PERSONAJES
La abuela que compra armas
Lidia Burry crió seis hijos y fue profesora de Geografía. Cuando se quedó viuda, parecía que su vida se transformaría en un remanso, pero no: cada vez fue involucrándose más en la ayuda a comedores de varias
villas, y desde hace un tiempo usa también su dinero en un emprendimiento que considera indispensable: compra armas, con plata o comida, para pacificar los barrios.
Por Sonia Santoro
Si hay algo que le molesta a Lidia Burry, esta mujer de 77 años que ha tomado tren y subte desde La Plata para hacer esta nota, es que le digan anciana. De ninguna manera ella podría considerarse como tal a pesar de que lleva canas, anteojos y, sobre todo, una vocecita de abuela de cuentos. Una anciana no podría trabajar de lunes a lunes: conducir un auto llevando alimentos a decenas de villas de La Plata o enseñar a cuidar una plantita a cada chico de ahí; pero, sobre todo, lo que no podría hacer es comprar las armas con que los adolescentes de esas villas salen a robar, para empezar a desarmar y pacificar la villa. A quien, como su familia, piense que está loca, que cómo no tiene miedo, ella le hace notar que “no hay peligro, si yo los voy a ayudar, ¿para qué me van a hacer algo a mí?”. Y llama a que la población tome conciencia de que “en vez de gastar tanto en protegerse, busque la protección en la Justicia. Porque para mí es una injusticia muy grande que la gente viva en estas condiciones, cocinando en el suelo con un fogón...”. Y a los abuelos de buena posición económica, específicamente, los conmina a que en lugar de guardar y guardar la plata quien sabe para qué, la “tiren” en la ayuda a los marginados.
“Te doy plata, ropa o comida a cambio de tu arma.” Los carteles decían más o menos así y empezaron a poblar los comedores comunitarios de La Plata en mayo del año pasado. La idea de Lidia era hacer la vida en la villa un poco más tranquila. “Las chicas (que trabajaban ahí) se quejaban de que no podían salir a la tardecita por los tiroteos, cosa bastante común en las villas, y yo les dije: ‘Bueno, chicas, vamos a sacar las armas’”, cuenta Lidia con naturalidad.
Pero seguramente más por vieja que por sabia, Lidia entendía que no era tan simple que los chicos se acercaran con las armas. Entonces, a esas mismas chicas les dijo que si le conseguían a un “cliente”, también las iba a premiar con una especie de comisión en plata, comida o ropa. “Al principio fue difícil porque los chicos tenían miedo de que yo fuese una bocona o que fuese a dárselas por la espalda. Pero después empezaron, a través de alguien. A mí no me interesa el nombre. Ellos me dan el arma por intermedio de alguien y después yo les doy el dinero. El precio es muy relativo, ahora lo mínimo son 100, si no, 150, 170 pesos”, explica.
El precio se regula en un extraño mercado que no conoce de las leyes de la oferta y la demanda. Por eso, Lidia llegó a pagar 350 pesos por un arma. Era de un chico drogadicto, de 14 o 15 años, que la había robado a la policía. “Como ellos dicen, era un fierro muy importante; entonces, dije: ‘Este chico qué disparate puede hacer si sale a la calle con semejante arma’”, recuerda.
Así, en poco más de un año, Lidia sacó 200 armas. Pero sabe que lo suyo es un acto simbólico. “Van a seguir robando, ellos me lo dicen a mí. Un día les dije: Vamos a hacer los chorros anónimos, nos juntamos todos y hablamos de por qué, qué es lo que pasa, qué es lo que sienten. Medijeron: ‘Abuela, si no tenemos trabajo, tenemos que salir a robar’”, cuenta. Y, sin embargo, está convencida de lo que hace.
En la villa El Paligüe, un día la robaron mientras recorría la zona en auto para repartir verdura, pan, productos frescos. “Un chico me encañonó con un arma y yo lo único que sentí fue ¡qué dura que era! –dice, divertida–. Me pidió la cartera, se la di. Después, yo quería el monedero donde tenía todos mis papeles. Y me dijo que si quería la cartera le tenía que dar 300 pesos. Entonces, yo le avisé a la policía y se portó muy bien, yo quería que los retase a estos chicos porque el que comete una falta, tiene que tomar conciencia. Cuando el chico viene a buscar a casa –¿la indemnización se dice, el rescate?–, ya estaba la policía esperando. Ya se conocían. Y le dieron un repunte bárbaro. Pero la policía me aconsejó que no volviese a esa villa porque a lo mejor quiere vengarse. Y la policía, después de hablar con mi marido, que estaba muy asustado, empezó: ‘Señora, a usted, ¿cómo se le ocurre ir a las villas?, ¿usted sabe qué locura qué es ésa? Cómo a una anciana como usted... no se da cuenta de que se está exponiendo y está exponiendo a toda la familia...’. Y seguía con la anciana... Yo no decía nada, porque después entre mi marido y mis hijos me hicieron un escándalo bestial y me prohibieron terminantemente seguir con mi actividad. Entonces lo tuve que hacer a escondidas”, dice. Aunque, últimamente, su familia se ha dado cuenta de sus andanzas y ya no se opone. “Yo les hago notar que no hay peligro, ¿para qué me van a matar a mí si yo voy a ayudarlos?”, dice.
Alguna vez, Lidia fue una mujer con otra vida muy distinta: enseñó geografía y fue madre de seis hijos. Hoy es jubilada, sus hijos ya están “acomodados” y tiene 16 nietos, que ve todos los fines de semana.
