NOTA DE TAPA
Aunque no todas viajen en verano, hay algo más allá del cuerpo que se mueve en esta época; tal vez la sensación de estar en tránsito –hacia el comienzo del año productivo propiamente dicho– o un deseo que empuja a llegar a algún puerto como si se tratara de una promesa. De alguna manera, cada cual a la suya, en vacaciones se viaja. Y después se vuelve para contarlo.
› Por Luciana Peker
El viaje es esa geografía que, de golpe, se vuelve extraña porque el jugo es de guayaba en vez de naranja o porque los colores se agolpan en un cerro. El viaje puede ser guiado por un museo que fue deseado por años o decidido por el azar del destino o la suerte. El viaje puede ser llegar a ese lugar al que todos van o sentirse acorralado por esa postal que para la mayoría enmarca la felicidad y para una, en cambio, la incomprensible ficción del bienestar. El viaje puede ser el tiempo de empanar milanesas después de una rutina delivery o, para otras mujeres, según cual cada cual, la desgracia de tener que empanar milanesas porque en el viaje no hay “hola” ni “chau” para el trabajo cotidiano de sostener lo cotidiano. El viaje puede ser sola, con esa carga abrumadora que tiene la palabra sola y que, sin embargo, tantas mujeres desafían sintiendo el placer de detenerse horas en un cuadro –sin que nadie se queje por sus pies o por los ruidos de su panza– o de hacer turismo de supermercado. El viaje puede ser turismo –¿y qué?, ¿o el turismo no es el arte de viajar?, no está tan mal después de todo...– o puede ser un viaje que cambie la vida, que no se haga escapada, sino piel y carne, en un almanaque en donde el viaje no es una fecha roja.
El viaje puede ser una manera de celebrar la juventud, la falta de compromisos en un tiro al vacío sin nada ni nadie, o puede ser una vuelta de la vida, una libertad pagada con años de deber y deberse esa brisita en la cara que siempre pega bien ante un idioma, un tono, una palabra, un aroma hecho viento o cocina, distinto, diferente, nuevo que siempre acerca el viaje que siempre acerca, por alguna razón, alguna diferencia, la idea de que la vida puede ser distinta. En esta nota de Las/12 los muchos viajes posibles que emprenden, hacen, desean, recuerdan y sostienen mujeres, distintas mujeres en viajes distintos. Vacaciones no es una sola palabra. No siempre es descanso, pero siempre es distinto.
“Cuando era adolescente la pasé muy bien en lugares turísticos como Mar del Plata, iba a todos lados con un grupo de amigas y amigos pero de más grande comenzó a desagradarme la mala onda de lugares con tanta gente apiñada, ruido y contaminación...”, subraya Analía Bernardo, una escritora e investigadora de la tradición de La Diosa de 48 años que si se animó a desafiar el concepto de El Dios imagínense que no se iba a apiñar junto a La Rambla a esperar los barquillos.
Ella desafía la meca del verano de buena parte de los argentinos. “¿Qué clase de vacaciones es hacer colas para todo y en lugares con alta contaminación, basura en las playas, el smog de los autos, la tensión de la gente y vivir situaciones de estrés igual que en la ciudad donde una vive todo el resto del año?”, se pregunta. Y se contesta. “No es vacaciones lo que hay ahí –si la idea de las vacaciones es dejar el día a día para encontrar otros días, despojados de rutinas e intimaciones–, sino un consumo vacacional. “No encuentro ningún placer ni descanso en medio de muchedumbres y sitios antiecológicos. A la postre tantas energías cruzadas y en desarmonía terminan perturbando a cualquiera y volvés con toda esa carga de negatividad. La última vez que fui a la costa, a San Bernardo hace siete años, era un asco como estaba la playa contaminada con basura de todo tipo, desde miles de colillas de cigarrillos hasta pañales. Cada mañana el mar devolvía, “vomitaba” toda esa basura que continuaba pudriéndose al sol día tras día. Desde entonces no volví más a la costa”, enuncia.
