Viernes, 9 de febrero de 2007 | Hoy
HOMENAJES
Los varones (misóginos) la mentan como ese gran misterio que nos hace ir al baño en yunta, gastar pulsos telefónicos sin freno y ejercer una competencia tan permanente como soterrada. Y es que en el relato tradicional de los géneros, la amistad sólo podría ser una virtud masculina: imposible afirmar su existencia entre la mujer y la mujer. Y sin embargo allí está ese ejercicio intenso y compartido del lenguaje, esa confianza en la construcción de una intimidad, ese modo de descifrar el mundo en compañía. Amigas, lo sabemos, son las amigas.
En los últimos tiempos, la amistad femenina ha ido abandonando los lugares recatados que solía frecuentar. Un espacio estelar se le concede, y ella lo toma. La amistad entre amas de casa llega hasta la desesperación incluso en versión vernácula; el lazo amistoso se pone en juego entre los protagonistas de Gran hermano casi con el mismo dramatismo que se impone en cuestiones amorosas. En los reality shows, cuando las mujeres se disponen a bajar de peso o a pelearse con familiares y amantes, la producción, como broche de oro, convoca a la amiga para que ayude, opine, aumente la temperatura. No es casual que en los dos últimos y emblemáticos asesinatos de mujeres en el ámbito country –por cierto, un nuevo espacio de florecimiento para la amistad estimulada por la proximidad de las verdes parcelas– las amigas de las víctimas ocupen un lugar protagónico y dudoso. Quedan en la mira porque hablaron mucho antes y ahora no hablan o porque tardaron tanto en hablar y ahora no se quedan calladas. La prensa se ensaña con “las congresistas” porque no salen a desmentir las andanzas de su amiga, o a contarlas con nombres y a apellidos. Los fiscales las citan para que den nombres apoyándose en la seguridad de que las mujeres no tienen secretos. Uno de los esposos vecinos del country llegó a declarar que “no pueden no saber nada, si se la pasaban una hora diaria hablando por teléfono”. Las amigas, de pronto tienen más responsabilidad que los análisis mal hechos, las impericias y los encubrimientos digitados por personas evidentemente no tan amigas.
“¿Cómo no me lo contaste?” Esta pregunta, por sí sola y también por su reiteración, tiene la capacidad de condensar esencia y condición de la amistad femenina. El reclamo por la confidencia –ante la hora buena o la adversidad– no se produce en términos de “por qué” sino de “cómo”. No importa tanto la causa sino el modo del silencio. Y entonces, un solo grito de interrogación sirve de vehículo para tres: el lamento, el reproche y el espacio abierto a una nueva confidencia: ¿cómo fue?, ¿qué pasó por tu cabeza para callártelo?, ¿qué sentiste?, ¿qué situación extrema hizo que no me lo contaras? Y ahora, ¡contame!
Algo que distingue la amistad entre mujeres de otro tipo de amistades es el ejercicio de narrar la intimidad, que a su vez se completa con su par no opuesto: la atención de la otra, lectora que compromete inteligencia y demás recursos en resolver el acertijo que el relato trae encriptado. Porque la amistad femenina se asienta en la confianza de que las cuestiones se pueden resolver y también en la de que, por el momento, a casi todas les falta resolución. El rumbo se corrige con la ayuda del punto de vista de otra mujer, ésa es la amiga. Que sabe lo que hay detrás de las palabras y que también se encarga del sentido literal. Confianza en el vocabulario común, devoción por las preguntas retóricas y por las frases que no necesitan llegar al punto final. La amistad femenina opera en el territorio del lenguaje.
Es cierto aquello de que los asuntos de una misma conversación pueden abarcar la elección de zapatos, ofertas disponibles o agotadas, el buen ginecólogo, el mejor dentista, una situación amorosa, vocacional, laboral o de crianza. Pero eso no es señal de que sea imposible para las mujeres discriminar la gravedad de cada tópico. Ni mucho menos: todos los temas reciben un grado muy alto de compromiso en la medida en que están sujetos por el hilo de la identidad en construcción, invisible para quien no quiere ver y a veces incluso para las mismas protagonistas.
