Viernes, 6 de octubre de 2006 | Hoy
SOCIEDAD
En los últimos seis años, casi tres mil jóvenes pasaron por los talleres de educación sexual que el Servicio de Adolescencia del Hospital Argerich comenzó a
desarrollar en su sala de espera. Cómo lograr la confianza que permite las preguntas, cómo responder, qué temas se repiten: aquí, un recorrido por esta experiencia pionera.
Por Roxana Sandá
”Habrá educación sexual con ley o sin ley.” Una frase de ribetes cuasi combativos fue la que el ministro de Educación porteño, Alberto Sileoni, pronunció hace unos días. Prepeada institucional, se indignará el pull conservador de la sociedad argentina; imprudencia lamentable, musitarán los corrillos de la jerarquía eclesiástica. Y sin embargo, las palabras del funcionario encierran (acaso sin saberlo) una verdad rotunda que trasciende coyunturas. En este país, la educación sexual se va colando urgente por cuanta fisura presente el sistema, y en muchos casos con el aval de organismos oficiales. La educación sexual es y existe, mal que pese a la letra demorada de la legislación; y se planta en crudo, sin tanto remilgo discursivo, frente a cada adolescente que asiste a escuelas donde tratan de impartirles contenidos estratégicos, o en las salas de algunos hospitales municipales, echando mano a la espera de la consulta y contra la mirada a veces reprobadora del entorno.
Los profesionales del Servicio de Adoles-cencia del Hospital Cosme Argerich saben que “se están bajando defensas y consiguiendo consensos”, como afirmó Sileoni, pero conocen de sobra “la necesidad de dar respuestas fuera de la puerta del consultorio para plantear temáticas referidas al cuidado de la salud”, presentes en uno de sus informes sobre los talleres de educación sexual que vienen realizando hace seis años en la sala de espera del servicio. Desde julio de 2002 y hasta junio de 2006, por ese “espacio no convencional para hablar de sexualidad” pasaron 2900 adolescentes y 870 adultos acompañantes. Es entendido “no como una clase docente, sino como un dispositivo incorporado a la consulta médica. La intención es que los adolescentes se sientan en un espacio amigable, que sepan que no sólo pueden venir porque están enfermos, sino que aquí pueden ser escuchados”, explica el pediatra Enrique Berner, a cargo del servicio. Porque se trata, también, de facilitar la palabra, “lograr una comunicación más horizontal en la relación profesional/paciente y así minimizar el poder hegemónico médico, a propósito de esa estructura todopoderosa de quien lleva el guardapolvos. Transformar el espacio de la sala de espera en un lugar de comunicación grupal, donde de pronto puedan hablar de violencia, abuso, deserción escolar, aborto o de cómo cuidarse”.
Al menos dos mañanas por semana y durante una hora, voces adolescentes intentan domesticar el miedo y la vergüenza que les provoca exponer dudas y creencias en torno de esa palabra cargada de tanto plomo, que suele terminar convertida en motivo de sorna o condena. “A ellos –dice una de las participantes del taller, Valeria M., de 15 años, sin que haga demasiada falta que especifique a quiénes se refiere– no les conviene que nosotros sepamos cómo cuidarnos o qué es lo que nos pide el cuerpo, y entonces estas cosas las hablamos a escondidas, con nuestros amigos, que a veces saben menos que nosotros.” La experiencia del Argerich es doblemente osada por remitir a ese desafío de que la educación sexual se imparte con o sin leyes, y porque viene a romper con la teoría de los sitios políticamente correctos para hablar de ciertas cuestiones. “Nos interesa un espacio donde las palabras de chicas, chicos y mayores sean posibles de ser dichas y escuchadas, a través de un dispositivo que busca incomodar-nos para poder pensar-nos, y así lograr que empiece el juego de la autonomía. Sólo si sostenemos esa tensión las y los participantes podrán pensar por sí mismos y se permitirán otros recorridos”, sostiene la ginecóloga Nilda Calandra, que en cada apertura de taller exhibe láminas alla Maitena, con mujeres a punto de ahorcarse por un atraso. “Es la imagen que más pega”, consiente la psicóloga Carolina Corino, del equipo interdisciplinario que completan el pediatra Fernando Zingman, la ginecóloga Sandra Vázquez y las psicólogas Ana Picurio, Estela Trozzo y Karina Bieladinovich. “A partir de imágenes lúdicas fuimos rompiendo barreras que impiden abordar aspectos más conflictivos, como el aborto. Porque aun sabiendo que nos estamos manejando en un contexto en el que el aborto es ilegal, ponemos el acento en las condiciones de seguridad imprescindibles cuando se decide interrumpir un embarazo y en la necesidad de consulta médica para prevenir complicaciones.”
En los comienzos históricos de esta experiencia, cuando alguna adolescente se refería al aborto como solución para un embarazo no deseado, el equipo no se animaba a abordar libremente la cuestión, “teniendo en cuenta que nos encontrábamos en un espacio abierto y público. La autocensura obraba como una traba”, recuerda Calandra. “Por eso nos vimos en la necesidad de generar un espacio de reflexión dentro del grupo de coordinación para adoptar criterios, si no unívocos, por lo menos coherentes”, que hasta hoy permiten abordar la problemática con consignas más claras, que avancen sobre la contradicción adolescente entre discurso y práctica.
“Yo estoy en contra del aborto, pero llegado el caso, no sé qué haría”, es la frase que suele decirse en el taller y distingue esas tensiones, sobre todo “ante nuestro planteo sobre qué creen que habría que hacer. La respuesta casi unánime es consultar al médico, pero al repreguntar si eso ocurre, las respuestas reflejan el temor al castigo”, advierte Fernando Zingman. No se consulta “porque es ilegal”, “por miedo a la denuncia”, “porque te tratan mal” o “porque no te pueden solucionar el problema”, son las respuestas usuales. “Frente a esta realidad se hace urgente reflexionar en el campo de la salud sobre qué estrategias implementar.”