No todas las mujeres sueñan con una tarde bajo la sombrilla. Pero algunas sí viven sus sueños. “También he disfrutado de algunas vacaciones diferentes. Cuando fui a San Martín de los Andes con un grupo de compañeras de trabajo pasamos una noche en el lago Huechulafquen con lo mínimo necesario para acampar entre el Lanín nevado y el lago, cocinando con fuego y contemplando la luna llena más plateada que vi en mi vida emergiendo por detrás de las montañas. Recuerdo que apagamos el fogón para ver cómo se iluminaba todo el lugar con la luz de Küyen”, relata con la libertad de ser una mujer sin estereotipos ni familia tipo atrás. “El no haber formado una familia convencional con marido y niños me ha permitido pautar algunas vacaciones diferentes –incluso con pocos recursos económicos– más conectadas a mis necesidades internas y con las personas que me acompañaban o con las que conocía en cada lugar”, revaloriza.
“Nosotros alquilamos porque irse a un hotel o a un lugar con muchos servicios un mes entero es muy caro”, explica Patricia que tiene 34 años, un hijo –Lautaro, de dos– con su marido, Diego, que tiene dos hijos ya más que adolescentes de su anterior matrimonio y el plan es compartir vacaciones un poco solos y un poco todos. ¿Es descanso para una mujer que trabaja sin descanso ir a descansar y quedar a merced de preparar comida, tender las camas, levantar las toallas y barrer antes o después de tomar el último café? “No se me hace muy pesada la limpieza y demás, porque recurrimos al lavadero, la comida hecha y –cuando está el hijo grande de mi marido– al asadito”, dice Patricia, que siente en la posibilidad de volver a tomar la sartén por el mango también un placer de dejar el reloj en Buenos Aires. Pero a veces no. “Hace dos veranos, mi hijo era muy chiquito, tenía nueve meses y, esa vez, sí me resultó un esfuerzo tremendo que no repetiría. Pero ahora no me disgusta. Se trata de hacer alguna tarta, barrer un poco y mandar todo al lavadero. Lo nuestro además es atípico, porque yo me vuelvo por unos días a laburar a Buenos Aires y mi marido se queda con el nene. Eso ya muestra que no nos tomamos el aspecto doméstico como un gran tema. Y si las toallas no están muy secas y las sábanas muy limpias, no se muere nadie.” Vacaciones es también descanso de las pautas punteadas de lo que debe ser una casa. Y una mujer en esa casa.
Por Laura Chertkoff
Yo fui una niña perdida en La Rural. Mi familia quería quedarse en los stands en donde me aburría. Yo me entretenía donde ellos no encontraban ningún interés. Todos los años, en algún momento del paseo quedábamos desencontrados. Tal vez por eso ya tengo esta poco de resignación: no existe nadie con quien compartir toooooooooooooooodo un viaje. Puedo generar espacios compartidos. Pero siempre me hace falta conectarme a solas con cada nueva ciudad. No quiero arrastrar a nadie a donde no quiera ir. No quiero que me lleven por caminos que no me sirven.
En los campamentos masivos de los scouts siempre necesitaba desintoxicarme de la multitud algunos ratos. Y si no podía hacerlo algo podía romperse...
He viajado mucho sola: a Gesell, a Villa La Angostura, pero EL VIAJE en soledad fue hace diez años cuando me fui becada a España por unos meses. Me gusta encontrarme las cosas de casualidad, salir sin mapa, llegar perdiéndome por el camino. Si vas sola, es mas fácil conectar con la gente local, hablar con desconocidos, recibir ayuda, orientación, recomendaciones de destinos y atajos... yendo. En cambio, acompañada te cerrás, viajás adentro de una burbuja, conocés la ciudad como si fuera una vidriera y sobre todo no te dejás atravesar por la ciudad.
Por Laura Litvin
Nuestro viaje no contaba con ninguna certeza. No había reservas de hotel, ni itinerario, ni guía turística. Sólo sabíamos que nuestro primer destino era París. Llevábamos poco, apenas dos bolsos con algo de ropa, un boleto de Eurailpass, un mapa de la ciudad y un teléfono: el de Antoine Cuche. Irene, mi compañera de viaje, había conocido al francés la noche de año nuevo, en un bar de la Plaza del Sol. Antoine era flaco y blanco traslúcido. Su barba candado le daba cierto aire que cuajaba perfecto con nuestra idea sobre cómo luciría un francés. El era también el primero que conocíamos de carne y hueso. Cuando lo localizamos, nos invitó al teatro. Nos explicó cómo llegar, nos dio todas las coordenadas y colgó el teléfono. Pero como era de esperar, nos perdimos.
