ENTREVISTA
Mamá Niní
Angelita Abregó es la hija con la que Niní Marshall, en su juventud, se encontró sola, sin dinero ni trabajo. Y fue, con el correr del tiempo, la niña que jugaba mientras, en la plaza, su madre escribía sus libretos de humor. Hoy, Angelita ha editado una colección de CDs con los mejorestextos radiales de Niní, materiales olvidados, algunos inéditos, de esa mujer que Angelita recuerda “dulce y un poco solitaria”.
Por Soledad Vallejos
Debería tener 60 años. Sentada sobre el piso, mira a los ojos sin dejar asomar el menor atisbo de la observadora feroz escondida en esa sonrisa levemente melancólica. Parecería apenas un momento de tregua, pero Angelita Abregó deja que el retrato en blanco y negro presida la mesa con un rotundo: “Así la recuerdo yo. Ni gran estrella ni viejita: dulce y un poco solitaria, así era mi mamá”. Y recordando a esa mujer pequeña (“la facha es la misma, eh, así, yo era idéntica en la figura, la misma altura”) que todas las mañanas escribía y reescribía sketches en un anotador blanco sin levantarse de la cama para luego decirle: “Nena, ahora te voy a leer y vos me decís lo que no te parece bien”, recuerda a la que en las noches de los miércoles lograba paralizar un país con su audición radial. “Nos hace falta reírnos”, dijo Angelita hace no demasiado tiempo, y se propuso sentarse con sus hijos y su marido para escuchar uno por uno los 160 sketches (“personificaciones”, presentaba el locutor) atesorados en 22 horas de grabaciones de esos programas. Estaban empezando a recorrer, a su vez, ese camino desde lo privado hacia lo público: papel y lápiz en mano, escuchaban los desopilantes textos y la voz de “Mimina” para darle un puntaje a cada episodio de los emitidos entre mediados de los ‘50 y los ‘60, seleccionar los más representativos y, finalmente, editar la flamante colección de 6 cds con personajes de Niní Marshall que Angelita justifica con un: “Hay gente joven que sólo la ha conocido a través de las películas que pasan en televisión, y que no la ha podido oír en la radio, que era su fuerte”.
El rescate, en realidad, y en caso de que necesitara alguna justificación, va un poco más allá de despertar cierta nostalgia en quienes cada semana esperaban noticias de los dramas barriales de Catalina Pizzafrola o asombrar a los que desconocían a la paquetísima Mónica Bedoya Hueyo Picos Pardos Sunsuet Crostón. Se trata de un simple acto de justicia: de hacer escuchar nuevamente a una mujer que, irrumpiendo a fuerza de terquedad gallega (“soy una española nacida en la Argentina”) en un medio que se negaba a admitirla más que como cantante o actriz, se hizo notar como creadora, supo preservar su vida privada siendo parte del star system criollo de la época dorada, y sólo abandonó la escena a los 80 años, dueña de sí misma y de su deseo de no asistir a su propio funeral artístico. Todo había comenzado como instinto de supervivencia cuando resolvió no seguir siendo esposa del hombre que “había perdido todo lo que teníamos en el juego”: de un día para el otro, y en medio de la poco amable década del ‘30, se encontró “sin dinero, sin marido y con una bebita”. Salió a trabajar: retrató a una Argentina que decía tener cierta identidad para enfrentarla con el espejo de personajes que opinaban otra cosa, rompió el elitismo de los estudios llenos de radioteatros nacionalistas y telúricos para acercarlo al gran público que empezaba a conocer la cultura de masas, enseñó el valor de las tácticas de los débiles ante las estrategias de los poderosos; fue exiliada por un movimiento populista (a pesar de ser una de las actrices favoritas de Perón), y supo regresar con gloria. Cierta vez, otro presidente fanático que había perdido una emisión de su programa, solicitó expresamente a la radio que le enviaran una copia; como gesto de gratitud, ella recibió unas orquídeas con la tarjeta de Ortiz. Entretanto, hacía teatro de títeres para su hija y sus nietos, almacenaba pacientemente cualquier cosa que cayera en sus manos porque nunca se sabía cuándo podía servir para algo, y devoraba literatura española. Parece lógico que Angelita todavía no entienda por qué su madre se autodefinía como “una señora de su casa que se hacía la graciosa”.
