Viernes, 11 de enero de 2008 | Hoy
RESISTENCIA
No la tendrán, pero tampoco la necesitan. Ni corona de plumas, ni carroza temática; en el barrio de Cuartel Quinto –en Moreno– se desfila sobre carros que cartonean y se baila para conjurar el dolor que puesto así, a voz en cuello, parece diluirse y transformarse en baile y golpes de tambor.
Por Gimena Fuertes
Desde la ruta, las calles de tierra conducen hasta la plaza central del barrio. Chicos, chicas, perros y vecinas comparten el atardecer en las veredas de pasto. A lo lejos se escuchan unos bombos que paran de sonar y vuelven a empezar. Son las chicas de la percusión. Tienen entre 11 y 16 años, flequillo stone, piercings, y golpean con fuerza en el medio del descampado. A pocos metros están las más grandes, sentadas alrededor del mate dentro del centro cultural La Chicharra del barrio San Norberto, de Cuartel Quinto, una de las zonas más pobres del partido de Moreno, al oeste de conurbano bonaerense. Todas hacen Reinas Mamas, una murga integrada por alrededor de 30 mujeres que antes miraban cómo sus hijos bailaban y se divertían en las actividades del barrio y hoy se animan a saltar y patear sus broncas. Las letras de las canciones recorren sus vidas, en las que menstruación, la violencia en casa y la salud sexual se cantan al ritmo del carnaval. “Este espacio es una fortaleza para nosotras. Hay un montón de problemáticas que nos atraviesan como mujeres en el barrio y en la murga se genera una forma de organización.”
Las más jóvenes tocan los parches, sector reservado tradicionalmente a los hombres dentro de las murgas, el resto baila y todas cantan. “Las letras las armamos entre todas”, dicen las voces superpuestas. “Empezamos el 19 de marzo de 2007, la idea surgió después de un encuentro de mujeres que hicimos el 8 de marzo”, agregan. Pato tiene 27 años y forma parte del grupo Mujeres Van Riendo Sin Escoba, un rejunte de chicas que trabajan los temas de género a través de la comunicación barrial: roban pedazos de paredes para imprimir graffitis, cuelgan pasacalles, y ahora componen canciones murgueras. “No sólo es la murga en sí sino que Reinas Mamas es un espacio donde nos juntamos las mujeres, nos recontra divertimos y nos contenemos. Por ejemplo, hay ensayos en los que es difícil arrancar porque cuando las compañeras tienen problemas en sus casas, se plantean acá y hay que contener situaciones bastante complicadas. Así se crea el espacio entre nosotras para luchar juntas”, cuenta Pato. Junto a Giyo, una de sus compañeras, dan un taller de sexualidad para chicas adolescentes del grupo de percusión de la murga. “Tratamos temas que van desde la menstruación, la salud, los novios violentos, la violencia familiar. Acompañamos a las chicas a la primera visita ginecológica, buscamos preservativos”, explica Giyo, de 22 años, mientras cose lentejuelas en la letra M del nombre de su murga. Pato cuenta que “el taller de sexualidad empezó porque en el barrio habían violado a una chica y en la murga de los nenes estaban cuchichendo y se notaba que tenían ganas de hablar. Entonces me animé y armé un grupito para las chicas más grandes. Ahí nos dimos cuenta de que estaban por tener su primera menstruación y que no sabían nada”.
En el medio de la charla llegan las chicas que estaban ensayando afuera. Todas se besan, bromean, se ríen, se enteran de que tienen visitas, se entusiasman y quieren cantar. “No bailamos en el caño, no salimos en Gran Hermano,/ somos mujeres de nadie, raspamos y seguimos participando. / Verde es nuestra esperanza, blancos nuestros pañuelos, / violeta transformación y rojo la menstruación”, entonan entre risas.
“En las letras trabajamos sobre propuestas, hablamos de nuestra realidad. En los ensayos entramos en un nivel de mucha confianza y surgen cosas tales como que ‘mi marido me pegó, me violó, me quiero hacer un aborto’. Somos un grupo donde trabajamos para conocer nuestros derechos, para luchar contra la violencia contra la mujer. Pero por otro lado, nuestro laburo es re-divertido, no queremos dejar la alegría de lado”, explica Pato.
Mariel tiene 30 años. Ella y sus hijos participan de las actividades del centro cultural. “Acompañamos a las compañeras al hospital en caso de que tengan problemas. No es que tenemos un cartel en la puerta que invita a eso, pero se fue dando”, dice. Pato agrega que sin darse cuenta fueron siendo una referencia. “Nos cuentan lo que pasa y buscamos la forma de que esa compañera esté asesorada mejor, porque ninguna de nosotras es abogada ni ginecóloga, ni nada, pero sabemos con quiénes se puede articular para solucionar las cosas urgentes”, señala. Mariel empezó en La Chicharra hace cuatro años dando talleres de leyendas populares “como un espacio que reivindica la cultura popular porque Cuartel Quinto está formado por gente que viene de todas las provincias. Acá la situación te obliga a ser solidario, a organizarte con otro, a ver cómo salir juntos, cómo reclamar por la calle que se inunda. Hay una práctica que tiene que ver con la cultura de este barrio que es organizarse, encontrás sentido a tu vida, es algo que te hace feliz”, sintetiza.
Claudia ceba el mate. Tiene 44 años y empezó a ir al centro barrial para acompañar a su hija al taller de folklore. “Yo venía de ser golpeada por mi marido y acá con las chicas me sentí acompañada. Empecé ayudando con la copa de leche, y ahora doy un taller de gallinero y huerta, allá en el campo. Mi hija está en la murga de los chicos y ahora yo bailo en Reinas Mamas. Mi nieto me dice cómo tengo que hacer el salto.” Después de que los límites de su vida se expandieron más allá de la violencia de su casa, tomó la posta de visitar a las mujeres que están pasando por situaciones de violencia familiar. “Acá primero nos juntamos, después empezamos a charlar, y a veces podemos acompañar la decisión de una mujer para que no esté sola”, explica.
Janet tiene 36 años y trabaja en un microemprendimiento de manzanas acarameladas, “era la señora de las manzanitas”, cuenta. “Mis hijas vienen a este centro. Me empecé a acercar pero me costaba trabajar comunitariamente. En casa bailo con las nenas y acá todavía me da miedo, tenemos que bajar de peso, no queremos hacer tantos papelones”, se ríe, pero Mariel le sale al cruce: “No es por el peso, yo soy flaca y después me duele todo. Somos todas adultas, y bailamos todas igual de mal”.
René, de 67 años, entra sonriendo. “Ahí viene la mayor”, le gritan y la festejan. “No me van a hacer bailar”, se ataja. “Yo empecé como voluntaria, estaba en lo de mi nuera cuando me invitaron a participar. Nos damos tiempo para juntarnos para reír, para compartir, si no siempre andamos a las corridas. Al principio me sentía de otro planeta. Ahora ya salto y todo, pero se me traba la rodilla, y a la noche te quiero ver”, cuenta.
“En este barrio los ’90 fueron aplastantes. Nadie salía, y nadie participaba. Ahora, para los carnavales hacemos desfiles de cachivaches en lugar de carrozas: son carros de cartoneros, autos viejos, bicicletas decoradas, un vecino pone el camión con acoplado. Los vecinos se re-matan preparando carrozas–cachivaches”, cuenta Mariel. Por ahora las Reinas Mamas están decidiendo de qué se van a disfrazar para el próximo corso. El verano las espera para preparar su debut en los carnavales de febrero.
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