Viernes, 23 de agosto de 2002 | Hoy
ENTREVISTA
El común olvido, de
Sylvia Molloy, es una novela que se lee de un tirón.
A su calidad literaria puede agregarse un plus. Invita al lector a acompañarla
con su propia historia. Lo impulsa a decidir acciones íntimas, a pensar
en su saga familiar, en las deudas de su memoria.
Por María Moreno
En el principio, como siempre,
una escena. Un hombre, Daniel, llega al aeropuerto de Buenos Aires. Lleva en
una urna las cenizas de su madre que, narra con humor, no ha osado despachar
como equipaje de bodega. Viene a enterrar a esa muerta y a desenterrar sus secretos,
que también son los propios. Daniel es argentino, vive en Nueva York
desde su infancia y es bibliotecario. Es el comienzo de la novela El común
olvido de Sylvia Molloy, que acaba de editar Norma.
En la Argentina, la palabra “memoria” ha quedado cristalizada en una
idea de responsabilidad social y causa abierta. Entre dos ciudades y dos lenguas,
Molloy propone una memoria en clave privada, pero cuya construcción es
común a todos. ¿De qué secretos soy hijo? ¿Cómo
contarme lo que nunca sabré? La novela relata cómo Daniel llega
a comprender que la verdad sólo puede plantearse como en el cuento “Emma
Zunz” por desplazamiento: ciertos secretos no eran los intuidos, ciertas
respuestas han dicho demasiado, ciertos misterios no serán nunca revelados.
Molloy no opone “memoria” y “olvido”. El olvido es un ordenamiento
de la memoria que exige tanto de un nuevo relato como de la acción. Para
lograr una suerte de inventario de sí, es necesario que Daniel se pierda
en la ciudad donde nació, interrogue testigos, tenga una historia erótica
con un vendedor de pollos –Cacho– que lo integra a su familia, vaya
ajustando versiones sobre el padre y la madre, haga esperar en Nueva York a
su amante Simón, al gato Oscar, recuerdo póstumo de su mejor amigo.
Sylvia Molloy es catedrática de la Universidad de Nueva York, ciudad
en la que vive desde hace treinta años. Ha escrito Las letras de Borges,
Acto de presencia: la literatura autobiográfica en Hispanoamérica
y Hispanism and Homosexualities. Su novela En breve cárcel, publicada
por primera vez en 1981, causó un colapso en la crítica que se
refugió en dos posiciones: o el lesbianismo de la protagonista era un
elemento irrelevante para la crítica o se trataba de una novela lesbiana.
El protagonista de El común olvido es gay. ¿Será leída
la novela como un relato de emigrado? ¿Cómo una historia gay entre
dos ciudades? Para Molloy, tanto los textos que aborda como los que produce
encuentran su correlato crítico en los Estudios Queer, donde la herramienta
del género adquiere resonancias más complejas que en la década
del ‘70.
–El texto da una idea de testamento, en la medida en que el testamento
es más un ordenamiento del pasado que del futuro. También parece
ser uno de esos libros que el autor piensa como “el libro”. Y la experiencia
dicta que después escribe otros.
–A veces pienso que es una especie de necrología y por eso la cita
de Marcelo Pichon Rivière: “Donde no hay tumbas, escribo epitafios”.
Esta idea era muy fuerte. También la de hacer hablar a esta ciudad que
Daniel veía y que no se daba en los términos esperados. Porque
las cosas que él recuerda de ella ya no están. Es una ciudad nueva,
pero a la que no es la primera vez que vuelve desde que se exilió. Es,
sí, la primera vez que vuelve con la carga de la madre. Y entre lo que
no sabe de la vida de la madre y lo que él ha reprimido de la propia,
hay un camino enorme que tiene que recorrer. Me interesa eso de que hay algo
que descubrir, pero que lo que va descubriendo no es lo que él espera
descubrir.
–¿Es En breve cárcel como una autobiografía oblicua?