El teatro era un galpón añoso, desvencijado, con techo de chapa oxidada. No había luces ni marquesinas, sólo un tinglado que hacía las veces de boletería y dentro, un joven aburrido nos observaba con intriga en medio de una calle desierta.
Irene, que hablaba mejor francés, le explicó: “Hola, unos amigos nos citaron aquí, llegamos tarde, una obra de teatro...”. El hombre puso empeño y atención. Pareció entender qué le decíamos y con seriedad dijo: “En un rato hay un intervalo, si esperan, las hago pasar en ese momento. Ahora vuelvo”. Y desapareció por una puerta lateral. Pasaron 20 minutos, el frío era espeso. De pronto, el francés regresó y nos hizo pasar. Sin emitir sonido, con pasos decididos e inmutable, entró por otra puerta y nos guió por un pasillo negro. Apenas pudimos ver la alfombra.
El boletero, Irene y yo detrás. Caminábamos lento, tocando las paredes con las manos porque no se veía nada. Nada. Empecé a transpirar. Sentía que no íbamos a salir de allí tal como habíamos entrado. “Es una trampa”, pensé. Increíblemente seguí caminando, sin decir nada, sin escapar, sin gritar. Aterrada. De pronto, una luz explotó en nuestros ojos. Y al mismo tiempo una platea digna de la cancha de Boca gritaba enfervorizada, arrastrando la “r”: “¡Ar-gen-ti-na, Ar-gen-ti-na!”. Irene y yo estábamos justo en el centro del escenario. Atiné a saludar mientras, estupefacta, observaba a mi amiga comenzar a zapatear. Jamás entendí por qué lo hizo, pero aún recuerdo la imagen y no puedo dejar de reír. Tarde nos explicaron que allí funcionaba una escuela de teatro, y que cuando entró el boletero para decir que dos “españolas” buscaban a un tal Antoine, entre todos decidieron preparar el acto. Fue divertido. Y arriesgado. Así, París no sólo nos abrió sus puertas, también nos ofreció sus tablas.
Por Maria Noel Alvarez
Recorrí Cuba con una amiga –Mariana Vázquez– hace dos años. Luego de pasear por varias ciudades de la isla, decidimos descansar un par de días en Guanabo, una de las playas al este de La Habana, poco frecuentadas por extranjeros. Ahí hicimos vida de cubanas: miramos los discursos de Fidel en un viejo televisor blanco y negro, pasamos horas sentadas en las sillas mecedoras que religiosamente ocupan cada balcón o galería de las casas y fuimos a bailar reggaeton a una disco que cobraba un dólar la entrada.
Una tarde, tomando sol relajadas en la parte más solitaria de la playa, vimos un hombre que nos espiaba desde el médano mientras se masturbaba. Decidimos caminar hasta un lugar con más gente y, cuando vimos un policía, lo denunciamos. “¿Qué quieren que haga?... Ustedes son dos chicas bonitas y es su culpa estar solas en la playa”, fue la respuesta del oficial. Comprendí que no sólo los autos y las casas cubanas se habían quedado congeladas en la década del cincuenta, sino también el conocido machismo latinoamericano.
Por Maria Eugenia Ludueña
fue la primera vez que planeé un viaje con anticipación. En septiembre reservé pasajes para viajar con mi marido al sudeste asiático y a India, donde habíamos tenido la suerte de estar el año anterior. Ibamos a salir el 22 de diciembre del 2005, pero un par de semanas antes de partir supe que tenía HPV y el ginecólogo me sugirió que me hiciera una criocirugía para ver si me lo quitaba de encima. Me dio fecha de operación para
el 24 de diciembre. Podría haberla dejado para más adelante pero quería resolver rápido mis gineco-cuestiones. Venía de perder un embarazo y me convenía hacerme la crío antes de ir por un retoño. Cancelamos el viaje a Asia y conseguimos pasajes a Centroamérica para el 31 de diciembre. El 26 de diciembre no podíamos quitar la vista de la tele: el tsunami había hecho estragos en las mismas ciudades que pensábamos recorrer. El HPV me había salvado de alguna manera, o quizás, el deseo de tener un bebé. El 31 de diciembre volamos a Centroamérica y empezamos el año en el aire, casi con la boca seca porque cuando el reloj marcó las 12 no nos dieron ni una copa (cuando se viaja en las líneas baratas es así). Por tres días no pude meterme al mar Caribe porque la herida tenía que cicatrizar. El médico también había hecho algunas restricciones sexuales. Uff. Por suerte hacía mal tiempo así que me encerré en una posada y leí varios libros en tiempo record. Pensaba como un mantra que por lo menos me había salvado del tsunami. Pero lo más increíble de este cuento llegó exactamente un año después. El 26 de diciembre del 2005 amanecí con contracciones y a la tarde nació Ian. Ya cumplió un año. Ahora estamos de vacaciones en un pueblito de Brasil. Y el bebé nos subió un par de estrellas: en nombre de él viajamos más organizados, dormimos en mejores lugares, hacemos la vida más suave. Ian es el viaje más increíble y maravilloso que nos deparó la vida.
