Viernes, 17 de agosto de 2007 | Hoy
VIOLENCIA
La violación de una joven dentro de un patrullero en la localidad de Benavídez no es un hecho aislado: es una forma de violencia institucional cuya oscura tradición bien puede rastrearse en los campos de concentración de la dictadura, cuando la violación se usó como método de tortura.
Por Luciana Peker
Era sábado y Débora acababa de discutir con sus padres por fumarse un cigarrillo a escondidas. La discusión fue tan clásica como las discusiones en la adolescencia, y la salida también. Débora se fue de su casa. Por un rato, por Garín rumbo a Benavídez: a enojarse, a desenojarse, a probar el aire de la calle que siempre da otro aire, a pensar en deshacerse de las materias que quedaban pendientes del secundario como legajos de un boletín sin completar y a planear entrar en la Universidad Tecnológica Nacional para estudiar la carrera de analista de sistemas o algo que haga link con su pasión por la computación y la música. A Débora cuando le preguntan por chat ya sabe como definirse: “Me gusta todo, pero más lo melódico y folklórico”, puntea. Ella toca la guitarra y compone letras de amor. “Todos los caminos de mi vida me han llevado a tus brazos mujercitas flor de miel, amarte tanto es un placer, amarte me hace bien”, canta, ahora, entretejiendo las ilusiones de fortaleza.
Ese sábado, caminando por Benavídez, se le cruzó un patrullero. Al patrullero, minutos antes, ya se lo había cruzado el papá de Débora (José Correa) que la estaba buscando con su foto a cuestas. “Si la ve a mi hija tráigala a casa”, pidió el papá.
Por eso, cuando el sargento René Romero la vio en una estación de servicio la increpó: “Vos sos Débora Correa, tu viejo te está buscando”. Ella se subió al patrullero. El enseguida empezó a mostrarles fotos de sus hijos, a aconsejarle que no se porte mal. Después de que su compañero se bajó del patrullero, le permitió manejar el vehículo en tren de confianza mientras ella le contaba que había averiguado los requisitos para ingresar a la policía. Después de esa conversación, Débora le pidió que no la lleve hasta su casa porque ya era tarde y tenía miedo de los retos. “Por ese favor me vas a tener que dar algo a cambio”, la extorsionó el policía que trabó las puertas del patrullero y la violó.
El lunes pasado, el sargento de la comisaría cuarta de Benavídez –partido de Tigre– René Romero fue detenido por orden del fiscal Gonzalo Acosta y desafectado de la Policía Bonaerense por orden de Asuntos Internos de la Policía Bonaerense. El sistema de rastreo satelital demostró que el auto estuvo detenido cuarenta minutos en un descampado. También se encontraron pelos y semen en el móvil policial. Y los peritos comprobaron que Débora tenía un desgarro.
Débora era virgen. Por eso el desgarro. Pero ese es un íntimo dato que forma parte del mundo de decisiones e ilusiones de una joven de 19 años que está sacando los pies de los recreos del secundario. Pero este dato es fundamental para la causa. Porque ese desgarro derriba la defensa del violador: la relación consentida. Sin embargo, tal vez, la virginidad de Débora pone, aún más al descubierto, la mirada machista del sistema que sólo ante una joven sin experiencia sexual puede confiar en su relato y actuar en consecuencia.
¿Si una adolescente es llevada en patrullero por dos policías, con autoridad, con armas, ingresada ilegalmente a un hotel alojamiento, pero no es virgen, se sospecha de los policías o de ella? De ella. El 28 de mayo pasado, en General Rodríguez, una adolescente de 16 años –de la cual se reserva la identidad– fue trasladada en patrullero al hotel alojamiento “El y tú” donde fue violada por dos policías. Ellos fueron relevados de su cargo pero están libres y, hasta ahora, la Justicia le prestó más atención al delito de peculado por el uso indebido del auto público que a la violencia sexual contra una adolescente. ¿La razón? En el expediente otros policías habrían declarado que tuvieron relaciones sexuales con ella y eso –para el ojo de cierta Justicia que todavía se basa en el criterio de que la mujer honrada no es violada y la que puede disfrutar de su sexualidad tiene una prueba en su contra– es suficiente para confiar en la defensa de relaciones consentidas que adujeron los policías o para no alentar el curso de la investigación.
Incluso, aunque la adolescente –y su familia– siguieron recibiendo mensajes con amenazas en su celular.
Ya nadie duda que las violaciones a los derechos humanos en la Argentina fueron sistemáticas, ni que el gatillo fácil en la policía es un resorte institucional que va más allá de un tiro al aire. La violencia hacia las mujeres por parte de fuerzas de seguridad no tiene la periodicidad o sistematicidad de otras formas de corrupción, pero tampoco la violación de Débora es un exabrupto de brutalidad personal. En el foro de La Nación digital un lector se quejó ante la noticia de este caso: “Esto no tiene nada que ver con las instituciones, es obra de un enfermo mental violador HDP que no creo que represente al común de la policía. Este tipo de cosas ya no tiene que ver con la policía corrupta”.
No se trata de acusar a todos los integrantes de la policía. Por ejemplo, Alicia Cortejarena, psicóloga especialista en violencia sexual del Hospital Muñiz rescata: “Nosotros recibimos policías del conurbano que cuando les llegan chicas violadas las trasladan hasta el Muñiz porque saben que las atendemos bien”. Pero más allá de las conductas individuales sí habría que replantear la responsabilidad institucional de la policía –por acción y omisión– en la violencia sexual contra las mujeres.