–La autobiografía del personaje no es porque él no está
contándonos su vida. Ni es un retrato, porque es un tipo sin cara. Un
buen tipo, un poco lento, demasiado literal, alguien despintado.
–Puede ser una autobiografía por atribución. Pero lo que
provoca en el lector es una lectura autobiográfica.
–Es evidente que hay material autobiográfico mío que le atribuyo
al narrador, pero lo que me ha interesado de los lectores es su propia identificación
oblicua con los sucesos o con ciertas relaciones del texto. Una persona me dijo
que había pensado que si ella se moría, su hija iba a tener muchos
huecos y le había entrado el vértigo de llenar esos huecos, de
darle toda esa información. Obviamente lo que ella consideraba huecos
no eran los mismos que los de la hija. Otra persona me dijo que quiso hablar
con el padre para que le contara cosas, para evitar que se fuera con los secretos.
En breve cárcel propone un ejercicio de la memoria donde una narradora
que escribe en primera persona, recuerda lo que ha callado frente a un amor
y escribe las circunstancias, los detalles, las escenas y las condiciones menos
a través de anécdotas que de la autopercepción. Hacia el
final logra decir ante esa interlocutora perdida y reecontrada esa réplica
a destiempo. Y la interlocutora, a su vez, se explica. La memoria funciona como
rectificación de los hechos y apaciguamiento. La narradora escribe porque
una mujer no llega, porque otra ha partido.
–En breve cárcel era una novela mucho más autorreflexiva,
y más reflexiva sobre la escritura misma. También había
un ejercicio de escritura, además de un ejercicio de memoria. Y una estética
de fragmentos. Es un texto implacable.
–Daniel parece alguien más apaciguado.
–Es un personaje que termina por aceptar con cierta sabiduría el
hecho de que siempre va a haber una pregunta más.
La narradora de En breve cárcel describe a su cuerpo como un objeto exterior
donde se encuentran evidencias que permiten reconstruir hechos -arañazos,
huellas de golpes–; en El común olvido, Daniel lee en el suyo la
cicatriz de un accidente que no recuerda y que se repite.
–Me gustó armar la repetición del accidente, que si bien
él no recuerda, el cuerpo sí lo recuerda. Es como si no fuera
dueño de su cuerpo. Lo mismo como cuando en el Tigre se desmaya.
La memoria está hecha también de eso: el cuerpo como documento
al igual que las cenizas de la madre de Daniel, que son introducidas clandestinamente
en una tumba de la Recoleta.
Resonancias
Se suele hacer coincidir a la cultura oral con la de las clases populares que
los cronistas letrados rescatan bajo su firma y de acuerdo con sus políticas.
La cultura de la “gente bien” y de las elites intelectuales –a
menudo las dos tribus se superponen– tiene sus maestros de conversación
y de monólogo, y cuyos estilos de cuerpo presente no siempre son correlato
del de sus prosas. En la tradición oral quedan anécdotas, dichos,
sobre todo tonos que la memoria a duras penas puede separar de las voces que
los narraban. La crítica actual no permite manosear tan descuidadamente
a los referentes, pero quien escuchó o se enteró por testigos
de la existencia de esas creaciones perdidas para la literatura letrada, puede
reconocer en El común olvido ecos de José Bianco, de Enrique Pezzoni,
de las Ocampo.
–El libro funciona también como un archivo de expresiones antiguas
o adjetivos que ya no se usan: “No es santo de mi devoción”,
“sabandija”,”zanguango”. Que el protagonista las registre
hace pensar que considera que la lengua está en el mismo lugar donde
él la dejó.
–A la manera de Manuel Puig, son frases o expresiones que uno suele escuchar
en la casa y que permanecen como restos. Quería guardar esas frases y
también la entonación de ciertos personajes, de cierto tipo de
anécdota irónica o narración. Usted habla de esta novela
como testamento. Por eso, ya como precaución, empecé un pequeño
proyecto, un poco con lo que no había entrado en la novela, relatos breves,
algunos autobiográficos. Por ejemplo, de la imagen que desencadenaba
en mí de chica cuando íbamos a Mar del Plata y pasábamos
por Punta Mogotes y oía decir: “Eda Mussolini pasó un tiempo
en ese hotel”. Entonces la construcción era la de una misteriosa
dama del mar.
