NOTA DE TAPA
Calma, ya sólo queda por delante el fin de año y las consiguientes esperanzadas primeras horas del que sigue; sobre el atardecer ya se comprende que nada cambia con el calendario e incluso, como se verá, puede empeorar. Si esto sucede –si el amanecer del nuevo día sigue siendo negro– es posible echarle la culpa a los excesos de estos festejos que se imponen a fuerza de burbujas. Lo cierto es que a la fiesta que queda hay que atravesarla y es aconsejable, en este caso, sumarse a ella. Pero, eso sí, un recuento sobre otras pasadas no viene mal, aun cuando el género humano sabe de tropezar con la misma piedra, aun cuando ésta esté señalada con pintura fosforescente. ¡A brindar, que se acaba el año!
Por Marta Dillon
Cuenta la historia que esto sucedió allá lejos y hace tiempo. En un país muy cercano, este mismo, pero que aparece perdido en la memoria porque en ese país vivía como si fuera otro por el puro deseo de acomodarlo a los vaivenes de una adolescencia que necesitaba olvidar para poder vivir. Y así, de olvido en olvido, era posible remontar la euforia por los hechos privados que la tradición indica que ofician de pasaje: de niña a señorita, de señorita a mujer sexuada y con su primer palito tachado en la lista de lo que tanto se ha fantaseado. No era esta señorita la primera en atreverse a cruzar la línea. Otras lo habían hecho antes y lo habían contado en ruedas de amigas que morían de risa con la cara colorada de excitación y sintiendo en la panza una cosquilla que no podían explicar acabadamente pero que tentaba a las manos a ubicarse un poco más abajo de donde resulta inocente ubicar el hormigueo. Seguía a la confesión una serie de codazos, un revoleo de ojos al cielo, un calor que subía a las mejillas delatando la ansiedad de unas, la vergüenza de otras. La señorita que aquí nos ocupa se mordía los labios ¿sería capaz ella también de dar el paso?, ¿era necesario?, ¿cómo evitar el miedo de ser abandonada después de haber entregado la flor de su secreto? Pero ella no podía ser menos. Ni quería. El novio estaba ahí, bien dispuesto y con su flequillo rubio bien peinado, sin hacer presión, es cierto, pero con toda una batería de prácticas que mostraban –eso le parecía a la señorita– que el dulce podía ser manjar si una estaba en buenas manos. Es cierto también que todas estas damiselas tenían sus aquelarres de confesiones en el patio de un colegio irlandés y católico que obligaba cada viernes a sentarse frente al cura para lavarse de sus pecados. Pero eso no era un gran impedimento, ya habían aprendido a mentir y si no a negociar con su diosito privado el bálsamo que imponía el amor sobre el pecado; que el amor todo lo perdona y si no, el sabría entender. La cuestión es que el gran día se avecinaba a fuerza de decisión y curiosidad, que ya sabemos que mata al gato. No podía ser cualquier día, era necesario uno especial y correctamente festejado; sobre todo uno en el que ambos –novio y señorita– pudieran escaparse de la mirada admonitoria de los mayores para solazarse a sus anchas con las promesas que de otros y otras habían escuchado. Lo vas a querer mucho más, había jurado la mejor amiga de ella. No podés ser tan pelotudo, punzaba el mejor amigo de él. Damas y caballeros, cada cual según lo aprendido, envolvían cual cofradía a la pareja debutante conjurando temores y ofreciendo ventajas que conocían, sí, por experiencia. Fue así que el evento se planeó en una fecha particular: año nuevo. Fue así que inventaron que uno iría a pasar la fiesta a la quinta de la otra, y la otra a la isla del Tigre de la familia del otro. Fue así que consiguieron quedarse esa noche en un piso 18 del barrio Belgrano desde donde se veía la ciudad y hasta el río mismo. Fue así que cada uno tuvo que mentir que a esa fiesta inexistente irían también una cantidad de amigos y amigas que blanqueaban ese atrevimiento de instalarse en la familia de la pareja cuando sólo se cuenta con quince años y los amores son un día un juramento y mañana una traición. Y fue así también que tuvieron que complicar en la mentira a un número indeterminado de fraternos voyeurs que no se privaron de pedir que entonces merecían participar del brindis previo al momento en