Viernes, 11 de enero de 2008 | Hoy
MODA
Una muestra en el Museo Nacional de Arte Decorativo permitió ver la opulencia de la clase alta argentina de entreguerras, y también redescubrir a Madame Paquin, una de las hacedoras del chic firmado y autentificado que tanto hacía relamerse a las damas que sólo vestían con acento francés.
Por Felisa Pinto
Coincidiendo con la celebración de los 70 años del Museo Nacional de Arte Decorativo, se realizó una muestra de trajes de época (1910-1937) que definen el estilo de vestir de la alta clase argentina, atenta como siempre, y más en esas décadas, a una apariencia situada en el último grito de la moda en París. La exhibición de ropa de hombres, mujeres y niños, firmada por los grandes modistos de entonces, fue curada por Carmine Dodero, quien contó con la participación del Museo Nacional del Traje y aportes de colecciones privadas de vestidos de alta costura, y trajes que corresponden a la época en que la gran casa que hoy es el museo era residencia de la familia Errázuriz Alvear. La propuesta fue interesante, ya que tiene costados documentales, no sólo porque se exhibieron creaciones auténticas firmadas por Vionnet, Schiaparelli, Vuitton y Paquin, entre otros, sino que en muchos casos los trajes expuestos pertenecieron a familias vinculadas con los dueños de casa por lazos de sangre o amistad.
Alberto Bellucci, director del museo, definió la puesta como “una suerte de arca rusa, donde sedas y encajes, terciopelos y puntillas, uniformes de gala, libreas y vestidos de novias y de niños, dialogaron en silencio, reviviendo escenas de otros tiempos, tanto de una belle époque glamorosa que fue transformándose en los ‘años locos’ y las geometrías del art déco, hasta desvanecerse en la modernidad de los años ’30”. Como colofón, un grupo de diseñadores talentosos de nuestros días, como Pablo Ramírez, Nadine Zlotogora, Brusaska Kuc, Min Agostini y María Aló, evocaron según sus respectivas estéticas tiempos del chic firmado en París.
Los maniquíes vestidos fueron esparcidos acorde con la ocasión en que fueron usados. A la entrada, en el escritorio de don Matías Errázuriz, en la planta baja, se ubicó su opulento uniforme de gala de embajador, con bordados de hilos de oro, más tricornio de plumas. Entre otras galas masculinas se vieron galeras de crêpe de seda natural negra y otra más impresionante, de pelo de foca. Los hombres de entonces, para contrastar los fastos de la noche, solían elegir sobretodos de cuero, como atuendo obligado para viajar en auto a la estancia. Allí se ven algunos ejemplares de “tenue de voyage”, que hacen juego con enormes baúles de Vuitton, complemento obligado de las travesías, ya fueran dentro de la pampa o a bordo de paquebotes hacia París, con toda la parentela, incluida una vaca en la bodega, para tener leche fresca para los niños, en altamar.
Infinidad de accesorios, hoy impensables en un guardarropa, como los guantes blancos de los hombres, los bastones de mangos de plata o marfil, cigarreras de plata o carey, fetiche insoslayable tanto entre hombres al principio de siglo, como después de mujeres sofisticadas luego de inaugurados los “años locos” en el Viejo Mundo. Entre los hits de esta muestra se destacaron una capa bordada en azul y oro de Schiaparelli, año ’37, y un soñado vestido de soirée que luciera entonces Luisa Torres Duggan de Larivière, firmado por Paquin en 1918, en París. La devoción de las argentinas elegantes por esta etiqueta que Jeanne Paquin inauguró en los comienzos del siglo XX merece un capítulo aparte.
La gran creadora, hoy poco difundida, que vivió hasta los años ’50, fue icono de la elegancia y el buen gusto entre las francesas, pero también entre las princesas exóticas y las millonarias de outre Atlantique, como bautizaron a las víctimas de la moda de algunas compatriotas. O, mejor, decididas gastadoras de fortunas de su marido riche comme un argentin, frase que definía la riqueza criolla. Ignacio Pirovano, el dandy y mejor representante de la vida elegante y cultural argentina, sensible también a la moda tanto como al arte, trajo a Buenos Aires a fines de los años ’40 a la firma Paquin, y la situó en la calle Florida al 900. Al frente de semejante paquetería puso en cambio a una excéntrica española, Ana de Pombo, quien había trabajado y creado junto a su fundadora en la casa Paquin de París hasta sus finales, alternando sus dotes costureriles con conciertos que interpretaba tocando las castañuelas en la sala Pleyel, antes de venir a la Argentina. Llegó justo cuando, en su vida agitada, Pirovano alternaba el gran mundo con su devoción por Juan Perón, de quien fuera más tarde secretario de Cultura e impulsor de la edificación del Teatro San Martín. Finísimo detector de valores y talentos pictóricos de las artes plásticas, descubrió el arte concreto encabezado por Tomás Maldonado, Alfredo Hlito y Enio Iommi, entre otros, y lo instaló en los salones que no eran ni fueron hasta entonces partidarios de las vanguardias. En su petit hotel de la avenida Alvear al 1600 se codeaban los artistas y los nobles europeos de visita en Buenos Aires. Tampoco faltó allí el tango de Piazzolla, cuando el músico tomaba su bandoneón y desgranaba compases que superaban en espíritu de avanzada a los habitués recién iniciados en las fiestas célebres. Esas mismas fiestas que empujaban a las más bellas, ricas como un argentino, a lucir modelos de la casa Paquin, ya fuera de París o Buenos Aires.
Sin embargo, la maison Paquin exhibía en sus vidrieras extravagancias que señalaban el gusto desmesurado de la Pombo. Estaban inspiradas en la estética del pintor Velázquez, que en los ’45 fue tendencia retro que había sido muy aplaudida en Europa. Una mezcla de infantas y con un toque casi posmoderno de gitana sui generis. Las porteñas rechazaron esas propuestas en general para elegir, en cambio, sublimes vestidos de soirée, con escotes calculados para lucir la delantera sin sobresaltos. Para el día eligieron tapados sobrios pero muy trabajados con toques de piel y detalles de alta costura, que como detalle transgresor tenían botones de plástico trasparente.
El chic firmado y autenticado fue el punto débil de la clase alta porteña al menos. Sus etiquetas preferidas siempre fueron francesas para las mujeres e inglesas para los hombres. La grifa de Chanel, Vionnet (firma de la cual fue accionista en un momento dado Eduardo Martínez de Hoz, casado con la belleza brasileña Dulce Liberal). Pero Paquin siempre se destacó en roperos y placards de la alta clase porteña. Esta última tenía todo para fascinarlas. Jeanne Paquin observó, dicen sus biógrafos, que a fines del siglo XIX, “para evitar los aburrimientos que engendraba el ocio, se inventaron los deberes mundanos, rituales implacables que marcaban el ritmo del año, aparte de la moda, que se usaba bajo ciertos códigos, un estilo de vida, y ofrecía a los costureros nuevos una mina inextinguible”.
También fue consciente de que en aquella época evocada en el Museo de Arte Decorativo se forjó un efecto de lujo reservado para unos pocos, encarnado a la perfección en el personaje de la duquesa de Guermantes, de Proust, cuando le hace decir: “Una gran realizadora como Jeanne Paquin no es lo mismo que una simple costurera”.
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