desde el Juicio a las Juntas para demostrar la falacia de algunos conceptos impuestos, como “los dos demonios”, “la guerra sucia”, “la lucha contra la subversión”. Palabras que se abalanzaron en su momento y que por estos días intentan emerger como si la historia no alcanzara para hacerse cargo del presente. Esta pregunta habrá que hacerla ahora y en voz alta. Pero por sobre todo, se trata de un género único, heredero de la autobiografía y concentrado en la perversión de un instante; tiene el don de dar cuenta del horror en carne propia. “Mientras sea desaparecido –decía Videla hace 30 años– no puede tener tratamiento especial, porque no tiene identidad: no está muerto ni vivo.” Esta suspensión de la identidad, y la avalancha contra el sentido que da tiempo y coartada para que un Estado asesine, tiene, del otro lado, una maquinaria de recuerdos confusos y aparentemente débiles que buscan recuperar el sentido difuminado. El testimonio parece no tener utilidad, valor de cambio, y sin embargo puede situar la historia –y con ella parte de lo inexplicable– en el tiempo presente de quien está leyendo.
Por estos días comenzaron a reeditarse en castellano algunas obras testimoniales que fueron escritas hace muchos años fuera del país y en otros idiomas. Sorprendería conocer la cantidad de trabajos de este tenor que circularon durante todos estos años de democracia en el exterior, sobre todo en el ámbito universitario, que no tuvieron registro dentro del país. Una visita a Amazon.com da cuenta de muchos títulos que a su vez tuvieron importante repercusión en el público y la crítica extranjeros. La literatura testimonial en América latina es un campo en el que se han destacado las mujeres, señala Nora Strejlevich en El arte de no olvidar (Catálogos, 2006). Es justamente una mujer, Marguerite Feitlowitz, la autora del A Lexicon of Terror..., un libro que publicó la Universidad de Harvard y que, basado en testimonios de numerosas víctimas de la dictadura, reconstruye un glosario de palabras y conceptos tras los cuales se fue construyendo la realidad compartida de aquellos años. Sin pretensión académica ni tampoco melancolía, se suma a esta lista Tales of Disappearence & Survival in Argentina (La Escuelita). Fue publicado hace 20 años en Estados Unidos por Alicia Partnoy, quien ahora lo presenta en Buenos Aires con el título La Escuelita. Relatos testimoniales.
Durante los años que pasó en la cárcel como presa política, sus poemas e historias circularon en secreto y hasta alcanzaron a ser publicados anónimamente en diarios y revistas de organizaciones de derechos humanos. Desde su llegada a Estados Unidos ha dado numerosas conferencias para Amnesty International, organizaciones religiosas, universidades y otras entidades. Partnoy ha participado en varios trabajos de recopilación de testimonios, entre los que se incluye otro libro que presenta los relatos de más de 30 mujeres violadas durante las últimas persecuciones políticas en Latinoamérica. Podría decirse, ante la lectura del prólogo, que las historias de La Escuelita son el testimonio de una activista secuestrada por los militares en 1977 que estuvo desaparecida 5 meses en el campo de concentración de Bahía Blanca antes de pasar a otra prisión y, finalmente, al exilio. Pero enseguida aparece algo más. La particularidad de este trabajo es su rechazo a convertir sus recuerdos inconexos y hasta superfluos en un material descifrable para quienes necesitan datos y pruebas. No es un relato tamizado por la lógica con el objetivo de hacer entender, hacer pedagogía, dar a conocer lo que le pasó, dar a juzgar. De hecho, la voz de este libro es muy diferente de la que la misma Partnoy dejaba oír ante la Conadep en la década del 80: “El 12 de enero de 1977, me encontraba en mi casa con mi hija Ruth Irupé (de un año y medio), cuando escuché que sonaba insistentemente el timbre de calle. Era mediodía. Caminé los 30 metros de pasillo que separaban mi departamento de la puerta principal. Cuando llegué alguien estaba pateando con fuerza la puerta. Pregunté: ¿quién es? y me respondieron: Ejército, mientras seguían golpeando”.
Este libro testimonial es un libro de relatos y poemas que además lleva las ilustraciones de su madre: un universo personal organizado en 19 viñetas quebrado por la percepción imposible tras las rejas, las sombras y la tortura. Es una voz interrumpida constantemente por el humor, la locura y la intención poética de sobreponerse al absurdo mientras se esfuerza por dejar señales de los otros que estuvieron con ella. A su vez, al final del libro un apéndice les pone nombre, edad y momento de desaparición a los personajes que antes anduvieron como sombras. Otro apéndice revela características físicas, rango y sobrenombres de los represores. Sin precedentes en el país, este discurso tan impreciso como detallista fue interpretado con valor de documento en 1999, en ocasión de los Juicios de la Verdad: el fiscal decidió presentar fragmentos de este libro en la causa.
