ENTREVISTA
La chilena Nelly Richard construyó una trayectoria
crítica con textos capaces de reparar en vínculos inesperados y productivos. Analista de la construcción de la memoria social, del proceso político del feminismo y las teorías de género, de las derivas del arte y sus prácticas, Richard estuvo en Buenos Aires presentando su último libro.
› Por Soledad Vallejos
Cuál es –o debería ser– el papel de la crítica cultural? ¿Sostener una taxonomía, supuestamente cifrada en términos de calidad? ¿Llevar adelante una función –mercantilizada– que certifique la existencia de obras de toda laya, cualquiera sea el público al que se habla? Si se trata de dar una respuesta a partir de la trayectoria de la chilena Nelly Richard, la respuesta es muy otra, y en realidad tiene poco y nada que ver con esas suposiciones. Y es que esta mujer, que dirige la Revista de Crítica Cultural (un equivalente chileno, si cabe la comparación, a la argentina Punto de Vista) desde el año ’90, que ha estudiado Literatura Moderna en La Sorbona y dedicado su carrera académica a ligar política y cultura en términos amplios y trabajos rigurosos, hace de la crítica una disciplina basada en la interpretación y la articulación de una mirada atenta a campos disímiles. ¿Cuál es la gracia? Sencillo: un resultado productivo y luminoso, capaz de alumbrar sectores que antes no parecían estar allí, de hacerlos hablar, de generar –con ellos– panoramas donde otros puntos de partida son posibles.
Observadora atenta del arte –tanto sus resultados como sus prácticas, circuitos, discursos–, de los movimientos políticos colectivos y sus interacciones, de los climas sociales, de las subjetividades que van desplazándose por esos mundos y sus pasos, Richard ha hecho gran parte de su fortaleza a partir de ensayos y textos críticos sobre la escena chilena bajo la dictadura, y también en el período de post-dictadura, la transición democrática. Lo mainstream, los márgenes, el feminismo y las prácticas de mujeres, el arte y las voluntades políticas que detentan el poder, el consenso y el mercado, el conflicto y la disolución de las diferencias en una paz silenciosa, la palabra politizada vaciada de conflicto en el paso a la institucionalidad, la construcción (ardua, discutida, nunca cerrada aunque haya intentos de cristalización) de la memoria: de eso trata, también, Fracturas de la memoria. Arte y pensamiento crítico (Siglo XXI), el volumen (editado bajo responsabilidad de Andrea Giunta, también directora del Centro de Documentación, Investigación y Publicaciones del Centro Cultural Recoleta, donde se realizó la presentación), que compila más de veinte años de textos capaces de traer al presente momentos de la escena chilena, tan cercana y lejana a la vez de la argentina.
–Los contextos de la post dictadura en Chile y Argentina son, en sí mismos, muy diferentes, en el sentido sociopolítico. Primero, en Argentina hubo una escena judicial, un enjuiciamiento a los militares en el comienzo de la recuperación democrática, cosa que en Chile no ha ocurrido, y eso marca una diferencia absolutamente significativa. O sea, en Chile durante todos los gobiernos de la transición la problemática de los derechos humanos ha sido silenciada, obliterada, hasta la captura de Pinochet en Londres, cuya noticia internacional obliga a los gobiernos de la Concertación a poner énfasis en los derechos humanos. Pero los primeros gobiernos habían silenciado absolutamente el tema, y por lo tanto también el pasado de la dictadura y el tema de la memoria. Como bien sabemos, la transición se da sobre la base de un acuerdo tácito entre re-democratización por un lado y neoliberalismo por otro. Entonces, a diferencia del contexto argentino, la herencia de la dictadura es también la administración del milagro neoliberal, entre comillas, que Pinochet implanta durante los años del régimen militar. Y eso hace que el signo de la transición esté marcado, por un lado, por la retórica del consenso, que se le llama en Chile a todo aquello que tiene que ver con la democracia de los acuerdos y toda su lógica de impactos y negociaciones, y también tiene que ver con un desate neoliberal que significa una domesticación de las subjetividades absolutamente cautivas del mercado.
–Exactamente. Entonces yo creo que es muy importante ver esos dos signos en la transición chilena: por un lado el consenso, que obliga o que impone un régimen de homogeneización, de moderación, de desacentuación de los contrapuntos más ideológicos, más políticos, en el sentido de una des-ideologización, una des-politización digamos, bajo la recomendación de la normalización democrática. Y el signo desatado del consumo y del triunfo neoliberal. Para aquellas prácticas que se definían a sí mismas como prácticas de oposición durante el régimen dictatorial, esto también es un desafío: se trata de preguntarse qué es un arte crítico, qué es la crítica intelectual, cómo ejercer la crítica desde las respectivas prácticas con un cambio tan decisivo, cuando instituciones que eran hostiles, adversas, excluyentes, autoritarias, pasan a ser –durante la transición– instituciones que, bajo la retórica del pluralismo, buscan el diálogo y son más incluyentes que excluyentes. Entonces todo lo que era el imaginario de oposición del arte y de la crítica durante el régimen de Pinochet tiene que repensarse, porque ya no hay un nosotros y un ellos, porque los signos son mucho más oblicuos, las fronteras más difusas. Pero sigue pendiente la pregunta y la tarea, me parece, para el arte y para la crítica de cómo manifestar un desacuerdo con estos lenguajes tecnificados, focalizados, profesionalizados.