Desde el living del departamento de la calle Paraná se ven los mismos bancos de la Plaza Vicente López que hace casi 60 años Niní usaba como escritorios improvisados cuando, llena de culpa por no tener tanto tiempo libre como otras madres, “integraba” a su hija (“mi Jaime Potenze”, escribió en sus Memorias que le decía, como el crítico de espectáculos del diario La Prensa entonces) a su trabajo: “Angelita jugaba, tomaba sol, mientras yo tachaba, corregía, leía, imitaba”. Hoy hay un sol radiante, una taza de café, y una mujer pequeña con una voz inmensamente flexible recordando los inicios entre periodísticos y publicitarios de la carrera de su madre. No hacía muchos años que Niní se había fotografiado con sus compañeras de promoción del liceo de señoritas; cada una sostenía un cartelito que anunciaba qué sería en el futuro: “radiosol vegetal”, “matasanos”, “leguleyo”. Su autoprofecía: “Domesticología”, algo levemente lejano a la licenciatura en Filosofía y Letras que deseaba, pero jamás comenzó por recibirse “tempranamente de señora”. Tras la separación y una reparadora estadía en Rosario, adonde se había radicado una de sus hermanas, regresó a Buenos Aires y se instaló con su bebé en una pensión. Estaba pensando que, tal vez, pudiera ganarse la vida escribiendo.
–Entonces, un amigo de mi abuela, Delfín Rabinovich, le dio una página en una revista, en La Novela Semanal, para que hiciera avisos de aparatos eléctricos, como la cocina Volcán. Y ella, con una gran imaginación, hacía toda una historia y después ensartaba que usaba la cocina Volcán, o la plancha eléctrica, o el ventilador.
Le siguió la columna “Alfilerazos” en Sintonía, la revista de mayor circulación en la década del ‘30, donde firmando como “Mitzi” tomaba en solfa audiciones de las conocidas y no tanto, para rematarlas con sus “monitos”, esas caricaturas de las que a lo largo de toda su vida seguiría haciendo para la familia y los amigos. Otro golpe de suerte, un concurso de canto, en realidad, la volvió a bautizar: sería Ivonne D’Arcy, la cantante internacional que se valía de los conocimientos que Niní tenía del italiano, el inglés y el francés para interpretar temas de Lucienne Boyer y Josephine Baker acompañada de una orquesta. Sin saberlo, y avanzando desde la tradición de la gráfica hacia ese monstruo de audiencias en que se estaba convirtiendo la radio, ya estaba más cerca de que los chistes que hacía fuera de aire con los músicos de la orquesta llegaran a oídos de la anfitriona de otra audición de éxito (“El chalet de Pipita”) y alcanzaran para integrar el personaje de Cándida, la gallega “que será bruta, pero es noble”, a la transmisión.
–A Cándida la sacó de Francisca Pérez, una criada que tuvieron cuando ella era chica y vivía en la casa de la calle Defensa 219, que ahora es parte del Museo de la Ciudad. “La casa de los querubines” la llamó el arquitecto Peña (director del Museo), que dice que es única aquí por el estilo. Ahí, en esa casa, ella pasó una infancia muy feliz. Hacía de campana cuando su hermana mayor se encontraba en la terraza con su novio. Ahí, también, mi abuela ayudó en el parto a su mejor amiga, y esa beba que nació ahí fue una de las grandes amigas de mamá. Siempre decía que había tenido una infancia muy linda, muy querida por sus hermanos y su madre. A su papá prácticamente no lo conoció, él murió cuando ella era muy chica. Pero con su mamá tenía la misma afinidad que tenía yo con ella.
–Ella debería ser otra mujer muy fuerte y atípica para la época.
–Sí, y muy moderna en sus ideas era mi abuela. Por ejemplo, a principios de siglo, quería que su hija mayor estudiara farmacia. Francamente, era de avanzada. Si tenés en cuenta que mamá nació en 1903, y se llevaba siete años con la penúltima, te das cuenta de lo que era. Yo llevo el nombre de mi abuela. Ella murió dos meses antes de nacer yo, pero siempre digo que soy la nieta que más la ha querido, porque mi mamá me hablaba tanto de ella, y la manera de contar que tenía, hacía que yo la viera, que viera asus compañeras del liceo, sus profesoras. Tenía una gran capacidad para narrar.
