Viernes, 17 de agosto de 2007 | Hoy
SEXUALIDAD
¿Qué daría por un beso? rezaba la pregunta clásica de respuesta abierta, ya que un beso vale lo que se ha esperado por él. Hoy, poco y nada. Se besan en la boca y en la tele las vedettes post 50, se besan las chicas en las discotecas y los músicos pop cuentan hasta 60 antes de separar sus bocas y sus lenguas. Ya no se anhela cual éxtasis como en la era victoriana, ni provoca revoluciones como en la época del cine mudo, pero cualquiera que bese sabe que en el agua de la boca deseada es necesario mojarse, nadar y emerger como el presagio necesario de los mares que esperan más allá del beso.
Por Liliana Viola
Si la doncella besa al sapo, lo vuelve príncipe. Si el príncipe la besa a ella, la despabila de su pequeña muerte. Los amantes, que siempre lamentan el haberse encontrado tan tarde, con una ligera presión de los labios recobran algo. “En un beso sabrás todo lo que he callado”, le hace decir Neruda a Melisanda cuando conoce a Pelleas. Con ese único verso, aunque convertido en cita coleccionable, sigue develando Neruda la capacidad de condensación, de revertir el orden cronológico que caracteriza al besar en el discurso amoroso.
Como señala Loeffler, las princesas sueñan en el fondo de sus palacios como en el fondo del inconsciente andan los recuerdos y las intuiciones. Las bellas no están todas dormidas pero, de un modo u otro, se hallan siempre al margen de la acción; cada bella inmovilizada representa una posibilidad en estado pasivo. El beso, ese anhelo de disolverse en lo disuelto, es lo que saca a esa potencia de su pozo y ahí justamente es donde suele darse por terminado el relato.
Fruto secreto que puede desmentir las expectativas, o superarlas, es a la vez dos cosas opuestas, ni tan único como cada uno se hace ilusiones, ni tan original –el cine nos lo legó estrictamente pautado con plano medio, labios entreabiertos, roce e incipiente francés, ojos cerrados, la caricia que acomoda ligeramente la rotación de los rostros– es el comienzo íntimo de una historia, pero también la imagen fija de su “The End”.
La escena está muy preparada: fondo oscuro, ningún decorado, primer plano de dos corpulentos señora y señor que sin perder la vista al frente, ponen mejilla con mejilla. Es 1896, no ha sido creado aún el beso de Hollywood, por eso éste es completamente atípico: juntan sus labios, abren la boca y se dicen cosas. No dejan de hablar. A medida que pasan los cuadros, se podría decir que el tema de la conversación se vuelve cada vez más procaz, o más tierno, o suma más bueyes perdidos. La película es muda. A los 44 segundos este beso conversado terminó. Dejó al resto con las ganas. En The kiss, marzo de 1900, actor y actriz, otros, más delgados y más producidos, están listos en el mismo plano: él y ella sonríen y posan para una mirada oblicua, que no es la cámara. Un tímido beso les provoca una risa nerviosa. El hace un comentario hacia un costado, se vuelve a la mujer que está lista, y la vuelve a besar. Debe de haber muchos técnicos y curiosos presenciando la escena. Los labios apenas se juntan, se separan y un nuevo abrazo parece compensar esa separación. Sonríen, dicen algo más, miran a los testigos que deben de estar haciendo comentarios graciosos, dando indicaciones. Y viene el tercer beso, corto y seguido por otro abrazo. Se vuelven a besar. Se abrazan con la compulsión que el cine mudo le impone a todos los movimientos, miran a cámara, él guiña un ojo. Ultima concesión. Ya no hablarán con nadie más. Se vuelven a besar. El abrazo y el beso otra vez. No miran a la cámara. Se besan. Se diría que en la repetición el beso funcionó como afrodisíaco, algo en ellos es evidente, se modificó. Termina el beso y viene otro. Adictos y ajenos, se vuelven a besar. Son 50 segundos que provocaron un escándalo en las puritanas mentes norteamericanas de principio de siglo. Tomas Edison, con estas escenas (http://video.libero.it), había descubierto la capacidad que tendría el cine de carcomer las alcobas, imponer coreografías, estandarizar los pecados secretos.