“Nubes que pasan. Nubes blancas, algodonosas, separadas entre sí sobre un fondo de cielo azul. Aire libre. Libertad. Movimiento. Ganas de ir tras ellas, con ellas, adonde te lleven. Las nubes que miro son invitadoras de un viaje hacia cualquier lugar.
Estoy en mi terraza, en el columpio-mecedora, medio tumbada. La cabeza y los pies en los hierros laterales, la espalda apoyada en los almohadones. Siempre valoré el tener esta apertura al cielo. Las ventanas siempre deberían dar al campo y si no es posible, que se vea el cielo por el que poder escapar”, escribió Celia Sastre en el taller literario de Cristina Villanueva en Buenos Aires. No es raro. Salvo porque esas nubes que veía Celia eran de España, el lugar donde nació y vivió sus 69 años, 32 casada. Su hijo Juan de la Matta Sastre –45 años, es ingeniero agrónomo que vive de enseñar a navegar en velero, con dos hijos– y Javier –el pequeño, dice ella, pero Javier ya es papá de tres pequeños– es ingeniero industrial. Los dos la esperan en España y ven a su mamá por fotos. La abuela que decidió contarles por mail a sus nietos de otros rumbos cuenta: “Decidí viajar porque siempre me gustó y, en este momento, pude ponerme en marcha. Trabajé como asistente social para la Administración y me jubilé a los 65 años. El duelo de mi ultimo hijo que murió en el año 2004 me había dejado varada, pero una vez que me recompuse un poco, deseé estar mejor cada vez y para eso nada como hacer lo que gusta, viajar y conocer sitios y gente nueva. Llevé el billete cuatro meses en mi bolso, esperando al 6 de enero de 2006, fecha de mi salida de Barcelona. Lo necesitaba, el salir, como el respirar”, relata sobre ese regalo de Reyes que se hizo sin jubilarse de ganas de viajar, a ya más de un año de emprender el vuelo.
“Lo mejor del viaje siempre creo que es la gente –rescata–. La gente que conoces da vida a cada paisaje. Y, en eso, salir sola tiene muchas ventajas. Haces lo que quieres sin responsabilizar a nadie de tus decisiones ni seguir los deseos que no son los tuyos. Estás mucho más abocada para las relaciones con la gente. Yo he hecho viajes con personas a la que no les gustaba que hablase con otros y eso me amargó el viaje. En cambio, de este viaje es bueno todo.” Todo es una palabra que puede describirse, tomar forma de hielo extendido en paisaje o de arcoiris calcado en piedra. Todo es una palabra que evoca la alegría de la revancha, de haber encontrado el hueco por donde la vida oxigena y viene con yapa. “Me han encantado los Hielos, el Perito Moreno y el viaje en el barco por Ushuaia tan en el fin del mundo y tan maravilloso –detalla Celia sobre la Argentina que también pueden ser muchas–. Las montañas de colores del norte del país, esos pueblitos chicos, esas grandes salinas tan semejantes a un inmenso espacio de nieve. También me gustan mucho los dulces y toda la comida de aquí”, dice como en un diario de viaje con postales de su nuevo mapamundi. Pero no se trata sólo de mapas, sino de la idea de salirse del destino y encontrar el deseo. “Tengo claro que me merezco estas vacaciones. Por tantas cosas... por ser mujer, haber trabajado mucho, por haber sufrido, por haber deseado siempre hacerlo, porque sí.. ¿Si se lo merecen los jóvenes, que ahora no paran quietos, no lo vamos a merecer los menos jóvenes que nos lo hemos ganado con tantas cosas?”, se pregunta. Celia tiene más planes. Pero no boletos. No, de regreso.
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