Angelita habla sin emotividad, pero con la pasión de quien está convencida. Todavía se defiende de las amigas que tomaban esa afinidad por “cordón umbilical”, repite “era mi mejor amiga”, sonríe recordando anécdotas de ese año que ambas compartieron viajando por el mundo, y, al pasar, la voz de Cándida desplaza a la elegante docente que es y resulta tremendamente natural en ella. Una familia de mujeres no sólo fuerte sino especialmente unidas por algo más profundo. No lo dice, pero su hija también lleva el nombre de su abuela: Marina.
El talento innato de Niní para narrar, tal vez aderezado por las lecturas que la hechizaron desde siempre, se combinaba con uno de sus pasatiempos favoritos de pequeña: quedarse apostada en la ventana durante horas, viendo pasar y escuchando hablar esa extraña combinación de acentos y nacionalidades que estaban tratando de darle forma a la Argentina en los años del Centenario. Hija de asturianos que habían llegado en busca de un buen pasar, en algo debe haber impresionado a la pequeña Marina Traveso ver las pompas de la infanta española atravesando la Avenida de Mayo, tal vez tanto como esa señora amiga de su madre, apellidada Ventura, de cintura pequeña y cola tan generosa como su busto, que terminó convertida en caricatura en el tanque de agua de la casa: “Un signo pesos a Ventura”, el título de la obra. O como el ambiente de suburbio que podía pispiar desde la puerta del negocio de Defensa y Alsina, enfrente de su casa.
–Había un almacén, una especie de bar con el mostrador de estaño, donde estarían los borrachos tomando vino o algo así. Y ella siempre le decía a la muchacha que tenía sed, que quería ir ahí, porque le gustaba ver ese ambiente. Además, porque el agua, a lo mejor mal lavado el vaso, tenía rico gusto...
Luego de una serie de publicidades (“La manteca argentina”, sketches donde Cándida Loureiro Ramallada pregonaba las virtudes lácteas), llegó Catita, la hija de inmigrantes italianos que, en su delirante tilinguería de “quiero, pero no puedo”, pisó radio El Mundo para ocupar sólo cinco minutos del espacio de la orquesta de Francisco Canaro y terminó con programa propio: en horario central y con Juan Carlos Thorry, el galán de la época (cuyas admiradoras habían inspirado la protagonista). Si el éxito fue inmediato, se debía a que acababa de crear un "tipo", esos arquetipos sociales que, como explicara Marcel Schob a Colette con la primera publicación de Claudine, "no te dejan en paz, se meten bajo tu piel, son tu perdición y tu felicidad".
–Los dueños de la tienda La Piedad, de Bartolomé Mitre y Cerrito, querían ser sus avisadores, pero cuando mamá les presentó el personaje le dijeron: “¡Pero Niní, si todas nuestras clientas son como Catita!”. Insistió, porque cuando ella estaba convencida de una cosa, insistía, lo defendía a muerte. “Pa’ los lindos oyentes de Sintonía este sincero cuanto humilde homenaje didico” –lee Angelita en una página de 1938, la primera foto de Catita aparecida en una revista–. De Catita, además, tenía tarjetas: “Catalina Pizzafrola Langanuzzo”, sí. Y a los amigos siempre les hacía alguna cosa en broma, versificaba en broma con muchísima facilidad. Cuando ya era viejita, Julio Bocca le mandó una escultura en peltre, que reproducía un afiche de su espectáculo. Era nada más que el pie, así, perpendicular, una cosa extrañísima. El se lo regaló una Navidad, y entonces mami le hizo unos versos al dedo gordo de Julio Bocca.
Con los años ‘40 llegaron los militares nacionalistas y su cruzada en favor de la corrección, la moral y las buenas costumbres. Con apoyo básicamente de una clase obrera que quería ser media, una de las primeras medidas de gobierno que adoptaron fue, curiosamente, la reforma del gran entretenimiento del momento: la radio. En el afán paternalista, los libretos debían ser modificados para no “tergiversar el correcto idioma e influir en el pueblo que no tiene capacidad de discernir”. ¿Qué iba a hacer Catita, famosa por sus oraciones pretenciosas, levemente pendencieras, pero sobre todo orilleras?