“Entre nosotras nos apañamos”, dice casi al final uno de los personajes femeninos de Volver, la última película de Almodóvar en la que muy diferentes mujeres de un pueblo contribuyen con lo que tienen, incluidos sus errores y miserias, a sacar adelante la historia. Las mujeres de esta película no tienen más fuerza que los hombres, ni siquiera se construyen en oposición a ellos, como las amigas de fines de los ’80 (concedamos que 1991 es más 80s que 90s), Thelma & Louise, ni van juntas tras ellos como las treintañeras ’90s de Sex and the City. Estas últimas amigas que propone Almodóvar incluyendo en el reparto a hermanas, tías y madres salen airosas –que no siempre es triunfantes– porque han aprendido el código común para caminar con tacones o chancletas por encima de la dificultad.
Desde afuera, este código tan específico es interpretado habitualmente como un exótico y hasta superfluo alfabeto de grititos y mohines. Además, el lazo entre mujeres ya institucionalizado como está hoy es relativamente novedoso, muy posterior y para nada heredero del modelo de la amistad por excelencia que siempre se dio entre varones. Durante siglos la amistad entendida en términos de fraternidad fue canonizada como virtud. Virtud masculina. La pareja de amigos se reservó la palabra, expulsando de ella la amistad entre el hombre y la mujer y también la amistad entre mujeres. Así es que los valores de lealtad e incondicionalidad se asocian desde entonces a los amigos de toda la vida, mientras que la versión femenina es acusada de ocultadora, envidiosa, competitiva e incapaz de guardar secretos.
Entre los pocos estudios dedicados al tema, la mayoría repara en la diferencia de lazos que establecen entre sí hombres y mujeres. Muchos atribuyen la diferencia a una educación que fomenta en ellas protección, escucha y colaboración, mientras que en él favorece el espíritu de lucha, lo grupal, el compañerismo. Sin grandes ni definitivas conclusiones, queda claro que la amistad no se reduce a un catálogo de ritos de un lado y de otro sino que da cuenta del lugar en el mundo que cada círculo va haciendo suyo.
En Políticas de la amistad, Jacques Derrida devela la injerencia de estos lazos en la trama de la democracia y en la distribución de poderes. “Me dediqué a perseguir el asunto tan rico y tan sinuoso de la fraternidad a través de las memorias griega y cristiana, durante y después de la Revolución Francesa. Pese al intenso movimiento de sublimación, de santificación y de universalización, el valor ideal de fraternidad se mantiene enraizado en la familia o en el origen (nación, sangre, suelo) en la virilidad, en la virtud viril de los hijos, de los héroes y de los soldados.”
Aun así, hace al menos tres siglos que a las niñas se les inculca la amistad con las niñas. Coincidiendo con el advenimiento de la infancia como etapa de evolución y de cuidados se construyeron juegos y ámbitos especiales para ellas y sus amigas. Las hermanas –como las de Mujercitas de Louise M. Alcott, o las jóvenes casaderas de Jane Austen– se cuentan entre las primeras pruebas de ensayo de este grupo que se reúne contra las leyes sociales vigentes. Desde un comienzo, el sentido de esta amistad reforzaba el carácter íntimo y privado de las ocupaciones femeninas.
Aun hoy a ningún niño se le pregunta por su amigo íntimo, mientras que “las íntimas”, las amigas del alma, forman parte obligada de una historia de la infancia de cada mujer. Estas relaciones muy bien vistas en teoría, avaladas en ese “aniñamiento” que sabe bordar y sonreír, pronto dejaron de ser lo que eran. Aquel espejo donde mirarse y permanecer idénticas comenzó a ganar mala reputación cuando hizo su ingreso en la armonía del hogar. En este punto, el amigo que acompaña al esposo en sus “escapadas de solteros” recibe la contraparte de la amiga que le llena la cabeza a la señora y cuya acción se traduce en reclamos y aspiraciones. El escándalo se desató con la llegada del teléfono, que puso en evidencia la duración de las conversaciones y, con ella, su carácter sospechoso. Del recelo se pasó a un veredicto: cuando no hay lesbianismo encubierto, hay encubrimiento de traición. Y así es que el carácter misterioso de estos lazos que no cuentan con un decálogo como la fraternidad entre muchachos, es tildado de patético o demoníaco.