–En una escena de la novela, el personaje dice haber escuchado un acto
de amor que lo excluye. Pero el relato no es el de los celos sino que funciona,
al igual que el del cuerpo herido de En breve cárcel, como el registro
de un entomólogo, sin planos subjetivos.
–Estos pequeños fragmentos que estoy escribiendo no sé si
son los de un entomólogo, pero el libro tiene algo de muestrario y podría
llamarse así. La distancia es temporal o simplemente la de una traducción.
También estoy preparando un libro sobre género. Son textos que
van desde el ochenta hasta el treinta, literarios y médicos, y donde
se articulan disidencias sexuales. También me interesa leer desde el
género ciertos textos que habitualmente no se leen desde el género,
como por ejemplo Don Segundo Sombra o La vorágine, esas novelas de la
tierra, de celebraciones de hombría y de abrazos varoniles. Estoy trabajando,
dentro de la literatura latinoamericana, la figura de la mujer independiente
como figura temible En Borderland y La eterna angustia de Atilio Chiaporri,
que son relatos melodramáticos y donde se ejerce una violencia física
sobre los cuerpos de mujer, aparece el prototipo de la mujer independiente,
sin formas, acompañada por una mucama que tiene facciones masculinas
y bozo en el labio superior. Esa figura es una especie de femme-homme-fatal
y se vuelve receptáculo de todas las amenazas.
El mundo será Tlön
“¿Qué vale La náusea ante un niño que tiene
hambre?” ¿Cuántas veces tuvo que explicar Sartre la ambigüedad
de sentido de una frase pronunciada en un instante de tentación retórica?
En los antípodas, Bukowsky se jactaba de poder escribir aun si se estaba
matando a un hombre en el cuarto de al lado. Es que las éticas de artista
se pagan de espaldas a la extorsión del mundo. Cuando, el 11 de septiembre,
cayeron las Torres Gemelas, como los símbolos que eran pero sobre todo
aplastando verdadera carne humana, Sylvia Molloy pensó que no era el
momento para terminar una novela. ¿Y quién no? El analista Jacques
Alain Miller, por ejemplo, se animó a denunciar en esa parálisis
colectiva que volvió irrisoria toda tarea de este mundo, en ese obediente
permanecer frente a la pantalla del televisor, un goce sádico disfrazado.
Entonces abundaron quienes se apresuraron a testimoniar su indignación
sin sospechar que también se aprovechaban para pasar del otro lado de
la pantalla y que en el sacrificio de su cotidianidad y en el deseo de intervención
se escondían los rasgos del Alma Bella. Pero, ¿cómo no
dudar?
–El verano pasado, en el que estuve muy deprimida, la novela me salvó.
Fue lo único que pude hacer para salir adelante. La terminé la
semana en que estallaron las Torres Gemelas. Pero ese día lo único
que pude hacer es ver televisión. Recuerdo que tenía que dar clase.
Entonces me fui a bañar pensando que iba a hacer: estaba dando un seminario
sobre Borges para chicos de primer año. ¿Con qué texto
de Borges podría relacionar lo que estaba pasando? La dimensión
del desastre todavía no me había impactado. Se me ocurrió
el final de “Tlön, Uqbar, Orbis, Tertius”, de Ficciones: “Entonces
desaparecerán del planeta el inglés y el francés y el mero
español. El mundo será Tlön”. Pero en un estado de enajenación
total pensé: “Pero no, porque termina: ‘Yo no hago caso, yo
sigo revisando en los quietos días del hotel de Adrogué una indecisa
traducción quevediana...’”. Por supuesto, no hubo clase. Tlön
entró y el mundo cambió.
En días posteriores a la caída de las torres, la vida se acomodó
un poco, como si Tlön fuera como lo que es, un país doblemente imaginario.