–A mami la dejaban volver, pero si hablaba bien. Entonces le hizo sufrir un ataque de catalepsia a Catita. Y emergió hablando perfectamente, porque además ella sabía muy bien castellano, tenía un conocimiento profundo del idioma.
“As noches, muchachos” se transformó en el impecable “buenas noches”. Catita, que decía “ubre” por “urbe”, había regresado para explicar su descenso a las pesadillas de Poe: “Lo juro por la luz eléctrica que me alumbra, incorporéme en el féretro ante la estupefacción colectiva, bajéme del catafalco cual visión fantasmagórica y reintegréme al orbe de los vivos, de tal suerte metamorfoseada, cual crisálida que deja el capullo y se torna mariposa para revolotear de flor en flor”. No habían pasado más que un par de semanas cuando recibió un memo del responsable de la Oficina Preventiva de la Dirección de Radiocomunicaciones: la retaba por dirigirse “a las personas de mayor cultura para acaso, con fin interesado, poner en evidencia la capacidad crítica de esta oficina de fiscalización”, pero no se animaba a ir más allá de una suerte de advertencia.
–Pero, por ejemplo, había una canción mexicana conocidísima: “Te voy a hacer los calzones como los que usa el ranchero, los comienzo de lana y los termino de cuero”. Y le tacharon “calzones” y le pusieron “prenda interior de lana”. ¿Querés decirme cómo vas a cantar eso? Eso la ponía loca. Entonces había encontrado una treta, porque era pícara: ponía una palabra parecida a la que quería decir, y el libreto pasaba. En la radio, decía la que ella quería decir, y si le decían algo, decía que era un furcio.
Las cosas se complicaron al llegar 1949. Con Perón en el poder y la actriz Evita Duarte convertida en Eva Perón, llegaron las listas negras. De buenas a primeras, el director de Argentina Sono Film llamó a Niní a su oficina. Prescindía de contarla entre sus actrices. Decían los corrillos que la mismísima Evita había puesto esa condición para permitirle la importación de celuloide.
–Ella fue tres veces a preguntarle a Juan Duarte por qué. No a pedir, eh, a preguntar, porque quería saber el motivo y nunca tuvo una respuesta. Lo único que le dijeron fue eso de que, en una fiesta de pitucos, ella, disfrazada de prostituta, había imitado a Eva. Y eso era mentira, como lo que se dice de la cachetada de Libertad Lamarque a Eva.
–¿Nunca tuvo una hipótesis sobre esa censura?
–Ninguna. Ella nunca supo por qué. Ni siquiera le interesaba la política: siempre decía que votaba al más buenmozo.
Tras el exilio mexicano (donde llegó un año después de haber sido declarada “actriz más taquillera”), las largas recorridas por Latinoamérica y las filmaciones en España, Niní regresó a mediados de los ‘50. Volvió a hacer radio, hizo algunas apariciones en televisión (aunque nunca le interesó demasiado el medio “porque todo es muy improvisado, y decía que su físico no daba”), y, llegada la década del ‘70, arrasó durante tres años consecutivos con esa obra maestra del humor negro que es el velorio del zapatero de Y se nos fue redepente. Con 80 años, se retiró de la actuación. Y entonces llegaron los homenajes.
–Yo creo que le costó mucho. Cuando íbamos al teatro, ya retirada, viejita, en cuanto los actores sabían que estaba en la sala, le dedicaban la función. Entonces salía uno al escenario y decía: “Bueno, quiero decirles que entre nosotros se encuentra...”. A mí se me daba vuelta el estómago, porque ya sabía que el público iba a aplaudir a rabiar, y ella a llorar. Hasta que un día le dije: “¡Pero mami! Escuchame una cosa, ya tendrías que estar acostumbrada”. “Lo que pasa es que yo quisiera poder estar allá, poder estar en el escenario.” Otra vez, me acuerdo cuando Marilú Marini hizo un espectáculo con personajes de ella. Mamá fue. Ya era muy viejita. Y cuando empezó, el público la aplaudió. Ella le dijo a Lino Patalano, por lo bajo, “he vuelto a vivir”. Pero cuando terminó la función, el público, en lugar de aplaudirla a Marilú, se puso de pie y aplaudió al palco. Decí que yo le había dado un puré de lexotanil, porque si no, mami, pobrecita, yo decía: “Acá se me muere”.