El género testimonial –otros horrores mundiales que preceden al nuestro, como el del Holocausto, lo han comprobado con la constante aparición de materiales nuevos– demuestra su capacidad de resistencia, de gota por gota que no deja de caer. Aun si las palabras Nunca Más fueran el perfil de una esperanza imposible, dice Nora Strejlevich, las víctimas seguirían narrando su viaje por el horror. Y aun así, esas palabras seguirán faltando; el presente demuestra que faltan y que no es posible ante el horror y la prepotencia leer un rato y dar vuelta la página.
La última vez que escuché mi nombre completo fue en el Comando del V Cuerpo del Ejército, la tarde de mi secuestro. El milico, con voz pausada y hasta risueña, lo repetía mientras a un costado se oía el tecleo de una máquina de escribir. Yo acababa de estrenar la venda sobre los ojos.
–¿Nombre?
–Alicia Partnoy.
–¿Edad?
–Veintiún años.
–¿Alias?
–Ninguno.
El día que arrestaron a Graciela, la hermana de Zulma, todos nos cambiamos los sobrenombres. En mi caso particular en realidad no hacía falta. Es que Graciela conocía mi nombre, la dirección de mis viejos, mi historia. Si hablaba en la tortura no iba a ser el cambio de sobrenombres lo que me salvara. Pero no habló. Dice Zulma que le contó “Chamamé” que a Graciela la torturaron mucho. Pero no habló. Yo me fui por unos días de casa, por precaución. Me empecé a llamar Rosa. A veces la cuestión de los alias parecía ridícula. Uno pensaba: “en un pueblo, vaya y pase, todos se conocen, hay un solo Gumersindo, un Pascual, pero en la ciudad ¿cómo se encuentra a una Alicia entre cientos, un Carlos entre miles?”. De a poco fuimos aprendiendo. Cada piedrita de información contribuía a formar el alud que aplastaría al resto de los compañeros. El color del pelo, el timbre de la voz, la textura de las manos, el nombre, el sobrenombre. Detalles. Cuando llegó la hora de mi alud yo era Rosa. Cuando vinieron a buscarme no supe si venían por Rosa o por Alicia. Lo cierto es que venían por mí.
En La Escuelita no tengo apellido. Sólo la Vasca me llama por mi nombre. Varias veces nos han dicho que van a empezar a asignarnos números, pero hasta ahora no han sido más que amenazas.
El día de nuestra tercera ducha –ya llevaba yo casi dos meses aquí–, me traían del baño: el pelo largo mojado bajo la venda blanca de los ojos, el vestido con el desgarrón que me hice al saltar el tapial del fondo de mi casa, las manos atadas, los huesos creciéndome en puntas sobre los pómulos y las coyunturas. De pronto escuché que un guardia cantaba una milonga de Atahualpa: “Si la muerte traicionera/ me acogota a su palenque/ háganme con dos rebenques/ la cruz pa’mi cabecera”. Desde entonces me llaman La Muerte. Será tal vez por eso que cada día al despertarme repito para mis adentro que yo, Alicia Partnoy, todavía estoy viva.
Ahora que gracias a ella puedo ver, las cosas han cambiado. Sin embargo, desde que tengo memoria siempre renegué de mi nariz, no solamente por los problemas respiratorios, las cuatro operaciones, etc. Nunca me gustó la forma. No es que fuera demasiado grande. Sólo lo suficiente para hacerme sentir incómoda. Me molestaba esa curva semítica y cuando estudiaba mi perfil solía levantarme la punta con el índice, en busca de armonía. Claro que ahora no tengo ese problema. Puedo mirarme en el espejo solamente una vez cada veinte días, cuando me sacan la venda para bañarme. Entonces ya no es la nariz lo que me preocupa, contemplo mis cejas cada vez más pobladas, los ojos, se me han puesto raros, profundos.
Cuando éramos chicos mi hermano para hacerme enojar me llamaba Cyrana, por aquella novela de Cyrano de Bergerac. “Erase un hombre a una nariz pegado.” Me ponía furiosa.
El otro día me animé a pedir un antihistamínico. El “Doctor”, un gordo gigantesco, se sentó en el borde de mi cama a preguntar cómo me sentía. Le hablé de esa alergia que de a ratos no me deja respirar. Me dio una pastilla redonda y pequeña.
Los pedazos de gasa que a veces me traen para sonarme se amontonan bajo la almohada.