Cuando Molloy habló en clase de Historia universal de la infamia, se
leyó el párrafo en donde dos compadritos se baten a cuchillo en
una coreografía que Borges juzga grave y cuyo ascetismo se revela en
la seria ropa negra. Uno de los dos hombres cae, el otro vive del relato de
ese duelo límpido. El narrador borgeano pasa de esa descripción
de una muerte sobria y sin trampas a una alusión al malevaje neoyorquino
“más vertiginoso y más torpe”.
–Entonces hubo muchas preguntas, algunas muy ingenuas. Cuando se sugiere
que los compadritos son mucho más elegantes que los rufianes de Nueva
York, un chico levantó la mano y dijo: “¿Es porque en esa
época, como ahora, no se quería a los EE.UU.?”.
–¿Y usted qué contestó?
–”¡Por supuesto que no, es una reacción puramente estética!”
En algún momento Molloy barajó la posibilidad de que el protagonista
de la novela llegara al aeropuerto de Nueva York y que el amigo maltratado e
irónico, Simón, sustraído a los e-mails y a los llamados
telefónicos, estuviera allí esperándolo.
–Pero me pareció un happy end muy fácil. Tampoco iba a hacer
un final trágico sino uno que pudiera tener un happy end más allá
del texto.
–¿En algún momento pensó en exponer la carta que Cacho
le deja a Daniel?
–Yo creo que Cacho es un buen tipo, y por eso en dos ocasiones lo besa.
Y lo ayuda a enterrar a la madre, o a quien sea. Además, la familia de
Cacho es la única apertura que Daniel tiene en esta ciudad que está
llena de amigos de la madre. Es la única relación directa suya.
Pensé: “Al final, ¿lo llama o no lo llama?”. Primero
pensé que lo llamaba, atendía Estela, la mujer, y cortaba. Después
hice que perdiera la carta, pero que desandara camino y la encontrara. Por último
pensé: “El elige no desandar camino y no la busca”. Un amigo
me decía: “¡Que vuelva con Cacho!”.
Luego del 11 de septiembre, Molloy había caminado por la ciudad que ahora
se anima a considerar propia –”sentías la agresión en
un cuerpo común”–, buscando –como los otros, en la multitud–
una señal deentendimento en ese primer tiempo en que los testigos aún
están juntos y no comienzan a ejercer la memoria como relato.
–Veías los mensajes en las paredes y, contrariamente a los del Gobierno,
no eran bélicos. Te recordaba a las manifestaciones contra la Guerra
de Vietnam. Por ejemplo: “Si devuelves el ojo por el ojo, te quedas ciego”.
Había uno que decía nada más “Learn” (Aprende).
Todo eso era muy reconfortante. Paralelamente estaba la retórica bélica
y de la venganza. Mientras, se veía subir por las avenidas desde la punta
de la isla de Manhattan a toda esa gente caminando cuadras y cuadras con los
ojos totalmente en blanco. Eran los que se habían salvado y estaban evacuando.
Parecía que salían del infierno. En Nueva York no es común
que la gente se mire una a la otra en la calle. Hasta en ese momento traumático.
Entonces, las miradas de entendimiento eran muy interesantes. Por ejemplo, todo
el mundo estaba aterrado de viajar en subterráneo porque pensaba que
iba a haber bombas. Yo me acuerdo que tomé el subte un día y entró
un chico con la gorra hasta acá y los pantalones grandotes y bajos. Todos
lo miramos pensando: “¿Qué se trae?”. Lo que traía
era lo que parecía la caja de un violín. La gente estaba paralizada
mirándolo. El tomó la caja, la abrió y había un
violín. Y se puso a tocar. Tocaba como los dioses. Entonces todos en
el subte comenzaron a mirarse y a sonreír. Recuerdo que le dieron cantidades
enormes de plata. Era el precio del alivio.
Sylvia Molloy terminó El común olvido el 17 de septiembre de 2001.
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