ESPECTACULOS
Tiempos degenerados
Alejandra Perlusky y Alejandra Radano llevan adelante en la Gandhi el show de “Canciones degeneradas”, cuyas letras podrían perfectamente hablar de aquí y ahora, pero provienen de la Alemania de los principios del ‘20, cuando todo bullía y a eso que bullía el Führer llamó más tarde “arte degenerado”.
Por Soledad Vallejos
En el 2002, cuando la Argentina tiene un rumbo más incierto que en el 2001, el pequeño auditorio de la librería Gandhi (Corrientes 1743) está lleno de personas que creen que esa canción que dice “todos roban, todo aumenta, ya no hay ventas” fue escrita hace un par de meses por alguien de aquí. Aunque Alejandra Radano, Alejandra Perlusky y Diego Bros la canten vestidos, maquillados y sobre un escenario de riguroso blanco y negro, con la compañía de una orquesta en vivo. Pero letra y música son responsabilidad de Mischa Spoliansky y Marcellus Schiffer. Y, por cierto, la compusieron en 1931 para que sonara en noches de cabaret de Alemania. Tal vez por eso, más allá de la gracia, de los toques cómicos, la sátira y el recuerdo del glamour, haya algo, una suerte de placer escalofriante en eso de disfrutar del espectáculo Canciones degeneradas.
En los años ‘20, cuando la República de Weimar comenzaba a comprender lo que podía significar tambalearse, Berlín hervía: 120 publicaciones de todo tipo (diarios de izquierda, derechistas, pornografía a la moda) al alcance de la mano, el grupo de dadaístas y su teatro, los talleres de la Bauhaus, los ecos de la frustrada revuelta Espartaquista y sus muertos, una crisis económica en ascenso, el expresionismo, todo eso, definitivamente, no podía ignorarse en una sociedad que recelaba de la derrota de la Primera Guerra. Todo eso, y un poquito más, era el caldo de cultivo con la temperatura perfecta para que se fortaleciera un tipo de encuentro colectivo que, pocos años más tarde, el Führer bautizaría como “degenerado”. El género, en verdad, venía de un poco más atrás, de cierta tradición de tabernas (surgidas hacia el siglo XV) frecuentadas por todo tipo de artistas con ganas de ver un buen espectáculo de canciones y sostener su vida social. Los franceses lo llamaban “cabaret”. Cuando lo adoptaron, los alemanes lo prefirieron como kabarett. Lo diferenciaron rápidamente del entretenimiento puro y liviano para convertirlo en un lugar de creación, política, protesta y provocación. Y fue la resistencia que, valiéndose de la combinación en dosis exactas de intelectuales, cantantes, actrices, actores, músicos y plásticos, dejó una dolorosa crónica de la caída y la vida en entreguerras. Pero era, decíamos, “degenerado”: Entartete kunst, como se llamó la muestra previa al remate de obras de arte pervertidas (gauguins, picassos, matisses, chagalls) que, con afán didáctico, Goebbels permitió ver a cerca de 3 millones de personas.
–Aunque tal vez, la palabra castellana más exacta para entartete sea “bastardo”, o “desnaturalizado”, los nazis denominaban “degenerado” a todo lo que no fuera ario puro. Y en el caso de la música, no sólo se consideraba degenerada a la música hecha por judíos sino también, por ejemplo, a la atonal. Entonces decidieron cuál era la tradición musical germánica y qué música era bastarda, y la música de cabaret era en esencia una parte preponderante de la música degenerada.
Desde que empezó el proceso de poner cuerpo y voz al servicio de su chica levemente pizpireta en Canciones..., pareciera que Alejandra Radano no puede vivir alejada de esos cuadernos que, con prolijidad y devoción, llenó de recortes con datos, fotos, comentarios, lo que fuera que pudiera acercarla a un mundo que ve muy lejos, pero demasiado cerca. Apenas se ayuda con ellos para recordar el año de esa exposición (1937), pero definitivamente no los necesita cuando dice que lo que más le impacta del show es que “de alguna manera tiene que ver con esto que estamos viviendo; no es lo mismo, no es la misma destrucción que en una guerra mundial, pero sí una destrucción”. Y es que, a pesar de que el proyecto (delineado por su director, Fabián Luca) llevaba más de cuatro años esperando el momento indicado, podría generar un poco de escozor que sus días sean justamente éstos (aunque por poco tiempo, hasta fines de septiembre, porque Radano se va a trabajar a París) y no otros.
