Viernes, 27 de octubre de 2006 | Hoy
EDUCACION
Los bachilleratos populares surgieron a partir de la crisis de finales de 2001 de organizaciones sociales y de derechos humanos con trabajo en sectores vulnerables y de trabajadores y trabajadoras de empresas recuperadas. Este año egresará la primera camada de estudiantes que aprendieron las materias regulares con una modalidad participativa y siempre con dos docentes que se incorporan al círculo para contar, en simultáneo, con distintos puntos de vista. La mayoría son mujeres y madres expulsadas de la escolaridad por esta doble condición.
Por Luciana Peker
–Siempre me interesó estudiar, pero me casé joven, tuve mis hijos, trabajé, los crié –enumera Liliana Airala la cuenta de su deber ser. Que era más deber que ser. Pero la cuenta en pasado.
–Ahora es mi tiempo –asienta, sentada, entre las aulas improvisadas del bachillerato popular Simón Rodríguez, del barrio Las Tunas, en el Tigre. Ahí donde el Tigre no es río, ni mercado, ni frutos, ni turismo, ni barcos, ni delta. Ahí donde el Tigre es un costado. Ahora, el tiempo de Liliana no es el del deber, ni el de deberse nada. Su tiempo es el de hacer los deberes. Sus propios deberes. Ahí, donde la bajada de la ruta homenajea a Ford, a Henry Ford (que tiene calle propia) que lleva a Camelo, López Camelo, que llega a Juana Azurduy, ahí, donde la provincia tiene nombres que no se nombran y la calle tiene luces que se ciegan ante la noche. Ahí un grupo de estudiantes empezó, en 1996, a hacer trabajo social con los más chicos y terminó, en el 2004, decidiendo empezar un bachillerato, popular, pero bachillerato para grandes. Para empezar a nombrar los nombres, a sacar las cuentas, a entender la ciencia, a cuestionar los nombres, la ciencia, las cuentas. Para empezar a pensar que la vida, la propia, las otras, puede ser la misma o puede ser distinta.
–Ahora los chicos crecieron y siento que es mi tiempo –cuenta Liliana, de 47 años, 6 hijos, 7 nietos, 1 marido y 2 perros, por orden de enumeración. Liliana también cuenta que cuando ella y el resto de sus compañeros empezaron el bachillerato tenían que andar corriendo las carpetas para esquivar las gotas que caían del techo y no había posibilidades de esquivar el frío. Ahora consiguieron un lugar mejor, ahí, en la esquina de las cinco esquinas, en el Tigre. En el Tigre del Costado. En Las Tunas. Ahí, de ahí, de donde va a salir este año una de las dos primeras camadas de egresados de bachilleratos populares de la Argentina. Una, la de Las Tunas. La otra, del bachillerato para adultos jóvenes que funciona en Maderera Córdoba. Las dos experiencias sintetizan otras experiencias que, este año, se juntaron para hacer un reclamo en común.
Los bachilleratos populares surgieron de trabajos de organizaciones sociales y de derechos humanos en barrios vulnerables del conurbano y la Capital y de las ganas de aprender de las y los trabajadores de las empresas recuperadas. Su metodología se basa en el modelo de pedagogía popular del Movimiento Sin Tierra, de Brasil, las escuelas Populares Farnebo, de Suecia, y la Universidad Bolivariana de Venezuela.
Actualmente, ya hay seis escuelas, setecientos alumnos y ciento cuarenta docentes que piden ser reconocidos. Por eso, los docentes y alumnos de Las Tunas, Maderera Córdoba, junto al Bachillerato Popular Villa 21 y el Impa (de Capital), el 19 de diciembre (de San Martín) y Los Troncos (de Tigre) realizaron una clase pública frente al Ministerio de Educación de la Nación, el 28 de septiembre pasado, para reclamar, entre otras cosas, el reconocimiento de esta modalidad de educación popular, subsidios, salarios para docentes y becas para los estudiantes.
