Vie 18.10.2002
las12

POLITICA

PELEA DE A DOS

Graciela Cazanave conoció a Rosa Schonfeld el día que llegó a Buenos Aires buscando una explicación para la muerte de su hijo, Segundo, cadete de la Escuela de Suboficiales del Ejército General Lemos. Rosa es la madre de Miguel Bru, asesinado hace nueve años por policías bonaerenses. Las dos, además del dolor, han atravesado un profundo desencanto, porque los responsables de las muertes de sus hijos forman parte de instituciones en las que ambas confiaban. Han decidido acompañarse.

› Por Nora Veiras

El daño ya está hecho y es irreparable, pero la lucha le va a hacer bien. Te hace daño cuando te quedás.” Rosa Schonfeld le agarra las manos a Graciela Pereyra de Cazanave y la consuela. Rosa es la madre de Miguel Bru, el estudiante de Periodismo que en la madrugada del 18 de agosto de 1993 fue asesinado en la comisaría 9ª de La Plata después de haber sido torturado. Graciela es la madre de Segundo Cazanave, el cadete de la Escuela de Suboficiales del Ejército General Lemos, que apareció muerto en su departamento el mismo día en que le dieron de baja después de haber soportado toda clase de vejámenes. Las dos se unen en el llanto, se reencuentran en ese dolor y sienten que sólo alguien que sufrió lo que ellas están padeciendo puede comprender esa fuerza imparable que las guía para buscar justicia. Una fuerza que parece alimentarse con cada obstáculo y renovarse en cada batalla contra el ocultamiento.
Graciela se deja guiar. Escucha a Rosa y no puede creer que hayan pasado más de nueve años desde el asesinato de su hijo y que Miguel siga siendo un desaparecido. Sólo atina a llorar cuando toma conciencia de que su reclamo recién comienza. La madre de Segundo conoció a Rosa el mismo día que llegó a Buenos Aires en busca de una explicación, de una voz que se responsabilizara por el destino de ese chico de 21 años. El cura párroco de Victorica, el pueblo de La Pampa donde nació Segundo, Miguel Haag, las puso en contacto. El mismo cura fue el que había ayudado a Rosa en su tortuoso camino hasta conocer a los asesinos de su hijo, los policías Walter Abrigo y Justo López. Estas dos mujeres confiaban en los uniformes hasta que les arrebataron la vida de Miguel y Segundo. El padre de Miguel es policía. Graciela creía en las Fuerzas Armadas, es de un pueblo fundado por militares adonde el dictador Leopoldo Fortunato Galtieri organizó el “asado del siglo” para festejar los cien años de Victorica. Aquella vez ella se sentó a esa mesa “orgullosa de recibir a un presidente”. Rosa ya está desengañada. En Graciela, en cambio, asombra la sorpresa con la que recuerda uno de los últimos diálogos con Segundo.
–Si supieras, mami, lo que son acá...
–Y... son militares, hijo. Vos vas a ser como ellos.
–Jamás podría ser como ellos. Son unas bestias y yo nunca podré ser así –le dijo Segundo con los ojos llenos de lágrimas y Graciela pensó que era normal. “Yo confiaba tanto, tanto en los militares. Confié en las palabras del director de la Escuela Lemos, el coronel Ricardo Sarobe, cuando al inaugurar las clases nos dijo que los chicos eran como hijos de él. Creí en él y nosotros como provincianos todavía creemos en las personas, todavía tenemos un poco de ingenuidad.
–Teniendo en cuenta la historia de la Argentina, ¿nunca tuvo miedo de lo que le pudiera pasar a Segundo?
–Si yo hubiera sospechado algo, no lo hubiera dejado venir. Yo para qué quería a mi hijo cambiado, convertido en un señor como él decía cuando quiso entrar al Ejército. El era un chico vago, un atorrante bueno, un chico que sufrió muchísimo la muerte de su padre y se hacía querer por todo el mundo. Un día me dijo: “Mami, voy a terminar el colegio y voy a ser un señor”.
Segundo ingresó a la Lemos el 12 de febrero. El 15 de marzo lo vio su hermano Omar y lo encontró muy delgado. “Cuando volvió me dijo: ‘Mami, está así de flaco”, dice Graciela y separa sus dedos diez centímetros para demostrar el deterioro de su hijo. “Yo no me imaginaba hasta que lo vi en Semana Santa. Era ver la ropa suya en otro cuerpo, no era él. Segundo era alto, elegante, lindo y estaba feo, chiquito, eso lo puede decir toda la gente del pueblo que lo vio.”
Esa imagen y aquel diálogo con Segundo fue quizás lo primero que recordó Graciela cuando el tutor del chico, el marino retirado Jorge Pérsico, la llamó para decirle que no podía abrir la puerta del departamento de Chacarita, donde vivía Segundo, pero que el chico estaba adentro.
–A mi hijo lo mataron los de tercer año –reaccionó la mujer convencida. A aquella imagen y a aquel diálogo se sumaba el relato que le había hecho el amigo de Segundo, Joaquín Cortez, “Trapito”, sobre los malos tratos a los que lo sometían los alumnos de los cursos superiores.