Canciones... no se trata de la exhibición de un rescate arqueológico ni estrictamente histórico del clima del cabaret. En una sala de butacas convenientemente dispuestas en escalera, un escenario pequeño con frontera bordada de lamparitas que salen del piso permite una sucesión de números cantados, bailados, actuados, con un sentido estético de lo político. Hay, básicamente, una lejanía y un deleite de cuantos trabajan allí en cierta forma de entender el arte teatral y musical, pero esa distancia se convierte peligrosamente en cercanía con pequeñas intervenciones del mundo real, como sucede con la proyección de un montaje de titulares de diarios argentinos recientes (musicalizada, casi como una película muda) durante un entreacto. Lejos pero cerca de lo cotidiano, hay, sin embargo, una propuesta para divertirse viendo los resultados de un juego.
–Nosotras trabajamos en conjunto, viendo películas, situándonos un poco en la época, si bien no es un espectáculo de época. Quisimos tener en cuenta, en determinados cuadros, un estilo, una forma de caminar, una forma de mirar. En las vamp (“¡Soy una vamp!”, la canción de Mischa Spoliansky y Marcellus Schiffer en que una chica se define más o menos como la hija natural de Garbo, Dietrich y Pompadur), por ejemplo, tuvimos muy en cuenta el expresionismo y esa cosa al borde lo grotesco de las poses. Veíamos películas de Marlene Dietrich y Greta Garbo, escuchábamos la forma de cantar, para que no todos los números fueran iguales –cuenta Alejandra Perlusky, la coequiper de Radano y Bros que, con 24 años, muestra en el espectáculo la promesa de una carrera más que interesante.
Alejandra Radano: –Y después intentábamos traducirlo a lo que es ahora, porque está claro que igual no va a ser. Los músicos clásicos dicen que nunca van a poder tocar una sonata de Bach como la tocaba Bach en su época. Es imposible, porque uno lleva encima la época. Entonces, eso también se rearma, pasa por el tamiz de la actualidad, y de ahí resulta el espectáculo. Igual que el vestuario, las coreografías salen de las canciones, todo tiene un valor teatral, nada está puesto porque sí. Capaz que lo intelectualizamos demasiado, pero cada gesto, cada cosa que está puesta tiene un motivo, “esto es por eso y porque leímos tal cosa”.
Alejandra Perlusky: –Eso a mí me ayudó, porque te sumerge completamente en el estilo, te empapás de esas imágenes, y tratás de lavar un poco las tuyas, que son modernas.
Asombrosamente, cierta voluntad de democracia escénica (correlato, tal vez, del trabajo grupal que hay detrás del espectáculo) ha llevado a borrar una de las figuras centrales de lo que solía ser el kabarett: el presentador, en realidad, una suerte de maestro de ceremonias que daba el pase a cada uno de los actos y sentaba el tono general que tendrían las actuaciones de la noche. No era un rol menor en la Alemania de entreguerras, ése de pararse al frente del auditorio con los reflejos necesarios para interactuar con un público de lo más despierto y no tener temor a improvisaciones. La película Cabaret lo recordó con la presencia de Michael York, pero no siempre se trataba de un señor, como bien lo prueba la fama de que sabía disfrutar Rosa Valetti, reconocida por su habilidad para adaptarse a públicos de lo más disímiles.
A.R.: –Es que se quiso transmitir eso: no hay vedettismo. Es renunciar a eso para ponerte de verdad al servicio de una obra. A.P.: –Es súper teatral. No es un recital de canciones, que estamos parados con un micrófono. Cada cuadro es una historia, y se canta porque se elige cantar. Podría recitarse todo, porque es teatro absoluto.
A.R.: –Elizabeth Schwarbock, una cantante alemana, decía que cada letra es una obra de teatro. Y son eso las canciones.