–Es interesante lo que ha pasado con el feminismo y la crítica feminista. Durante los años de la dictadura, a partir del ’80 diría básicamente, los movimientos de mujeres se suman a las demás reivindicaciones por el fin de la dictadura y la reapertura democrática. Durante la dictadura, los movimientos de mujeres tienen un protagonismo decisivo en la lucha antidictatorial, y hay una figura de las ciencias sociales, una teórica feminista chilena muy importante, que se llama Julieta Kirkwood, que en el ’80 hace un trabajo de teoría feminista en el que, junto con pensar la política, también repiensa lo político. Ese es un momento de mucha fuerza y de mucha intensidad para la producción feminista, que se produce junto con una sociología de la mujer. En el campo de la literatura, en el campo del arte en general pero básicamente en el ’80 en el campo de la literatura, hay todo un emerger de una crítica literaria feminista en torno de ciertas prácticas poéticas, narrativas, como la escritura de Diamela Eltit, mientras que algunas teóricas feministas empiezan a trabajar con el lenguaje y con la literatura. Entonces, hay toda una intensidad de esta producción de saberes, de escritura, de textos, de arte feminista... ¿y qué es lo que ocurre en la transición democrática? El feminismo pierde densidad. Por un lado, se producen dos movimientos como de reciclaje, por así decirlo: primero, la constitución generalizada de ONG que pasan a abastecer las políticas públicas. Se crea en Chile un Servicio Nacional de la Mujer, el Sernam, que surge bajo una marca demócrata cristiana, por lo que está más orientado a mujer y familia que a lo que se había trabajado desde el género o desde el feminismo. Por otro lado, en las universidades chilenas se empiezan a formar departamentos de estudios de género. Uno diría que significa la conquista académica de una legitimidad de la que carecían las producciones de saberes de las mujeres, pero también se lo puede ver como una cierta institucionalización, academización, etc. El resultado es que se debilita la voz feminista, en todos los sentidos: se fragmentan los movimientos de mujeres, espacios que habían sido conquistados se diluyen. Y eso no es menor en el sentido de lo que ocurrió con Bachelet. Más allá de la expectativa que se tenía –o que no se tenía– respecto de su gobierno (porque finalmente era la continuidad de los gobiernos de la transición), ella hace un gesto tremendamente importante cuando asume, que es anunciar y enunciar la fórmula de lo paritario.
–Así es, y se tradujo en la paridad en el gabinete... Pero el día de la asunción se produce una cuestión muy impactante: la ciudad se ve absolutamente recorrida e invadida por miles y miles de mujeres, se vendía en la calle la banda presidencial y las mismas mujeres se traspasaban la banda presidencial. Hay una cita de Gabriela Mistral que dice “todas íbamos a ser reinas”, y estaba la sensación, efectivamente, de una ciudadanía abierta a que las mujeres se hicieran parte de ella. Lo otro importante, desde el punto de vista de las iconografías, es la imagen de Bachelet saludando desde el balcón de La Moneda rodeada de su madre, y sus tres hijos (que son de dos padres diferentes), pero ella sin pareja. Me parece interesante como icono porque también rompe el mito familiarista de la pareja, o de masculino-femenino que deben complementarse. En un país tan conservador como Chile, por supuesto que es un gesto meritorio. Lamentablemente ella misma contradijo y desdijo ese gesto, porque al año hizo cambio de Gabinete sin respetar para nada lo paritario. Hay una complejidad analítica de la que hay que hacerse cargo porque nada es tan firme: que haya más mujeres en puestos de poder de ninguna manera quiere decir que esas mujeres son capaces de alterar la simbólica dominante del poder. Es complicado, además, teniendo en cuenta que se trata de, a la vez, participar en instituciones cuya lógica de discurso las mismas mujeres rebaten. Pero en todo caso lo que quiero decir es: lo que anunciaba el gobierno de Bachelet en términos de lo paritario no se ha cumplido, no ha sido cumplido por ella misma, pero, a la vez, eso que sí tiene un elemento de cambio extremadamente profundo a nivel de lo simbólico cultural, fue muy poco y muy mal dimensionado en el espacio público, en parte porque la voz feminista ya no tiene ningún peso. Entonces no hubo una resonancia social, no hubo un debate articulado para defender o para criticar lo que significaba lo paritario. Todos estos signos de lo femenino, las mujeres en la calle el día de la asunción, la imagen de La Moneda, lo paritario, más cuerpos de mujeres circulando en la escenografía del poder: nada de eso ha sido realmente discutido. Y yo creo que es en parte porque no hay una discursividad crítica feminista que se haga cargo de potenciar estos signos de transformación.
–Sí, pero los procesos nunca son irreversibles. A Bachelet, en su gobierno, le han pasado muchas cosas que eran casi inimaginables. Acuérdate que ella hace una apuesta a los ciudadanos, que era interesante porque durante los gobiernos de la transición los actores privilegiados de los gobiernos de la transición eran básicamente los empresarios y los militares, y no la sociedad civil. Uno cree que con la apuesta a los ciudadanos algo va a pasar, pero lo que pasa es más bien un estallido de signos de disconformidad que ella está completamente inhabilitada para administrar: explota la protesta de los estudiantes secundarios, ahora está el conflicto con el transporte público, el TransSantiago. Entre medio, conflictos sindicales que hacía mil años que no se veían. Está todo estallando. Y ahí también uno podría preguntarse qué pasa. Yo creo que, por un lado, el desgaste de cuatro gobiernos de la Concertación. Por otro lado, el personaje y la figura de Lagos tenían una connotación claramente patriarcal y autoritaria. Era así como mandón, pero también era como un orden de convención. Entonces ¿qué pasa en el caso de una presidenta mujer? Es interesante ver que está lo femenino, lo no autoritario (ella también jugaba la carta de la dialogante), en lugar de un signo masculino y simplemente estalla lo social. O sea, estallan las pulsiones, los conflictos, los antagonismos, etc. Si no fuese un signo femenino el que está marcando la presidencia, ¿hubiera ocurrido del mismo modo?
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