Viernes, 9 de febrero de 2007 | Hoy
RESISTENCIAS
En Mendoza, de la mano del creciente boom turístico, fueron fortaleciéndose nuevas oportunidades de producción y oferta de servicios, que en algunos casos son aprovechadas por familias enteras para saldar lo que dejaron tiempos de escasez. Aquí, tres historias de mujeres emprendedoras.
Por Lorena Pierro
Las tres generaciones de la casa salen a recibir a los posibles comensales. Llevan delantales de cocineras, con sus nombres en letras brillantes pintadas a mano. El cartel de la puerta reza “Mujeres de la Colonia y Rincón del Campo. Productos caseros y dulces artesanales”. Cristina de Tello (47) es la capitana, la secundan firmes sus hijas Melisa (15) y Rebeca (21) y su madre Amalia (68). Cuando dicen que son mujeres “de la Colonia”, se refieren a Colonia Jara, un área de pequeñas parcelas rurales del departamento de Maipú, a unos 40 kilómetros al sudeste de la ciudad de Mendoza.
Dicen que daba pena ver perderse la fruta madura: por eso comenzaron con el dulce, era lo que tenían más a mano para ocupar su tiempo. En 1997 sumaban 14 las ocupadas, todas vecinas, y pudieron construir unos pequeños quinchos gracias al plan Manos a la Obra, pero en la actualidad el proyecto es sólo familiar. Los varones de la casa, un hijo y el marido de Cristina, asisten en las tareas. El jefe de familia es metalúrgico cuentapropista y hace la revisión técnica de las máquinas de una fábrica de aceite de oliva del lugar.
La zona rural donde viven se caracteriza por tener mayoría de plantación de olivos y frutales: damascos, durazneros, ciruelos, perales, membrillos y manzanos. Pero también hay frutilla, alcayota y uva entre los gustos de su línea de mermeladas artesanales Rincón del Campo y conservas caseras de tomate y aceitunas preparadas marca Mujeres de la Colonia.
El porqué del proyecto es simple: “En el campo se paga menos a las mujeres. En el atado de la viña o el pelado del ajo, a los hombres les pagan un peso por hora y a nosotras sólo sesenta centavos, y ese polvillo de la cáscara hace mal a la salud, hasta asma puede dar”, argumenta Cristina. Con el tiempo, la actividad terminó convirtiéndose en salida laboral. Primero sólo producían mermeladas; ahora también ofrecen comidas típicas por encargo a los turistas, gracias a un folleto que promociona circuitos de turismo rural y a un gran cartel que hay en la ruta.
Años atrás organizaron para difundir la riqueza cultural de la localidad un festival provincial de la mermelada casera, que se realiza a fin de año, donde se elige una reina local y del que participan con sus producciones artesanos locales. La principal promotora de esta fiesta, que lleva dos ediciones, fue Marcela Gómez (38), hermana de Cristina que además fue guionista de la vendimia pasada en Maipú. En el futuro, dice, el plan es abrir un centro cultural para que siga funcionando allí el grupo coral de niños de la zona “Niños del sol”.
Fueron la segunda posada de turismo rural de Mendoza. Griselda (52) y Marcela Baquero (42) brindan alojamiento en su finca a visitantes que definen como “de alto poder adquisitivo”. Griselda vive en la casona histórica de 1886, donde oficia de cocinera y guía histórica, porque –dice– los turistas se muestran interesados en recibir información sobre la realidad política y social argentina. Ella comparte su mesa y da espacio para el diálogo sin demasiado esfuerzo por su profesión. “Estudié periodismo y en España, en los años ‘80, entrevisté a Salvador Dalí para una agencia de noticias poco antes de su muerte”, recuerda. Nació en este paraje antiguo que rodean casi 70 hectáreas de viñedos, con 1500 olivos y una bodega también histórica que no funciona porque “están a la busca de un inversor”.
La dueña de casa dice disfrutar contando la historia de su familia a los visitantes, que se asombran ante una casa conservada por 120 años, con construcción y muebles originales. Los turistas se alojan en una casa de estilo campestre aledaña, y reciben desayuno y cena. Las verduras son de la chacra del lugar para consumo propio, igual que las frutas y las plantas aromáticas del fondo del jardín. El pan es casero y tienen un vino propio. Marcela es la encargada de las reservas y recepción de los turistas; además desarrolla una línea de productos de belleza a base de pepita de uva y aceite de oliva.
Griselda recibe la ayuda de una persona para la limpieza del lugar y en la cocina, y tiene caseros que se encargan de la finca. “La conservación del patrimonio familiar e histórico es muy difícil, o la familia creció tanto que no se puede vivir de su producción, o porque hubo que vender en los tiempos difíciles de crisis económica. Muchas estancias de la Pampa Húmeda tuvieron que abrir sus puertas como forma de supervivencia. Mi padre siempre nos dijo que había que apretarse, pero conservar este lugar”, sintetiza. La silueta de la casona histórica recorta la figura de las hermanas Baquero, entre los perros y el gato del lugar con el telón de fondo de los árboles del parque.
Las canastas de distintos tamaños, motivos y formas descansan sobre la mesa del patio, con toda la familia reunida alrededor para la foto. Del horno de barro acaba de salir el pan de todos los días, para que los hijos casados lo lleven recién hecho a sus casas. Alejandra Cayo (41) es en realidad Amalia, pero ella decidió ese cambio. Llegó de San Rafael a los 12 años a la zona rural de Chachingo, Maipú, con una herencia familiar que hoy le ayuda a mantener su familia: los canastos. Ella y su marido son propietarios de casi una hectárea, con olivos y chacra, donde crecieron sus hijos Gustavo de 21, Jordana de 18 y el pequeño Luciano de 2 años.
Toda la familia vive de los trabajos rurales, pero en el invierno, cuando no hay cosecha, Alejandra y todos los de la casa tejen canastos con la materia prima que su marido trae de los cañaverales de los alrededores.
“Cuando nació el chiquito, dejé de trabajar en el campo y me quedé en casa a cuidarlo, entonces recuperé lo que hacía mi familia y me enseñaron mis padres. En una fábrica de aceite vecina necesitaban canastos tipo bolsitos para poner los productos que venden a los turistas, y desde el año pasado les vendo 20 por mes”, explica.
Consiguió que el municipio le diera un subsidio para comprar las herramientas con las que trabajar la caña, que “se trabaja en verde y en seco, es más dura que el mimbre”. Durante el invierno tejen dentro de la casa, que termina quedando chica porque “las cañas tienen hasta 6 metros de alto, y conviene usar tiras largas para que la canasta se vea prolija y no ‘enyapada’ o zurcida”, detalla Alejandra. Cada bolsito lleva medio día de trabajo. Recuerda que de chica empezó en los recreos de la cosecha, en los galpones cuando llovía y con ramitas de sauce. Hoy son canastos fruteros, costureros, floreros, con o sin tapa.
El proyecto futuro es construir un taller, porque las cañas son muy altas y en invierno es cuando más se trabaja. Se queja del problema de no tener vehículo, algo que se agrava porque hay sólo tres colectivos por día, y “muchas veces no me dejan subir o quieren que pague boleto por los canastos y hay que callejear para que los turistas los vean”.
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