A partir de entonces, cuando aparece un beso en la pantalla, queda en suspenso el resto de los acontecimientos. Lapso para que los espectadores, siempre aprendices, tomen nota. La película You’re in the Army Now (1941), dejó un margen amplio para apuntes a tal punto de batir el record con tres minutos, cinco segundos de beso entre Jane Wyman y Regis Toomey. Pero más allá de todas las debilidades por el Guinness o del homenaje italiano por saturación de Cinema Paradiso, el beso cinematográfico, instrumento marcial de socialización, incorporó un “beso de fábrica” a una lista de besos en los que desde la antigüedad figuraban el de la paz, el sagrado –el Papa todavía besa la tierra que pisa–, el jurídico para sellar pactos, el de la traición, el de las buenas noches, el del saludo que se pierde en el aire, la despedida, la reconciliación, el robado y las improvisaciones de alcoba. En la bibliografía obligatoria de esta cátedra figuran Julie Christie y Omar Shariff en Dr. Zhivago, Humprey Bogart con Ingrid Bergman en Casablanca y por supuesto Clark Gable y Vivien Leigh con el paisaje y el cielo de Atlanta como marco para dos labios que ni llegan a rozarse.
Paradójicamente, aunque se haya forjado en la imagen de ficción, el beso romántico carga con una rígida exigencia de verdad. Siempre se le pregunta a los actores si en el fondo sintieron algo. El beso, en algún punto, tiene que ser verdadero. Si no, se devela el truco y los impostores pagan caro. Así pagó Clark Gable con la mala fama de su halitosis y de sus dientes postizos. Y pagó también por el célebre beso, el fotógrafo Robert Doisneau. Luego de 40 años de esa imagen repetida en infinitas postales, aparecieron algunas parejas –aprovechando que el paso del tiempo las había vuelto irreconocibles– pretendiendo cobrar derechos por haber sido sorprendidas mientras la pasión hacía caso omiso a la multitud de París. Doisneau no les pagó un centavo pero pagó el desencanto reconociendo que la foto, encargo de la revista Life, había sido posada por una estudiante de arte dramático con su novio, y pagada en su momento.
Cómplices anuncian sacerdote y juez en la vida real –se notará que los más políticamente correctos evitan a “la novia” y a su postura sumisa– “pueden besarse, si quieren”. Cómplices con los novios que no vinieron a pedir ese permiso, con el público presente que ingresa así con aplausos a una intimidad legalizada.
Hay dos besos. El que sella el secreto entre dos, el que expone un estado a la platea. El beso –y no la caricia, no el acto sexual, ni siquiera el baile del caño o la confesión– pertenece por igual al ámbito de lo público y de lo privado.
Por un lado, es la llave a la intimidad: la forma de besar, su intensidad, hablan de otras cosas. Intervención de un cuerpo en el cuerpo del otro, comienzo del juego amoroso, introducción al erotismo marcado por los signos del abandono, la entrega, el apasionamiento, el desborde.
Pero por otro lado, el beso es público y es el final, la respuesta a todo lo que había tenido en vilo a los amantes –¿será que me desea? ¿le gustaré, me gustará?– y también en tensión a todo un público del folletín –¿termina bien o termina mal? ¿se juntan o no se juntan?–.
En las telenovelas clásicas, el beso es la consumación, la hora de relajarse y exclamar “¡por fin!”; prueba de que atrás quedan para siempre villanos y demás escollos. Curiosamente, ha perdido su lugar central en los melodramas nuevos; el cinismo de la actualidad impone que héroe y heroína ya se hayan besado al comenzar la tira, tuvieron o enseguida tienen relaciones sexuales y definitivamente influidas por la modalidad del reality se enfrentan a problemas domésticos –suegros y suegras, roces de convivencia, conflictos con los hijos, infidelidades, dudas– que no admiten el beso ni como tabla para náufrago.
Señal del desgaste matrimonial, mitología de una prostitución que resguarda sus sentimientos desviando la cara, la ausencia de beso va en contra del amor. Ya bien lo dice el refrán eligiendo la imagen menos romántica para castigo de aquellos que por rutina o por descuido perdieron el don: “amor sin beso, pizza sin queso”.
“¡Pueden besarse los artistas pop del mismo sexo!” La que escuchó el mandato fue Madonna gracias a su don para procesar nuevas tendencias. Y entonces, el beso a Britney se hizo.