Estos nuevos modelos de secundarios, con mayoría de mujeres en los barrios populares, en donde la maternidad y la discriminación de género barren del aula los sueños de tantas mujeres de seguir aprendiendo, se convirtieron en una pequeña revolución pedagógica que quiere dejar de ser invisible y empezar a ser nombrada como educación pública, gratuita y popular.
“Estamos luchando por una educación pública con una ideología de la participación y de la acción transformadora de la realidad”, explica, después de una clase que no quiere ser cátedra, Felisa Cura, docente de historia y estudiante de antropología en la UBA. “Nosotros creemos en la apropiación del conocimiento y no en la repetición. Por eso, también damos todos los contenidos que se dan en las escuelas regulares, pero desde la perspectiva de las propias historias de vida de los alumnos”, rescata Lucía Silva, que enseña historia en el segundo año de Las Tunas, es politóloga y –podría decirse– cursa un doctorado en el 60 que la lleva y la trae de Capital al Tigre –al costado del Tigre–, donde el 60 es una escala, una de las escalas de este viaje de intentar enseñar y aprender de otra manera, bajar a la universidad del mandato de los papers y aprender a dictar clases entre llantos y risas. Y ringtones.
Patricia Rivera se presenta con su presente: 45 años, 3 hijos, 2 nietos y 1 en camino. “No tengo la experiencia de haber ido a un bachillerato tradicional”, empieza a decir Patricia cuando se oye un ringtone. Los ringtones se escuchan en todos lados. También en las escuelas. También en ésta. Acá no hay prohibiciones tajantes. O adolescentes descarriados por los SMS. Igual, los ringtones dan risas. Siempre. Acá el profesor (que siempre son dos profesores para que existan dos puntos de vista simultáneos) no pregunta cuál es el chiste así nos reímos todos. Todos se ríen, nos reímos. Y en la clase de hoy, que se hizo entrevista, Patricia cuenta, sigue contando:
–Acá hemos tenido mucha ayuda en problemas personales, de ellos a nosotros y entre compañeros. Si algo no entendés, ellos te lo van a explicar diez veces. Si no venís al colegio, te van a ir a buscar.
No es lo único llamativo el hecho de que estén estén permitidos los ringtones. También el mate que circula en las clases ronda donde todo quiere ser (cuando puede ser) un círculo.
–Nos sentimos apoyados, contenidos. Acá no sólo venimos a estudiar, también venimos a enseñar, como dicen los profes, porque ellos también aprenden cosas de nosotros –dice, casi altanea, Patricia, como una lección que quiere dar, que ella también puede dar, que aprendió que tiene para dar: enseñar.
De hecho, el objetivo es multiplicar educadores. Por eso, algunos alfabetizan y otros van a hacer de red para que el bachillerato popular siga y crezca.
–El año que viene vamos a ser una ayuda para los profes, para ir a buscar a los chicos que no pueden venir, llenar papeles, formularios, para no alejarnos del todo de bachilleratos y para dar una mano –se vuelve a enorgullecer Patricia.
Sin levantar la mano, sin pedir permiso, Giselle Ramírez, 25 años menor que Patricia, su compañera de banco, también toma la palabra, que ya es suya. La primera palabra que dice ella, que dicen todas las alumnas de esta clase, es mamá. La mayoría de los alumnos son mujeres y la mayoría de las mujeres son mamás, a las que les resulta difícil estudiar porque tienen hijos y porque tienen hijos quieren, todavía más, estudiar.
El hijo de Giselle se llama Luca. Lo tuvo a los 19.
–Hice segundo año en otro colegio y quedé libre –explica.
Libre puede ser una palabra tramposa. Las faltas también. Giselle fue mamá adolescente y quedó libre. El colegio la dejó libre. Libre, en ese boletín de mamá adolescente sin licencia por maternidad escolar, quiere decir sola. Acá, en esta escuelita de trasnoche, donde el quejido de los bebés se incorpora como el crujido de las tizas, donde los balbuceos se hamacan entre los bancos, donde el silencio no es sagrado, aquí, al costado de la educación formal, libre quiere decir otra cosa.