Al misterio de la amistad femenina se suma otra dimensión: se trata ya de una institución que crece y va ocupando nuevos intersticios en la vida cotidiana, desde principio a fin. Por un lado, crecen los manuales que fomentan en las adolescentes el viejo modelo de amistad aniñada, y, por otro, el cultivo de nuevas amistades entre mujeres mayores tendría efecto balsámico para sobrellevar la viudez y responder a la expectativa de actividad. En la mediana edad ocupa el tiempo libre que implican las separaciones conyugales o el intervalo entre las relaciones. En el libro Agridulce. El amor, la envidia y la competencia en la amistad entre mujeres (Grijalbo 1988), las psicólogas Orbach y Eichenbaum afirman que la educación que reciben las mujeres las empuja a desarrollar ciertas “antenas emocionales”, pues desde muy pequeñas se les enseña que deben tomar conciencia de los sentimientos y necesidades de los demás, se convierten en “especialistas en relaciones y emociones”, y esto perfila la relación entre ellas basada en una incomensurable confianza mutua que colma muchas de sus necesidades afectivas.
Vista de algún modo, la amistad femenina en algún punto es traidora. Traidora de las expectativas que se habían depositado en ella. Lejos de la reclusión, las mujeres comienzan a salir solas y juntas compartiendo un saber no transferible de madres a hijos, ni de esposas a esposos. Tal vez por eso muchos estarían dispuestos a repetir junto con Cesare Pavese: “Las mujeres mienten, mienten, mienten siempre y a toda costa. Y no hay que asombrarse: tienen la mentira en los mismos genitales”.
¿Habrían sufrido ese lamentable final, Caperucita, La Sirenita y otras tantas heroínas infantiles si hubieran podido dudar, sopesar las propuestas del entorno y escuchar atentas la opinión de una amiga? No lo sabremos. Los cuentos tradicionales contemplan el amor entre princesas y príncipes, la ayuda de hadas y duendes, la compañía amorosa de mascotas o animales parlantes, pero desconocen por completo la amistad entre niñas. (Con mucha oportunidad, la saga de Harry Potter postula una amistad en la que se incluye una niña.)
Antes aun que en el cuento tradicional, en la Grecia Antigua las trágicas Antígona, Electra o incluso las valientes troyanas no contaron con el beneficio de la amistad. Las grandes figuras femeninas como Helena, Andrómaca, Penélope, Clitemnestra, Hécuba, estuvieron siempre solas. Claro que no hay amistad que valga cuando todo lo comanda el destino.
Pero más allá de estas elucubraciones que, de darse, habrían arruinado gran parte de la literatura universal, desde hace al menos 10 años algunos estudios científicos postulan que la amistad entre mujeres es capaz de torcer un destino de enfermedad, de infartos y otras desgracias. Contribuye a reducir el estrés, el riesgo de tensión arterial, niveles altos de colesterol. En el año 2000, un estudio de la Universidad de California sugirió que la amistad entre mujeres podría ser una respuesta específicamente femenina frente al estrés. Las autoras Laura Cousin Klein y Shelley Taylor comenzaron a investigar a raíz de una broma que solía hacerles un compañero, según el cual, cuando ellas se estresaban, se metían todas juntas en el laboratorio, hacían café y se ponían a conversar. En la misma situación, los investigadores buscaban ocultarse y estar solos. La conclusión es que cuando las mujeres sufren estrés, su cuerpo libera mayores cantidades de oxitocina, un químico que disminuye el estrés y las conduce a agruparse. Cuando pasa eso, se produce una cantidad aún mayor de oxitocina, que reduce el estrés más agudo y provoca un efecto calmante. Estas reacciones no aparecen entre los miembros del sexo masculino porque la testosterona, que los hombres producen en altas cantidades, tiende a neutralizar los efectos de la oxitocina, mientras que los estrógenos femeninos aumentan la producción de esta hormona.
Una apología tan extensa, que recibe colaboración de la psicología, el estudio de género, los análisis culturales y también ahora de la ciencia, merece culminar con alguna salvedad al menos para no ser tildada de necia o demagógica. Así es que Orbach y Eichenbaum advierten que –como todas las relaciones humanas– está sujeta a los estados de ánimo; al cansancio y la energía; los cambios de humor, las hormonas y que por eso también hay que reconocer que las amistades entre mujeres pueden dañarse y generar sentimientos de frustración. Los fracasos en la amistad son a veces comparables, en su potencia devastadora, a los fracasos amorosos. Ya lo había anunciado con su romanticismo alucinado William Blake: “Tu amistad a menudo me ha herido el corazón. Sé mi enemigo por amor de la amistad”.