que estallaran los planetas. Vestidos novio y novia con ropa blanca para homenajear al año que se iniciaba, los cachetes más rojos de lo que imponía el verano en el país del sur, nerviosos como era obvio, la pareja y sus amigos se dieron cita previa en un bar de la zona y chocaron copas de cerveza y otros licores que fueron bien servidos a pesar de la edad promedio del grupo. Hubo un momento, recuerda la señorita, en que ella y su prometido querían salir corriendo de la sesión alcohólica, sobre todo porque estaban hartos de recibir consejos al oído. Y hubo otro, inmediatamente posterior aunque no puedan determinar el límite entre el primero y el segundo, en que ya apenas recordaban el motivo de tanto jolgorio. La vida misma podría haber comenzado y terminado ahí, con la pareja como protagonista y sin caer en el vacío de lo por venir. Pero tuvieron que irse. Promesa obliga, al día siguiente serían otros, más bellos, más amados, más sabios. Se levantaron de la mesa entre deseos de buena suerte y guiños que podrían haber alertado hasta al sereno de la esquina. Caminaron abrazados aunque un poco tambaleantes y lograron meterse en el ascensor y llegar despiertos al piso 18. El equipo de música les regaló sus luces de colores. Ninguno de los dos podría decir qué canción se regó sobre la ciudad titilante; y no es porque hayan pasado 25 años. Se besaron largamente, se desnudaron torpemente. El se recostó en el suelo, boca arriba. Me parece que estoy un poco borracho, dijo. Ella se subió sobre él. Estoy mareada, dijo. De lo que siguió, ninguno recuerda nada, salvo que despertaron una encima del otro y entre los dos, la mustia señal de que algo había pasado aunque el alcohol les haya robado la chance de contar qué.
Por Liliana Viola
Quien acostumbra ver el vaso medio vacío durante todo el año llega a la mesa del 31 con la secreta intención de dar vuelta su destino antes de las 12. No hay más razones que ésta para no detenerse ni un segundo a devolver saludos y cumplidos, ubicarse primera a la mesa, identificar la copa medio vacía y levantarla hacia el cielo con la vehemencia que supieron tener hace años las maestras durante los actos patrios. Afortunadamente el lenguaje de las copas en estas fiestas es más elocuente que en las sesiones espiritistas. Como una aparición alguien descorcha una botella mientras agrega de oficio: “¿Sidra o champagne?” Sin ánimos de ironizar ella responde: “¿Por qué o?”. Mitad llena y mitad llena, la copa va y viene de la boca a la aparición que llegado cierto punto ya no pregunta y sirve.
El juego se interrumpe por un súbito ataque de urbanidad: ¿Será de buena educación chocar las copas? En la Antigüedad, según una leyenda dudosa, los brindantes las chocaban para que los fluidos se mezclaran y evitaran la sospecha de que el anfitrión pretendía envenenar al invitado. El brindis era antes una especie de desarme, declaración de paz en tiempos gastronómicos. Ahora mismo ella acaba de decidir comenzar este año sin rencor y sin veneno, por eso es la primera en empujar la silla hacia atrás y rodear la mesa en busca de comensales para chocar. ¿Blanco o tinto? “Felicidades”, responde mientras alarga su copa sin ánimo de ironizar.
Casi al final alguien advierte que había que mirarse a los ojos sí o sí. Otro enumera las desgracias de la libido y la muerte de erotismo que espera en el infierno de los no creyentes. Ella que nunca ha creído en nada, ahora tiembla ante la posibilidad de que se cumpla la profecía. Por fin puede creer, lo que no puede a esta altura es fijar la vista en un punto y mucho menos determinar con precisión de dónde viene el brindis. Solícito alguien le responde que “brindis” se remonta al siglo XVI y tiene como motivo la celebración de una victoria del ejército de Carlos V sobre Roma. Lactancio, caballero de la corte del Emperador, convence a uno de los testigos del saqueo de que su jefe no tuvo culpa alguna y que fue Dios quien permitió la matanza por el bien de la cristiandad. Por eso llenan sus copas de vino, las alzan al frente y dicen a coro: “bring dir’s” que en nuestro idioma equivale a “Yo te lo ofrezco”. Gracias, responde ella alargando la copa en señal de saludo a lo que debe de ser el último invitado.