Por estas tierras –luego de que vedettes, modelos, actores y travestis la emularan– el viernes pasado, en el recital que presentaba El disco de tu corazón Ale Sergi y Mototo (Miranda!) también se besaron. Ante un público de adolescentes, niños y padres que tararean las letras de sexo explícito como si se trataran de rimas nonsense de María Elena Walsh –“Pasemos a lo bueno, deshazte de tu ropa y dime oh oh oh”– el beso vino a confirmar una tendencia, no el amor entre cantante y bajista, no la homosexualidad de ninguno de ellos, no su heterosexualidad definitiva. Menos provocativo a medida que los años pasan, el beso en el escenario en esta versión remixada reafirma que la definición de la identidad sigue dependiendo de ropa, gestos, acciones, tonos de voz, vocabulario, etc. Pero que las reglas de decodificación son y serán otras. La libertad de la oferta bajo una estética de consumo, aporta otro matiz: el beso emblema, bandera y grito de la moda. Bien lo resume Miranda! cuando declara: “No somos gay, somos coquetos”.
Este beso con componentes tanto ideológicos como fashion y publicitarios toma distancia de otro tipo de beso, también publicitario pero inadmisible en el presente. Un ejemplo de este chuic perimido es el de Michael Jackson, también en MTV, que se equivocaba al esgrimirlo como golpe de efecto conservador, pantalla de familia ideal, coartada a los cargos que luego lo sacarían de la escena. En mayo de 1994, Michael Jackson, que venía de casarse en secreto con Lisa Marie Presley en la República Dominicana, entró con su chica a escena, dispuesto a “blanquearla”, dijo. “No one thought this would last” y le estampó el beso inverosímil. Muy tarde. Nadie compró.
No se sabe quiénes dieron el primer beso. Las conjeturas que se lo disputan, como las cosmogonías, son todas fascinantes y coherentes. Algunos antropólogos dicen que se trata de un gesto heredado de las épocas primitivas en las que las madres pasaban el alimento de su boca a la de sus hijos. Claro que muchos animales se pasan así la comida y después nunca se besan. Existen culturas sin beso.
Otros dicen que proviene de la creencia milenaria de que en los fluidos de las bocas las almas encuentran oportunidad de fusión. Otros científicos hace un par de siglos aseguraron –midiendo los efectos en el cuerpo de los besadores– que el beso producía corriente eléctrica.
Los estudios más modernos se ríen de todo lo anterior y trazan una ruta hormonal, no por eso menos erótica ni definitiva: los labios se contraen y se dilatan suavemente activando 34 músculos. El cerebro recibe suficientes mensajes como para producir un abundante caudal de la oxitocina –responsable de la sensación de apego, devoción y cariño–. Aumentan los niveles de dopamina –asociada a la sensación de placer–, de serotonina, de testosterona. Las glándulas adrenales segregan adrenalina que aumentan la presión arterial y la frecuencia cardíaca, el pulso puede alcanzar las 150 pulsaciones. Además, el acto de besarse también estimula la parte del cerebro que libera endorfinas –las hormonas de la felicidad, la sensación del éxtasis–. Visto así, se comprende perfectamente que hace muy poco tiempo y con menos educación sexual que ahora, muchas mujeres pensaban que un beso podía dejarlas embarazadas o que se pensara que esta intimidad también bastaba para transmitir el virus del VIH.
Aun así, por alguna razón que no se explica en lo anterior, todo lo descripto no ocurre con todos los besos. La historia del beso emprendida por muchos historiadores y las muchas versiones del arte de besar registran esta preocupación. No cualquier príncipe despierta a la Bella Durmiente ni cualquier Bella transforma a la Bestia.
El Kamasutra por ejemplo, registra 30 tipos de besos con sus efectos y contextos correspondientes. Recuerda que tres sentidos –el gusto, el tacto y el olfato– se comprometen y enumera lugares –la frente, lo ojos, las mejillas, el cuello, el pecho, los senos, los labios y el interior de la boca–.
Los recomendables para las damas jóvenes son el nominal (“ella sólo acerca los labios a los de su compañero”), el palpitante (“ella toca el labio apresado en su boca y mueve su labio inferior pero no el superior”) y el beso de tocamiento (“toca el labio de su amante con la lengua, y con los ojos cerrados, pone sus manos sobre las de su amante”). Y entre los más osados está la “línea de joyas”, mordiendo con todos los dientes en la garganta, las axilas o las ingles, “la nube quebrada” que consiste en desiguales levantamientos de la piel en círculo, producidos por los espacios que hay entre los dientes.
Quien haya besado sabe perfectamente que lo que ocurre no ocurre sólo en la boca ni en los labios. Quien haya buscado el beso, sabe que no hay instructivos que marquen el camino. Y que tal vez sea la imaginación o el recuerdo lo que hizo decir a Melisanda: “Cuando yo muerda un fruto tú sabrás su delicia”. Y que Pelleas respondiera: “Cuando cierres los ojos me quedaré dormido”.
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