Lo de ayudar a otros no es algo que heredara de nadie. Le vino por casualidad, a una edad en que muy pocos piensan que tienen algo nuevo que descubrir: los 70. Su marido es miembro del Rotary Club. Y un día, allí pidieron si alguien podía llevar cosas a un hogar de chicos de la calle. Ella se ofreció y fue entonces cuando vio por primera vez ese otro mundo de necesidades. Siguió colaborando con los hogares, hasta que decidió que las necesidades estaban en las villas y que los comedores eran la puerta para acceder a ellas.
Lo que sí heredó fue la plata que gasta todos los meses en su particular manera de ayudar. Su papá vino de España sin nada y empezó a trabajar como peón de almacén a los 14 años y ahorrando al máximo, como hacían todos. “Y después se compraron un pequeño boliche, como se decía, y después uno más grande. Al final terminó por tener uno de ramos generales en un pueblo de estancieros, Brandsen. Y hace 60, 70 años, ésa era una zona de muchas estancias de Buenos Aires. Y él, trabajando ahí, se hizo una posición. Entonces, nosotros nos criamos con la sensación del trabajo, de la rectitud, de la moral, de la justicia. Mi padre siempre decía: ‘En este país no hace una posición el que no quiere trabajar’. En aquellos años el trabajo era todo.”
–¿Y qué piensa ahora de esa frase, de que el que no trabaja es porque no quiere?
–No, en este momento no hay trabajo; si la gente en las villas me pide trabajo. Yo en la villa insisto mucho en que hay que hacer la huerta, que hay que limpiar... Por eso tenemos que ayudar, no estará bien el asistencialismo, pero no queda otra, los chicos no se pueden morir de hambre.
Por eso no pierde tiempo. No se cansa. No sabe de achaques ni de fiaca. Porque lo que sí sabe es que tal vez si un día se queda descansando en su casa, como seguramente se lo merece, un chico no come. Entonces insiste en que, más que hablar de lo que ella hace, quiere hablar de lo que se puede hacer. “Mirá, si en Buenos Aires, en las casas de departamentos, pusieran un peso todos los meses, ¡vos sabés las cosas que se podrían comprar! Yo compro por toneladas, una tonelada de harina, de soja... Y sabés lo bien que le haría a la gente como yo, que están en un departamento aislados, se relacionarían con los vecinos, tendrían que ir a hacer las compras, les cambiaría la vida. Para eso tendríamos que juntarnos. Toda la clase media alta tendría que juntarse. Hay gente que no toma conciencia todavía de las necesidades. La gente de mi edad, ¿para qué queremos guardar plata? Hay que tirarla, tirarla al aire, para los mapuches, para los tobas... Hacer tomar conciencia de que la Argentina está formada por toda la población, también por los marginados”, se entusiasma.
Como una vendedora astuta, Lidia abre su cartera y saca un sobre de cuero algo gastado. De ahí adentro, un ovillo ¿de lana? Lo desata. Y no, está hecho con tiras de medias de mujer. “¿Ves? Con esto se tejen cuadrados y se hacen frazadas. Porque en la villa ni frazadas tienen -cuenta–. Las medias de hombre son mejores todavía porque son más gruesas”, explica. El otro día fue a un geriátrico y llevó lana. Las abuelas, encantadas de hacer cuadrados o camisetitas sin manga y de saber que con eso están ayudando a alguien.
Los días de Lidia empiezan a las 9 de la mañana. Va a comprar alimentos frescos. Y, a partir de las tres de la tarde, lleva de todo a los comedores porque además recibe donaciones: colchones, heladeras, televisores.
En los huecos de tiempo, la tarea no se acaba nunca porque siempre hay que llevar las cosas al service, organizar, planificar y hacer números para que las compras rindan. “Todo eso te lleva tiempo y trabajo. Estoy todo el día ocupada y me siento muy bien”, dice. Aunque no lo podría hacer sin la ayuda de su hermano Roberto Ortiz, que le da una mano, y en estos días piensa en lograr una dieta equilibrada en vitaminas y hierro para los chicos.
Como ella dice, lo suyo es una vocación que no se rige por horarios; la reclama en su totalidad, física y mentalmente. Mientras habla, mira un macetero con plantas y confiesa: “Si yo paso de noche por acá, me agarro unos gajitos. Así llevo plantitas a la villa, gajitos. Para que los chicos tengan su plantita. Ellos tienen que hacer los agujeritos en la tierra y ponerla. Y ellos van sintiendo que tienen algo, que es de ellos, que tienen para hacer un regalito a la mamá”.
Como no está de acuerdo con el asistencialismo, constantemente trata de dar respuesta a las necesidades de esos chicos que la reclaman. “El otro día, en la villa, dos chicas estaban preocupadas porque no tenían moisés para sus bebés. Y yo agarré dos cajones de verdura de cartón y los forré con muchas capas de engrudo, después lo pintamos y quedaron perfectos.” Así, piensa, ellos se acostumbran a crear, a no estar esperando que les den todo.
“Por eso mi trabajo es muy lindo, es una creación permanente. Pero se pierde, es una gota de agua”, dice. Y sin embargo, al mismo tiempo, sabe que es lo mejor que puede estar haciendo. “Yo en este momento, a mi edad, he criado a todos mis hijos, pienso que tengo la obligación de devolver algo. Si la vida ha sido tan buena conmigo, yo tengo que dar algo también”.
Por eso trata de convencernos a todos: “Vos decile a tu mamá que se junte con otros y ayuden. La sociedad se beneficia ayudando (por si logró su objetivo y alguien quiere ayudarla, el número de teléfono es 0221-483-4897). Así se transforman en no ancianos, porque yo no me siento anciana”. ¿Queda alguna duda?