El año que viene, en lugar de concentrarse tanto en la maldita copa, va a empezar de temprano clavándole los ojos a todo ser vivo que se le cruce. Además ella va a aportar la otra versión que dice que los comensales solían levantar y golpear sus copas para llamar la atención de los sirvientes y que les sirvieran más bebida. Afortunadamente el lenguaje de las almas en estas fiestas es más elocuente que en las sesiones espiritistas. Como una aparición alguien destapa una botella mientras agrega de oficio: “¿Sin gas, mamá?”¿O finamente gasificada?” Sin ánimos de ironizar ella estira la copa y responde: “Feliz año”.
Por Soledad Vallejos
Los vagos y malentretenidos se amontonaban en los almacenes de ramos generales. Los primeros afrancesados porteños, en los primeros bares que emulaban la sociabilidad parisina de veredas democráticas para disfrute –al menos espacialmente compartido– del caballero y el rasca. Los varoncitos de sociedad, en la privacidad endogámica del club. El bar, el café, era territorio masculino, lo mismo que todo lo que de allí se ponía en juego y derivaba: básicamente no el café sino –claro– el alcohol. “Murmullos confesionales y pendencias de ebriedad o de ultraje hacen de los cafés un lugar donde se ostenta un honor que más de una vez será (...) un escudo funerario”, escribieron Fernando Devoto y Marta Madero en el volumen de Historia de la vida privada en la Argentina dedicado al período 1870-1930.
Las chicas, en cambio, las señoras, además, las señoritas también, ellas nada de nada. Excluidas de la liberación que podía convertirse en condena. (por algo las sociedades de socorro moral e higienista hacían de la lucha contra el alcoholismo de los señores trabajadores una bandera irrenunciable; por algo ese mismo tema lo retomó el socialismo, luego también el peronismo. Pero el vicio era masculino y público: nunca mujeril, ni privado ni público). Si eran fabriqueras, de la casa a la fábrica, de la fábrica a casa; no fueran a decir los vecinos que daban malos pasos. Si eran vendedoras (de fantasías, de géneros, de lo que fuera), menos que menos: la escasa honorabilidad concedida a esas trabajadoras no permitía distracciones. Las de sociedad, ah, cuándo no, ahí la cosa empezaba a mostrar otros tintes, por no decir colores, aromas, graduaciones. A media mañana no porque había desayunos copiosos e infusiones varias; a mediodía una pequeña medida de algo, porque estimula y sienta bien; a la tarde, bueno, la siesta. ¿Y el despertar de la siesta? El despertar de la siesta no tenía excusa, y si la señora recibía, porque recibía, y sino porque de otra manera se aburría: las chicas de antes –a ver si alguien cree que el after office acaba de inventarse– no usarían gomina pero ni falta que les hacía: con los licores de los encuentros de damas alcanzaba y sobraba. De huevo, de oro, de frutas, de una casa exquisita, casero, de una receta heredada y reproducida con celos; de donde fuera, allí estaba, y allí perduró esa sana costumbre de la copita a la hora en que el día se va pero todavía perdura y qué le vamos a hacer. La división de géneros se extendía de los usos y costumbres a las sustancias mismas: las chicas tomaban con las chicas y jugando a que no; los chicos con los chicos y demostrando que sí.
