Viernes, 3 de agosto de 2007 | Hoy
ARTE
Una vez, Florencia Levy decidió tomarse vacaciones en Buenos Aires, la misma ciudad en la que vive. Recorrió barrios que desconocía, se albergó en hoteles baratos, mandó postales, tomó notas. Luego, adaptó la experiencia a visitar departamentos en venta. En los dos casos, tomó fotos y registró en video. Acompañó el proceso pintando ambientes despojados en cuadros. Con todo ese bagaje, terminó armando narraciones de la experiencia urbana, con un tono tan divertido como inquietante.
Por Soledad Vallejos
Hace unos cuatro años, Florencia Levy avisó a familiares y amigos que partía de vacaciones a algún lugar más o menos lejano, aunque no abundó en precisiones. Aclaraba que volvería en un mes, aunque con el correr de los días comenzó a enviar postales de lugares de Buenos Aires. “Había una foto, el interior de un hotel, y la postal estaba escrita a modo de guión cinematográfico: Interior/ Noche/ Lobby... Las postales relataban historias pequeñas, ficciones, de estos lugares y ciertas esquinas de la ciudad. Eran historias que contaba como si fueran propias de un lugar muy lejano, pero que en realidad pertenecían a lugares como la esquina de mi casa. Claro, en un primer momento, cuando empezaron a llegar, la gente no sabía que yo estaba acá, y nadie entendía nada.” Ese fue el inicio de Escena de regreso, la muestra que acaba de llegar al final en la galería 713 Arte Contemporáneo (sede de interesantes apuestas en el último tiempo), pero que tendrá continuidad, a partir de la semana próxima, en una exposición colectiva del Centro Cultural Recoleta.
Ser una extraña en la propia ciudad, aunque no siempre ni necesariamente en el propio barrio, comenzó, desde esas primeras postales, a ir mutando en la cabeza y los actos de Levy. A la primera experiencia le siguió, con el tiempo, una cierta maduración, pero también la continuidad con su obra más habitual hasta ese momento (ella viene de la plástica más pura, pero referida, también, a lo urbano: sus primeras obras eran pinturas de medianeras) y la exploración del registro de video –nuevamente– en condiciones poco usuales. La experiencia en un territorio conocido sólo puede nacer de condicionamientos que faciliten, o al menos propicien, alguna forma de corte, un barajar y dar de nuevo capaz de neutralizar puntos escogidos del mundo conocido, del nivel de experiencias que conforman la rutina y sus rituales. Desde allí, entonces, partía Levy cuando iniciaba esos recorridos de Turismo local (como llama a los resultados de varias de esas escapadas en uno de sus videos): cortaba amarras, recorría un barrio no previamente deliberado y elegía (“por azar, porque me gustaba la fachada, porque me parecía lindo, porque eran baratos también...”) un hotel familiar o “de pasajeros” parar entrar allí como huésped efímera. Allí comienza a suceder todo: en encuadres estáticos, de composiciones lineales, geométricas, felices en hacer nacer riqueza de una mirada que fragmenta para sacar de espacios aparentemente vacuos hallazgos formales, allí, sobre esos mundos recortados, se desplazan en el tiempo y el aire los sonidos de un mundo que le corresponde pero no, vale decir, de los espacios de la ciudad que rodean el solar del hotel. Sobre esa combinación, además, se imprimen textos breves (tomados del diario de notas que Florencia lleva en cada una de sus expediciones) que refieren vínculos, situaciones anónimas, dinámicas urbanas.
El mapa se arma con la vida fugaz en –y alrededor de– hoteles de Avenida de Mayo, de Congreso, de Villa Urquiza, de Barrio Norte (cada uno de ellos con la precisión de dirección y nombre): “En la esquina de Sarmiento un pelirrojo. Talcahuano colmada de bicicletas y una patinadora como eslabón suelto en la cadena de ciclistas. El pelirrojo cruza la calle como si nada, el semáforo en rojo. Los ciclistas esperan. La patinadora cruza Av. de Mayo como si nada”. O bien: “Esquina de Paraguay y Anchorena: un hombre sentado arriba de un banquito hace unos dibujos de una especie de aeropuerto medieval. Hay un montón ordenados en el piso, como si estuvieran a la venta. Le pregunto cuánto salen. No, no, ésos no los vendo, son un encargo”. Y también: “Atrás pasa un coro militar. Tienen el pelo un poco más largo que rapado y avanzan en fila. El último, que es también el más bajo, le toca el hombro al que tiene delante, pero éste no le hace caso. Apenas doblan por Viamonte, el sol que está fuertísimo le da en la punta de la frente. Junta las dos manos y se arma una visera. Lo que brilla es un trombón”. A la narrativa breve de estos textos corresponden imágenes que van de lo risueño a lo desgarrador, de la exuberante intención modernista pop medio pelo de los ’70 al minimalismo involuntariamente despojado que –como no se resigna a ser poco vistoso–- derrocha extravagancia en apenas dos o tres elementos, de la voluntad de simular un hogar anónimo y unipersonal a la exhibición impúdica de cómo las huellas de los pasajeros son sistemáticamente borradas. En los fragmentos, los espejos reinan, los rincones son metonimias perfectas de todo un edificio, el brillo en mesas, sillas, loza, vidrios, termina por generar inquietud antes que el reposo de la limpieza cumplida. Y a lo largo, acompañando, construyendo, sumando, los sonidos (la música inconfundible de un noticiero televisivo, retazos de novelas, conversaciones lejanas, un colectivo en plena calle, los ruidos de todo y de nada a la vez) traen el testimonio de lo único que, en su ausencia palpable, termina por ser omnipresente: la presencia humana.