–Vine acá y me pareció mucho mejor porque podía estar con mi hijo de día y venir de noche y seguir estudiando. Los profesores están todo el tiempo pendientes de lo que me hace falta. Es mejor que en otro colegio, que si no entregás un trabajo no les importa los problemas que tenés en tu casa –compara Giselle.
–¿Cuando quedaste embarazada sentiste que te iba a limitar la posibilidad de estudiar?
–No. Tener a mi hijo fue una de las razones por las que decidí seguir estudiando, para poder, el día de mañana, brindarle algo a mi hijo –dice Giselle y dicen todas.
Laura González tiene 20 años y da el presente de a tres. Priscila tiene dos años y duerme en un cochecito mientras la historia se vuelve clase, charla, debate. Brian tiene ocho meses y está en brazos, otros brazos, al lado de los brazos de Laura, en los brazos de la clase.
–Yo había hecho primero y segundo años de polimodal. En tercero tuve un accidente: trabajaba en McDonald’s, te daban zapatillas sin dientes y te caías de nada. Me caí y estuve internada un tiempo y casi dos meses sin caminar, pero en el colegio no me cubrían las faltas. Perdí el año. Al siguiente, cuando me quise reincorporar me quedé embarazada y ahí se me cayó el mundo abajo. Yo quería terminar el secundario y mi mamá me decía “vas a tener un hijo soltera y no vas a poder terminar la escuela”. Cuando vi el cartel en el barrio que decía que se abría el bachillerato me inscribí y empecé a venir con mi bebé de siete días –retoma su historia Laura. No es fácil contar la historia de su historia. Contar las cuentas de la vida con el peso, el alivio, el llanto, el ruido, el upa de ir y venir, de estar y dejar de estar con uno, dos hijos, encima, a cargo. Habla, Laura, entrecortada, temblorosa, habla con la vida recortada por los cuerpos que viven como ella, que van y que vienen, como ella que no quiere dejar de ir. A la escuela. Al futuro.
–Después de tener a mi hija me agarró una depresión posparto, pero vine porque ellos me vinieron a buscar –agradece.
Ella no lo buscó. Pero en segundo año otra vez quedó embarazada. Otra vez, sin embargo, había posibilidades de buscar. “Mucha gente me preguntaba cómo seguía con dos hijos. Y yo dije: ‘Sí, sigo’.
–Ahora estoy terminando –cuenta, cierra, se enorgullece, tiembla, llora, habla, Laura.
A veces los verbos se combinan. Las mujeres siempre, casi siempre, casi siempre que hay puentes para poder, pueden. Hacen falta esos puentes.
–Mis hijos están reacostumbrados a venir acá. La nena se desacostumbró un poco porque cuando lo tuve a Brian no la podía traer, pero después tampoco la podía dejar en mi casa, así que volvió a venir. Mis compañeros me reapoyan. Y los profes también. Acá no sos alumno, acá sos de igual a igual. Cuando estás triste te abrazan, te dan mucho cariño, mucha contención. Eso en una escuela común no existe. El profesor es el que sabe todo. Y vos sos el burro que tenés que aprender todo. Vos no sabés nada. Yo estoy terminando y no lo puedo creer –comprueba Laura, que dice terminando:
–La nena nos aguanta desde el embarazo –dice ese murmullo de aula, esa ola de chistes, ese ringtone que se hizo eco en la ciudad, el conurbano, Las Tunas, en ese celular que también filmó, en clase, los pasos, los primeros pasos de Priscila.
María José Taboada tiene tres nenas y un trabajo en un laboratorio. Eso a veces le puso trabas y también la impulsó a terminar, estar terminando. “Después de llegar a casa tras nueve horas de trabajo hubo momentos en que mi hija más chica lloraba para que yo no viniera al bachillerato y yo quería venir porque me daba cuenta que ellas iban creciendo y que mi único futuro era estudiar por ellas. Y por mí”, subraya María José.
–Es importante que salga la oficialización para que esto que nos hace bien le pueda pasar a otra gente. Es una experiencia fantástica –se suma Carolina Gómez, de 28 años y una nena, Narell, de 7.