A pesar de todo, ese resentimiento hacia mi nariz se ha ido suavizando en estos últimos días. Cuando está obstruida por la alergia no puedo olfatear el cigarrillo del guardia que entra a hurtadillas, la lluvia, el pan, pero tampoco la mugre de mi frazada ni el olor metálico de nuestro miedo. Es decir, ventajas y desventajas corren parejas.
Son las condiciones de vida en La Escuelita las que permiten que este apéndice de mi cara manifieste su oculta virtud: la nariz me permite ver. No es que me haya puesto metafórica de pronto. Sí, veo gracias a ella. Lo que ocurre es que su forma mantiene la venda de mis ojos ligeramente levantada. Por las pequeñas rendijas desfilan porciones de este mundo.
Sólo el “Peine” sabe cómo atar una venda lo suficientemente ancha como para burlar mi nariz. Otros guardias me ponen pedazos de algodón y cinta adhesiva para clausurar esas ventanitas ilegales y –para ellos– peligrosas. Mientras tanto, mi nariz parece crecer, orgullosa, cada vez que me colocan una nueva venda. Es que, finalmente, ella y yo nos hemos reconciliado.
Todavía no sé muy bien si fue para peor o para mejor que lo de la telepatía no haya funcionado. Probé varias veces. Me importaba sobre todo comunicarme con mi familia, aunque los usos podrían llegar a ser infinitos. Me acuerdo que la primera vez que lo intenté fue el día en que trajeron un pedazo de carne y una papa hervida para el almuerzo. El plato constituía una exquisitez digna de otra escenografía. Carne y papa fueron digeridas con pasmosa rapidez. Entonces fue probablemente el hambre lo que me despertó las ganas de explorar el mundo extrasensorial. Empecé primero por relajar el cuerpo. Se suponía que la mente, aligerada de su peso, podría viajar en la dirección que yo determinara. Pero el experimento no funcionó. Era de esperar que mi mente, elevada hasta el techo de la habitación, tuviera la virtud de observar mi cuerpo tendido sobre el colchón de rayas rojas y mugre. Pero no. Quizás esos ojos del espíritu también estuvieran vendados.
Al día siguiente probé de nuevo. Fue la misma tarde en que me desperté sobresaltada tratando de acordarme dónde había dejado a mi hija aquel mediodía, para abrir los ojos a una venda que me los tapaba hacía ya veinte mediodías. Ese sobresalto me dio una idea. Mi mente todavía tenía uno de sus bordes en libertad. ¡Si pudiera estirarse hacia afuera! Querer es poder. Si yo quiero, puedo controlar mi pensamiento, hacerlo viajar, huir. SALIR. ¡Te lo ordeno! A mí me dan tantas órdenes: “¡Sentarse! ¡Acostarse! ¡Boca abajo! ¡Apurarse!”. Por eso yo le exigí a mi pensamiento: “¡Vamos! Rajá. Rápido. Salí”. Es que tenía una misión para él. De todas maneras, ahora que lo pienso bien, tal vez haya sido mejor que no me obedeciera. Porque entonces yo le hubiera pedido que averiguara mi futuro, y cuando él regresara a contarme cuántas balas había visto en mi cadáver, yo no iba a tener paz. Ahora tampoco tengo paz, pero por lo menos me queda la esperanza de que todavía me quede una cuota de aire para respirar en libertad.
Hice un tercer intento esta tarde. Utilicé otro método. Reconstruí en mi imaginación la casa de la calle Uruguay, mi mamá y sus cuadros en el galponcito, papá preparando té en la cocina, mi hermano doblado sobre un libro, el sol, los árboles del patio. “Estoy bien”, repetí mentalmente. “Estoy viva. Estoy viva. Todavía estoy viva. Estoy bien.” Apreté los párpados con fuerza, los puños, las mandíbulas. “Estoy bien. Escuchen, estoy bien.” Mamá siguió pintando, papá revolvió el té y Daniel dio vuelta la página de su libro. En el patio los árboles se balancearon, pero yo no los vi, sólo los imaginé. Ellos tampoco me escucharon. Los pies me cosquilleaban. Quería salir corriendo.
Creo que fue entonces cuando abrí los ojos. Por la ranura de debajo de la venda vi las piernas de Hugo. “El Bruja” acababa de traerlo de la ducha. Le habían puesto un vestido de mujer, para regocijo del “Loro” que carcajeaba al verlo tratar de trepar la cucheta. Al rato pasó Batata, vestido con un camisón rosa. Decían los guardias que no había pantalones para los hombres, entre las risas y la humillación que flotaba en el aire como un olor incómodo, no pude seguir con la telepatía. De todas maneras no había podido comunicarme.
Es extraño pero de repente me doy cuenta de que, desde hace un rato, tengo la certeza de que uno de mis abuelos se acaba de morir.
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