La arquitectura es la corporización de intenciones que construyen mundos y modelan vidas, rutinas, relaciones, momentos, desde la fortaleza constante de lo cotidiano. Decir que una obra arquitectónica es el marco de una actividad resulta tan poco acertado como la –tan en boga– manía de leer escenas del conflicto social –o simplemente de la vida social urbana– en términos de función o disfunción del tránsito (del estilo “caos vehicular en el centro por protesta”, etc.). La proyección de la arquitectura es tal que termina convirtiéndose en participación permanente de lo que pueda pasar bajo un techo, entre cuatro paredes, frente a una fachada, a la intemperie simulada de un balcón. Y sin embargo existe la ilusión de un punto cero: los instantes previos a una mudanza, el momento que antecede a la elección de un lugar. El video 3 ambientes a estrenar se mete –es un decir estrictamente literal– en ese mundo. Munida de una cámara no oculta pero sí disfrazada bajo excusas absurdas (“el video es para mi marido que no pudo venir”, o la grabación como una mejor manera de revivir y recordar lo que se ha visto), Levy jugó a visitar departamentos en venta con el argumento apócrifo de una compra inminente. El resultado es abrumador: al recorrido visual de superficies blancas, blancas, desesperadamente blancas, y luces rebotando por doquier, se suman fragmentos de la experiencia inmobiliaria en un registro desopilante. Departamentos vírgenes de toda presencia humana estable prometen la posibilidad de inscribir desde el inicio, mientras vendedores y vendedoras recitan bondades y detalles con agudeza técnico-matemática mientras deslizan confesiones de rutina: “tenés grifería y desagüe”, “acá tenés 20 centímetros más que en el dormitorio principal que viste atrás y 10 menos que en el secundario”, “yo a la mañana riego las plantitas y me tomo un café como un viejito, pero me encanta, y si vos lo usás para eso, bueno, tenés con qué”, “1,60 de profundidad en el décimo cuarto, la diferencia está además de las medidas en que si el día te ayuda nosotros tenemos sol siempre, aparecemos nosotros y le sacamos el sol a la gente de al lado, es así, viste”.
Los matices del blanco, en los cuadros, vuelven a esos mundos todavía vacíos, se rebelan contra los vestigios de cuartos de hotel abrumados de colores y lustrados hasta la angustia, recortan –como todas las otras obras– y vuelven a traer pero jugando sobre un lienzo blanco con huellas sutiles. Allí no hay voces, no hay textos, no hay motores de colectivos, no hay pisadas, y sin embargo también –bondades aditivas del contexto, tal vez– los contienen dentro de sí. Levy sugiere que la articulación de video, foto y pintura tal vez tenga que ver con instancias del recuerdo, que puede ser personal pero aquí se presenta en la individualidad del anonimato. La experiencia del extrañamiento fue fundamentalmente personal, en primera persona, tanto como la decisión de convertirse en una turista nada accidental. Y sin embargo Levy no se exhibe ni en los fragmentos de diarios que acompañan la obra, ni en los títulos, ni en los registros mismos (una pequeña trampa: en ocasiones, una sombra que cruza sobre una pared podría ser su rastro, pero también no; es algo del orden de lo fantasmagórico). “No me interesa –dice– contar mi experiencia personal, ni mi diario íntimo ni mis cosas personales. Me interesa que aparezcan otras cosas: la experiencia del viaje. Al forzar la situación inicial para tener esa experiencia, viajar en colectivo se transforma en un paseo, cruzar la calle en una puesta en escena. Todo esto es un intento de capturar la sensación de estar de viaje, cuando uno ve las cosas de otro modo.” ¢
A partir del viernes 10 de agosto, los videos podrán verse en el Centro Cultural Recoleta, Junín 1930.
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