–Yo dejé el secundario en segundo año y ahora que estoy haciendo tercero me cuesta porque todo el tiempo tenés trabajos para entregar. Pero siento que tengo otra base. Antes pensaba que cuando mi hija fuera a quinto grado no la iba a poder ayudar a hacer las cuentas. Pero ahora lo hago, además de por ella y por mi familia, por mí. Por saber.
“Nosotras no sólo enseñamos con perspectiva de género la era industrial o los talleres de sexualidad, la perspectiva de género está en la clase –ejemplifica Paula Costas, socióloga y docente de Ciencias Sociales del bachillerato popular de Las Tunas–. Hay historias de vida de violaciones, de abortos, de maridos que no las dejan venir a clase o de mujeres que, por el contrario, se hacen respetar por sus maridos a partir de empezar a estudiar.”
En el tercer año de Las Tunas hay 28 alumnos, pero sólo tres son varones. Alejandro Bringas habla y cuando habla, todos –que el día de la entrevista son sólo todas– murmuran. Alejandro tiene fama de hablar mucho y apenas dice a, A de Alejandro, sus compañeros –sus compañeras, las 25 de sus compañeras en esos coros que generan marea– le hacen un coro de “ehhhhhhh”.
–Volver a estudiar es una de las cosas más lindas que me pasaron. Me retribuye más de lo que me puede dar cualquier sueldo. Cuando termine me voy a dedicar a estudiar pero pienso seguir colaborando con este proyecto. Mis compañeras son señoras que tienen hijos y si llueve, vienen con paraguas y, si tienen que venir, vienen con los chicos y los pañales. Es una cosa linda, por más que te desaprueben –nombra Alejandro. Y nombrar la palabra desaprobar, en cualquier clase, en ésta también, por más que sea una clase de señoras compañeras, genera murmullo y risas. Desaprobar es la palabra temida. Y a los temores se los exorciza con risas, risas colectivas.
“A los 15 años sufrí un intento de violación y, desde ahí, me vine abajo y siempre pensé que la cabeza no me iba a dar. Ahora mis hijos me dicen ‘yo te paso el trapo’, ‘yo te lavo los platos’ porque me ven contenta cuando vuelvo con un 7 o un 8.”
Maria Teresa Quinteros, 40 años, alumna.
–Yo vengo bien, vengo aprobando las materias –aclara Alejandro, que habla con seriedad de su proyecto de escuela. Y habla para darles la razón a las chicas que advirtieron que a Alejandro le gusta hablar. En las aulas se conoce la gente. Alejandro se enorgullece de venir bien, pero también sabe de dónde venía.
–Yo venía de la secundaria de la época militar, que te bajaban la línea, no les importaba quién eras, ni si ibas o no ibas, dabas el presente y chau, hasta mañana. En cambio, acá, no te digo que es individual la clase, pero sí es personalizada. Saben quién sos, qué problema tenés, cuándo estás triste, cuándo estás contento. Esto es una cosa muy importante. Aunque tal vez no conté nada del colegio... –se ataja, para seguir contando.
–Ya contaste bastante –lo golean. Y le dan el pase. Las señoras compañeras quieren seguir hablando.
–Tengo dos hijos adolescentes –arranca Silvia Espinosa, que sabe lo que es tener adolescentes (Emmanuel, de 19 años, y Tamara, de 17) pero no sabe qué es tener adolescencia, aunque a sus 35, otras y otros todavía, al mismo tiempo, viven una adolescencia extendida. Lejos, casi siempre, de los costados donde la vida apura.
–Cuando yo era adolescente tenía que criar a mis hermanos por ser la mayor de la casa mientras mi mamá trabajaba. Después, me casé joven y tuve que criar a mis hijos –enumera Silvia en una cuenta que no es matemática. No todo es dos más dos es cuatro. No todas las fichas juegan al juego donde se avanza de a casilleros, no todos van para adelante. Aunque hay, siempre hay, hay si se deja que haya, posibilidad de barajar y dar de nuevo.