Afortunadamente, las cosas se fueron transformando, y de la cueva unisex y la exclusividad de los ritos privados, pasó lo que fue pasando en una loca carrera hasta hoy, que nos encuentra alabando bondades de copas, cristales, terruños y terroirs, bouquets, colores, maridajes y combinaciones, como quien habla de cine. Algo pasó, en el medio, algo por no decir mucho: puede ser hedonismo, puede ser compartir, puede ser llegar al límite o excederse. Su presencia, uso, abuso –como todo aquello que cae en nuestras manos siempre tan inclinadas a la libertad y también al libertinaje– tiene una particularidad importante: si quisiera, podría habilitarlo casi todo. (Bette Midler era de decir que “trato de no tomar demasiado porque cuando estoy borracha muerdo”.) O no. (Humphrey Bogart: “El problema con el mundo es que siempre está un trago detrás”.)
En algunos oídos, su nombre es sinónimo de festejo; aún peor: de adhesión al festejo (tan luego esa compulsión de llevar a todo el mundo a celebrar, sonreír, brindar, a una hora precisa). En otros, habla de la única compañía posible. Hay definiciones aburridas como la de la Real Academia Española: “Cada uno de los compuestos orgánicos que contienen el grupo hidroxilo unido a un radical alifático o a alguno de sus derivados”. Pero también definiciones deliciosas y provocadoras como la que Mario Kardahi y Raúl Echenique dan en El arte de la exquisitez y del buen vivir: “Así como el hielo es el alma del cóctel, el alcohol es el alma de las bebidas”. Y ya que estamos, por qué no estirarnos y decir: también de las fiestas. Se dirá que no necesariamente, pero también se podrá retrucar que forma parte inevitable de la escenografía: un elemento necesario aunque no suficiente; es lo que desencadena, lo que podría desencadenar y también todo lo contrario: las expectativas de lo por venir que se ahogan y sucumben y aquí no ha pasado nada porque se sirvió de todo de más. Lo importante es que nunca se sabe; mañana será otro día. Salud.
Por Luciana Peker
Alguien me dijo –bah, alguien no, mi amigo Rodrigo– que daba buena suerte festejar año nuevo cada vez en algún lugar distinto. Ese año –ahora tan viejo– era nuevo para mí porque era mi primer año nuevo con alguien nuevo. Bah, con alguien. Con Alejandro. Con alguien que con el tiempo –que ahora es pasado– podía ser futuro. Y las palabras “podía ser” –así amuchadas– no eran sólo una manera periodística de evitar juicios por decir verdades como quien no las dice. La potencialidad del “podía ser” era toda una definición. El futuro no es sólo futuro. Si el futuro “puede ser” es deseo. Y el deseo siempre se late en presente. Pero, ese año, en Villa Gesell, un año antes de que el siglo cambiara de ceros, era año nuevo entre amigos y con amor –que podían ser, y después fueron, un amor multiplicado en amores bautizados Uma y Benito, cuando ya el siglo había pasado los ceros y los mercaderes de sistemas el pavor por el Y2K– y hubo tren y hubo cenas y hubo abrazos y charlas y hubo amor y hubo cielo abierto y fuegos artificiales y horizonte para mirarlo. Hubo todo eso que es obvio y que después de 33 años de años nuevos no pienso obviar reconocer que mis deseos son tan vulgares y arrolladores como el mar y el amor.
También hubo metegol ese año. Y tampoco voy a obviar el detalle. Porque el metegol –o poder jugar a algo con ganas– despertó en mí más conocimiento interior que cualquier silencio yogui. El remolino –que Diego Bonadeo, por sobre mi cadáver, quiere desterrar del fútbol con manija chica– y que versa en girar y girar y girar para que la pelota tome efecto me dejó entender varias cosas: 1) que el juego era una puerta abierta que no sólo había quedado en la infancia. Una puerta que ahora disfruto con la infancia de mis hijos jugando no sólo al metegol sino al tejo de mesa, a rondar empapada de risas el vértigo en redondo de las tazas y al bowling (mini, de los que dan tickets para caramelos), 2) que a mí me gustaba –podía gustar– algo más que viajar, leer el diario, escribir notas y bailar (preferentemente cumbia), 3) que la vida es remolino y que cuando la cancha se pone difícil es cuestión de girar y girar y girar hasta volver a tener la pelota dominada.