Y aquí entonces ha llegado una incógnita que hoy, a la luz de la difusión de las fronteras de géneros, resulta menos tendenciosa y más compleja. ¿Cuál es la diferencia entre la amistad y el amor cuando la intimidad llega a los grados tan altos de las amistades femeninas?
Cuando a Jacques Derrida le preguntaron cómo distinguía en su libro la relación amorosa de la relación de amistad, él respondió: “En el fondo nunca he sabido ni querido distinguir entre el amor y la amistad. Pero para poder decir ‘te quiero’ a un amigo o a una amiga, con un amour fou, hay que atravesar, precisamente en su cuerpo, muchas verjas históricas, todo un inmenso bosque de prohibiciones y de discriminaciones, de códigos, de escenarios, de ‘posiciones’. Quizá para reanimar la voz profunda de ese ‘imán’ que resuena antes de la distinción entre el amar y ser amado, amor y amistad, eros y philía, eros y ágape, la caridad, la fraternidad o el amor al prójimo, etc. Este canto nos llama desde el fondo de una historia laberíntica e indescifrable, seductora hasta la desesperación. Me gusta arriesgar mis pasos, me gusta también perderme en ese laberinto, el momento de perderme. Pero esta oportunidad también nos puede llegar, furtivamente o no, con la gracia de una palabra, con el instante despojado de celos de una mirada o de una caricia. Sucede a veces quizá, pero no es posible atestiguarlo sin empezar ya a traicionarse: el uno o el otro”.
Cuando las mujeres se disponen a hablar de sus asuntos, usan casi mecánicamente el plural. Siempre aparece la palabra “nosotras” para explicar o dar contexto a alguna decisión. Se da por entendido que lo propio también le ocurre al grupo. Los hombres raramente se identifican con una primera persona más plural que el yo. Esta conciencia –no altruismo– de género, tal vez sea uno de los fundamentos de la especificidad de la amistad femenina. Cuando esa conciencia está completamente ausente hay lugar para que se produzca lo que Cesare Pavese presentó en su novela Entre mujeres solas, relato famoso sobre todo por la versión cinematográfica de Michelangelo Antonioni, quien todavía más tendencioso la tituló Las amigas. Clelia regresa a Turín después de triunfar en Roma como encargada de una prestigiosa casa de modas. Su regreso a los lugares de la infancia supone el reencuentro con un pasado con el que ha roto todos los lazos. Se encuentra con Rosetta, quien ha tenido un intento de suicidio y le confía sus secretos. Ante el intento de suicidio de Rosetta, todos señalan a un hombre como el culpable de la decepción que la lleva a quitarse la vida, pero el autor deja en claro que en realidad es otra mujer la que la conduce al abismo. Pavese presenta una femineidad retorcida, chismosa, presta a burlarse del dolor ajeno y sobre todo cruel. Los personajes femeninos se odian y se agreden, jamás se brindan ayuda; parecen ignorar valores como la fidelidad y la camaradería. A este himno de la perversidad femenina y a la imposibilidad de todo lazo amistoso se contrapone otra novela ya clásica aunque bastante olvidada, El grupo (1962), de Mary McCarthy, una de las intelectuales norteamericanas más destacadas del pensamiento radical del siglo XX. Se trata de un relato fuertemente autobiográfico y resulta una excelente oportunidad para encontrar indicios de cómo vivían y pensaban hace 70 años las jóvenes que confiaban en la posibilidad de burlar los mandatos. Amiga de Hannah Arendt, la autora estudió en la prestigiosa universidad para mujeres de Vassar (Nueva York), donde las protagonistas de su libro Kay, Dottie, Pokey, Helena, Libby, Priss, Lakey y Polly se enfrentan juntas (desde la conversación, sobre todo) a temas como el amor en el matrimonio, los anticonceptivos, la guerra, los hombres, la profesión, la política, la maternidad, el sexo, el amor, la amistad. Esta fuerte convicción de pertenecer a un grupo es lo que permite a las amigas –alguna quedará en el camino– no solo cumplir algunos de sus objetivos sino quebrar el estereotipo de las amigas imposibles, las mujeres odiosas.
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