–Pero todo se dio antes de lo que yo pensaba. Ahora los tres juntos estamos estudiando. Emmanuel y Tamara en la escuela del Estado y yo acá. Pasa una cosa muy linda, a veces ellos me piden mis fotocopias –se ríe, se jacta quien no nació para jactarse y goza de ese desvío del destino– o yo los ayudo a hacer sus trabajos y ésa es una cosa muy linda.
Linda –adjetiva Silvia. Linda. Dice. Y la sonrisa se le pone así.
Silvia además es el ejemplo del objetivo multiplicador de la educación popular. Educar para educar para educar. A pesar de la ostentación de los altos niveles de alfabetización y escolarización de la Argentina, donde hay un 2,5 por ciento de analfabetismo, lo que representa la segunda tasa más baja de toda Latinoamérica, según datos de la Unesco, publicados esta semana. Pero ese 2,5 por ciento no es nada, no es nadie. Argentina tiene blancos sobre negros, tiene un embrollo de promedios en donde la excelencia se mezcla con la exclusión y en el aprobado argentino hay demasiados 10 y demasiados 0. Por eso, fuera de los márgenes de los promedios, Silvia enseña a decir con palabras las palabras.
–Estoy en un programa de alfabetización con una maestra que se llama María. Tenemos dos adolescentes, Rubén, de 20, y Matías, de 16, que no sabían ni leer ni escribir. Hacer cosas por los demás es lindo. No hay que dejar a la sociedad marginada. No porque no tuvieron oportunidad que tampoco la tengan –apunta Silvia. La maestra, la alumna. La que no pudo estudiar y ahora enseña.
–Mis propios hijos me han contado que si el profesor está de mal humor los manda a marzo o que si ellos llegan cinco minutos tarde los hace repetir. Eso acá no se da. Y yo también trabajo en una escuela del Estado y me doy cuenta que los chicos son un número. Si un grado tiene que tener 30 alumnos tiene 30 para que el grado no cierre. Acá lo que importa es que aprendas. Si no entendés algo, te lo vuelven a decir.
Volver. Para María Teresa Quinteros, de 40 años, volver a la escuela fue volver a creer en ella.
–A los 15 años sufrí un intento de violación y, desde ahí, me vine abajo y siempre pensé que la cabeza no me iba a dar. Ahora mis hijos me dicen “yo te paso el trapo”, “yo te lavo los platos” porque me ven contenta cuando vuelvo con un 7 o un 8.
–¿Para qué estudiás?
–Para averiguar más cosas –enseña María Teresa.
Hay más, había más, habrá más. La historia tiene eso: da futuro.
“A los siete bachilleratos populares, surgidos de experiencias sociales o fábricas recuperadas, nos nuclea una perspectiva de la educación popular que intenta formar sujetos políticos que apunten a la transformación de la realidad”, describe Ezequiel Alfieri, profesor de historia, miembro de la Cooperativa de Educadores e Investigadores Populares y Coordinador del Bachillerato de Jóvenes Adultos Maderera Córdoba.
Alfieri explica por qué ahora los bachilleratos que quieren formar estudiantes movilizados se movilizan para seguir y crecer. “Nosotros pedimos el reconocimiento definitivo de los bachilleratos populares con una normativa específica. Está creciendo la exclusión de los jóvenes y adultos de las escuelas. Por eso, el Estado tiene que reconocer que las organizaciones sociales están cubriendo este espacio y dar una solución. También pedimos –continúa– un reconocimiento económico (para que nuestros docentes tengan un salario como cualquier docente) y que haya subsidios a nuestros proyectos, como ahora hay subsidios para colegios religiosos que cobran cuota y, encima, el Estado los subvenciona. Y nosotros que proponemos una educación pública, popular y gratuita ni siquiera tenemos diálogo para ver la forma de sostener estos seis colegios. Nuestra objetivo es que se puedan seguir abriendo más de este tipo de colegios para que los estudiantes puedan pensar y actuar en la realidad en la que viven –remarca el profesor de historia–. Hasta ahora nos damos cuenta de que hay una apropiación del espacio diferente y que el nivel de deserción es mucho menor al de escuelas públicas o privadas que tienen recursos. Por eso, creemos que estamos en el buen camino.”
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