Acaso como estrategia pura contra ese miedo a posibles reproches, en los últimos tiempos circula entre las adolescentes la información sobre las “pastillas abortivas”, avisadas de su existencia porque “alguna amiga” las usó. “En cambio yo me enteré en un boliche adonde voy a bailar”, instruye Laura, de edad no confirmada aunque musitó haber traspasado los 16. “Me lo comentaron unas pibas hace bastante y me parece que está bueno como solución, pero después tenés que averiguar en qué farmacia te las venden, porque en algunas está todo mal y no las habilitan.” Fue el informe de la ginecóloga Sandra Vázquez sobre “Riesgos en salud reproductiva. Uso indebido de Misoprostol en adolescentes embarazadas”, de 2004, el que reveló que la posibilidad de realizar un aborto medicamentoso “estaría creando en las mujeres y entre las adolescentes en particular un imaginario diferente respecto de su práctica, por lo que podría estar cambiando su representación, en tanto no hay maniobras instrumentales ni la intervención de terceros sobre sus cuerpos”.
Que manos y ojos extraños no hurguen donde no son bienvenidos, que la atención médica de los más jóvenes sea obligatoria, o que el conocimiento adecuado de métodos anticonceptivos invada oportunamente las cabezas, hablan también de un taller hospitalario de educación sexual acercando el acceso a ciertas libertades silenciadas, a partir de un convenio con el Consejo de los Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes, acerca de sexualidad, género y derechos. “Nos encontramos con el desconocimiento absoluto de la existencia de leyes de salud sexual y reproductiva –comenta Ana Picurio–, pero al mismo tiempo muchas chicas llegan solas a la consulta para atención anticonceptiva.” Sucede que, contra todo pronóstico, la información circula, ya no por los médicos o a través del sistema de salud, “sino por lo que es el círculo primario –destaca Zingman–, que son los amigos, los padres, la madre sobre todo y quizá los docentes en la escuela. Con estos talleres entramos al círculo primario: todos los que salen comentan el taller con alguien, y los padres no manifiestan rechazo. En seis años de experiencia, sólo tres adultos se sintieron molestos”.
Graciela Esperanza, madre de Silvina, que dejó el secundario “por un tiempo, porque decidí trabajar”, y de otros dos varones, confiesa que “nunca le pedí al médico algo para cuidarme”. ¿Por qué? “Porque me parecía que iba a pensar que era una desesperada.” Su hija lanza una carcajada cómplice porque, en definitiva, el prejuicio las une, a despecho de barreras generacionales. Son algunos de los motivos por los que “creemos que hablar de los derechos en este espacio les da herramientas para poder utilizar en caso de que esos derechos sean avasallados”, remarca Picurio, o vulnerados, en el caso de las adolescentes, porque es sobre ellas donde la práctica coloca el yunque de la prevención del embarazo.
“Les preguntamos ¿los varones dónde están?, y las respuestas instantáneas son ‘se borran’, ‘no se hacen cargo’, ‘te dicen y yo cómo sé si es mío’. Un día les pedimos que explicaran por qué creían que actúan así, y una adolescente nos sintetizó la cuestión: ‘porque el embarazo es un problema de la mujer, ella lo lleva adentro’.” Es sabido que el varón que embaraza no recibe la misma sanción social que la mujer gestante, y que la condena aumenta con cada cambio en ese cuerpo. A Isabel, madre adulta de mellizos, no le sorprende que “se tomen el palo y una se haga cargo”, aun cuando no sea su caso. “Por eso tenemos que cuidarnos nosotras, porque ellos ni siquiera se enganchan con el uso del preservativo.”
Enrique Berner observa en los asistentes a cada taller la necesidad de poner el acento en el acompañamiento, bajo el cristal del criterio de oportunidades perdidas. “Quizá esas chicas y chicos vienen por una angina, pero en el trabajo cotidiano no alcanzamos a ver otros motivos reales de la consulta. Tenemos que aprovechar esos momentos para colaborar, sobre todo en lo que se refiere a la vida sexual de las y los adolescentes, que pasa como oculta para todo el sistema.”
A Manolo y su novia, que prefirió no decir su nombre, les gusta ser reconocidos como “talleristas de la primera hora” –año y medio, aproximan–, porque “eso te da chapa de que algo entendiste”, bromean. “Nosotros comprendimos cómo era eso de protegernos uno al otro aprendiendo a usar las palabras que antes no nos salían”, dice él. “Y creo que estos talleres deberían funcionar en todos los hospitales del país –agrega ella–, porque los adolescentes necesitamos saber y muchas veces no encontramos las maneras de preguntar.”
Hablan sin decirlo del taller-disparador de ganas que encienden con diferente intensidad frente al mismo fuego, como señala Zingman. “Nosotros tiramos la chispita. Si tenés ramas finitas, enciende de una forma; si son gruesas, de otra. Los contenidos circulan en función de la historia de cada uno que nosotros recibimos, y como profesionales debemos cuidarnos de no prejuzgar ni bajar líneas. Aquí sólo te damos las herramientas para que te cuides o para que críes a tu hijo.”
“A ellos no les conviene que nosotros sepamos cómo cuidarnos o qué es lo que nos pide el cuerpo, y entonces estas cosas las hablamos a escondidas, con nuestros amigos, que a veces saben menos que nosotros.”
Valeria M., 15 años
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