Un caso paradigmático fue la violación y el crimen de Natalia Melmann, de 15 años, en febrero del 2001, en Miramar, por parte de los policías bonaerenses Ricardo Suárez, Oscar Echenique y Ricardo Anselmini, condenados en la Justicia. No se puede aislar el crimen de Natalia del acostumbramiento policial a disponer de sexo a su antojo y por la fuerza, como si se tratara de una pizza gratis o de un vuelto por bajar la vista en las zonas liberadas. De hecho, a pasos de Miramar, “El loco de la ruta” fue el nombre de la fábula con el que se escondieron muchos policías de Mar del Plata que asesinaron a mujeres en situación de prostitución –mientras el invento del asesino serial robaba cámara en las páginas policiales– cuando ellas no les pagaban coimas en dinero o a través de la explotación sexual de su cuerpo.
Actualmente, la participación de la policía en el encubrimiento a las redes de trata de mujeres también liga ese delito con la violencia sexual más explícita. El fenómeno es nacional. Durante la investigación por la desaparición de Otoño Uriarte, de 16 años, en Río Negro, se comprobó, a través de escuchas, que dos policías, el oficial César Cayumil y el subcomisario Moisés Rodríguez, tenían vinculación con un prostíbulo y con la falsificación de documentos de menores de edad. Después de la aparición del cuerpo de Otoño, no se le dio impulso a ese descubrimiento. “Para que las redes de trata puedan operan en todo el país sin problemas necesitan de protección en todo el proceso (la captación y el traslado a los destinos) y quienes proveen esa ‘protección’ son policías, funcionarios municipales, jueces, fiscales, diputados, senadores, etc. Sin esta protección las redes no podrían ejercer su actividad ilícita de explotación sexual. En el caso de Choele Choel la relación entre policía y el regente de prostíbulo quedó muy definida en la escucha telefónica donde desde un prostíbulo pedían a Moisés Rodríguez poder ‘fichar’ a una adolescente de 15 años, pero él todavía no ha prestado declaración ante la jueza Marisa Brosco”, apunta Germán Bernales, del Centro de Derechos Humanos del Comahue.
La jueza de menores de Moreno y General Rodríguez, Mirta Guarino, quien recibió la denuncia de la joven llevada en patrullero a un hotel alojamiento, también vincula violaciones con trata de mujeres. “General Rodríguez es uno de los focos de prostitución infantil y podría pensarse que fue un intento de captación para la prostitución –destaca–, también por los textos de las amenazas que recibió. Además, el ingreso de un patrullero a un hotel denota una gran impunidad y que hay ojos que no quieren ver.”
–No, se están dando frecuentes casos de funcionarios policiales que abusan de menores de edad. El problema es que hay que visibilizar la conducta sexual abusiva –define Guarino.
La psicóloga de la Dirección General de la Mujer en el área de violencia sexual del Hospital Alvarez, Susana Larcamon, remarca: “No es la primera vez que pasa que son denunciados miembros de la institución en un claro abuso de poder y de la investidura. Siempre la violencia implica una relación asimétrica pero que, en estos casos, se exacerba porque la persona que tiene que proteger es la que daña”.
Mientras que María Elena Leuzzi, de la Asociación de Ayuda a Víctimas de Violación, se indigna: “El caso de Débora supera todo porque una cree que la policía es la que te va a salvar de un ataque, no la que te va a atacar”. Pero más allá del enojo, Leuzzi le da un sentido más grave al gatillo sexual. “Cuando pasan estas cosas las mujeres que se enteran de la noticia por los medios quedan descolocadas y se preguntan a quién recurrir si un día tienen un problema.” Ella siente el aliento de la impunidad en la repetición de la violencia sexual institucional. “Hay otras denuncias de violadores que por sus coches, la forma de actuar, las armas, el pelo y el lenguaje se suponía que eran personal policial, pero nunca se pudo probar”, subraya.
Por eso, Regís Alvarez, la mamá de Débora, quiere que, esta vez, esté preso el hombre al que su marido le pidió ayuda para que encontrara a su hija y la violó. “La policía está para protegernos pero no es así, lamentablemente y parece que no es la primera vez que esto sucede”, remarca. Y vuelve “Tuvimos una discusión por una pavada, por unos cigarrillos y ella se fue. Al rato, el padre fue a buscarla. No estaba en ninguna de las casas de las chicas amigas. Mi marido encontró un patrullero que era de Benavídez, esa bestia se presentó y le dijo: ‘Deme el número de teléfono que si nosotros la vemos al toque lo llamamos’. Igualmente, fue a la comisaría de Garín donde no le tomaron la denuncia porque la desaparición era reciente. Cuando volvió a casa, mi hija le dijo a mi marido: ‘El policía en quien vos confiaste anoche me violó’. A partir de ahí, fuimos a hacer la denuncia a la Comisaría de la Mujer de General Pacheco, le dieron la pastilla del día después y la policía y la Justicia empezaron a actuar”, relata.
Pero hay un dato, una frase que inquieta a la familia y que la decidió a Débora a hacer la denuncia judicial y pública. “Mira nena, esto no es la primera vez que lo hago”, le advirtió René Romero, quien después de violarla la amenazó: “Nosotros no nos vimos nunca, no nos conocemos”. Pero ella no sucumbió al miedo. “No quiero que le pase a otra chica”, remarca Débora. “Doy la cara para que no suceda más y menos por un policía. Yo estaba averiguando para ser policía y esto me cortó la iniciativa.” La violación es gravísima, pero es una herida que –con amor, contención y justicia– tiene que poder llevarse como una cicatriz de la vida, siempre que no sea una herida abierta por la impunidad. “Mi sueño es terminar el secundario, empezar la facultad para ser analista de sistemas, dar a conocer mis canciones y ser feliz, nada más que eso, sin que nadie obstruya mi camino –decide Débora–. Sea como sea voy a salir adelante y no me va a parar nadie, ni tampoco voy a parar hasta que esté él en la cárcel.”
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