Después de ese fin de año y ese principio de vida, siempre recordé lo de la suerte de festejar en un lugar distinto (el problema de una atea como yo es que por no creer en nada siempre creo en todo) e intenté cambiar el mapa de los cambios de año. Con la furia y la fe de las sin fe. Por eso, hubo pileta en el Tigre, fogón en Mar Azul y un año de contrarreloj sin planes. A las cinco de la tarde estábamos saliendo de la Capital sin expectativas. A las seis entrábamos al zoológico de Luján y a las siete y media comprábamos la carne, la coca –un vicio no virtuoso, mucho menos si es legal y light, pero que se agrega a mi lista de obviedades– y a las doce brindábamos con sandwich de lomito, rugidos de león, llamas y llamas que eran llamadas por la llama husmeante del asadito y un zoológico con camping en el cual sólo estábamos nosotros y ellos. Al otro día hubo una vuelta en elefante –que ahora sé que es un horror biológicamente incorrecto– que Benito (que tenía dos años) no recuerda.
Pero que yo no olvido.
Por Roxana Sanda
Antes que nada, debo decir algo: soy abstemia. Por suerte para mí, existe harta variedad de sustancias que me brindan aquello que mi cuerpo rechaza del alcohol como un caballo enloquecido. En alguna época lejana, a la pregunta remanida de “¿pero cómo?, ¿no tomás alcohol?”, la respuesta (dicha con cierta paradita de rebelde) era “sí. Es lo único que no tomo”. Con los años, fui comprobando que frente a un Rutini blanco, un cognac en el peor invierno o un gin tonic no muy cargado, mi grado de abstención decaía estrepitosamente, aunque nunca llegara a vaciar la primera copa. Debo decir también que nunca le di batalla a la abstemia que llevo dentro, por el contrario, juntas hemos soportado afrentas, humillaciones, desplantes y salpicaduras etílicas de toda coloratura. Ya en la adolescencia descubrí que mi condición provoca reacciones sociales de lo más absurdas. E incómodas, por supuesto. Tuve un suegro sanjuanino al que le resultaba tan insoportable mi desapego a la bebida, que en las fiestas de fin de año, cuando solía agarrarse las más apoteóticas de las mamúas, se entretenía en rociarme con vino blanco a escondidas, en algo parecido a esas guerras de pistolas lanza-aguas a las que juegan los chicos. Hoy, lejos, muy lejos, a Dios gracias, de ese condenado, otros hombres (ahora que lo pienso, siempre fueron hombres) pretenden conjurar mi condición abstemia: algunos se niegan a chocar sus copas contra la mía al momento de los brindis argumentando que ese acto podría depararles un destino desgraciado; a otros les concedo la tranquilidad de acercarme una segunda copa “sólo para brindar”, como dicen, y así fingimos que por ese instante bebo, o soy una más, que es lo que supongo quisieran de mí. Nada de esto me apena demasiado, y hasta diría que hace unos años mi sobriedad (detesto la palabra, pero es la que acomoda a mi situación) me abrió los ojos a un universo increíble. Sospecho que, no por casualidad, fue ocurriendo en las celebraciones de Navidad y Año Nuevo. Así fue que empecé a situarme como espectadora privilegiada (juro que la experiencia es pasto fresco para mi mente) de las grandezas y las miserias humanas. He visto cuerpos desnudos danzando alrededor del fuego, vómitos escarlatas lanzados entre carcajadas, amenazas de muerte con un tramontina escondido detrás del arbolito, hijos mayores descubriendo su carácter de adoptivos. He presenciado cuatro horas ininterrumpidas de declaraciones de amor, acrobacias en la cornisa de un décimo piso, hermanos fornicando con coreografías de Bob Fosse, karaokes clandestinos en geriátricos de ancianos previamente empastados. Pensándolo bien, esto me lleva a replantear el párrafo inicial: no soy abstemia, señoras y señores. Creo que mi ebriedad ritual es el voyeurismo, ese que junta las perlas que otros desparraman al azar. Felices fiestas.
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