El cuerpo
Sentadas una al lado de la otra en el living de la casa de la abogada Mirta Mántaras, estas mujeres hablan como si se conocieran desde siempre. Rosa tampoco sospechaba de la policía cuando su hijo desapareció. “Yo fui a hacer la denuncia, creía que ellos me iban a ayudar”, cuenta.
–¿Qué aprendió en estos nueve años de trajín por esclarecer el asesinato de Miguel y en qué siente que la puede ayudar a Graciela?
–Cuando el padre Miguel Haag me contó el caso, lo primero que dije fue: “Pobre madre”. Cuando uno empieza esto, no se imagina lo difícil que es el camino. Uno se termina acostumbrando, desgraciadamente, a los tiempos de los otros, a escuchar muchas cosas, muchas barbaridades y hasta se acostumbra a escuchar cómo murió su hijo. Yo veía a Graciela reflejada en mí: me decía que había entregado a su hijo con toda confianza, que el hermano (Omar) además no quería aceptar que Segundo hubiera sido víctima de semejante violencia, hasta en algún momento se enojó conmigo porque lo primero que me salió decirles fue: “No trasladen el cuerpo”. Yo tengo otra mamá amiga, que le mataron al hijo, Gastón Zacarías, en una comisaría del Chaco y ella en su desesperación lo primero que hizo fue llevar el cuerpo a La Plata para darle cristiana sepultura y ése fue el obstáculo más grande para esclarecer el caso.
El consejo de Rosa surgía de su experiencia y de su intuición. No estaba equivocada. El 4 de junio, cuando Graciela, su hija y el sacerdote Haag se entrevistaron con el director de la Escuela Lemos, los militares tenían una única obsesión: que la familia se llevara el cuerpo del chico. “Cuando terminó la reunión, los militares se quedaron con el padre Miguel y le ofrecieron de todo: autos para trasladar el cuerpo de mi hijo con toda la ceremonia militar... Nosotros estábamos todo el día en Tribunales y no nos dejaban tocarlo porque era muerte dudosa. El padre les agradeció y les advirtió que íbamos a hacer todo lo que la ley establezca para estos casos. Entonces le dicen que yo estaba psicológicamente muy mal, que me tenía que llevar el cuerpo.”
No era un capricho: el resultado de la segunda autopsia demostró que Segundo Cazanave había muerto por un edema pulmonar que pudo haber sido provocado por el sometimiento a un esfuerzo físico prolongado. En el sumario interno que se abrió en la Escuela Lemos, los cadetes de los años superiores admitieron el maltrato que sufría el chico. Desde impedirle dormir durante toda la noche, ordenándole hacer flexiones de piernas y saltos, hasta empujarlo con el pie mientras lo obligaban a hacer flexiones de brazos formaban parte del menú de vejámenes. Su amigo, Joaquín Cortez, dejó por escrito el relato de las “ejecuciones”, “masticadas” o “manijeadas” que en la jerga de la Lemos recibía Cazanave y que no eran otra cosa que torturas típicas de la más aberrante tradición castrense. Segundo no murió dentro de los cuarteles, pero su cuerpo quedó resentido. En los calabozos de la comisaría 9ª de La Plata, Miguel Bru también había sido torturado. Un testigo contó que antes de asesinarlo lo pasaron por una sesión de “palo y bolsa”. Es decir, un método que era habitual en los campos de concentración de la dictadura, conocido como “submarino seco”. El cuerpo de Segundo fue finalmente sepultado en Victorica después de cuatro meses. El cuerpo de Miguel todavía no apareció.
Rosa reclama justicia con la foto de su hijo y una leyenda que parece extraída de los años más negros de la historia reciente: “Desaparecido por la Policía Bonaerense”, y señala a los culpables con nombre y apellido. Después de cinco años y medio logró que se hiciera el juicio y tras sucesivas apelaciones ante la Corte quedaron presos sólo Abrigo y López. Graciela también improvisó un cartel con el retrato de su hijo, pero por ahora sólo se atreve a preguntar(se): “¿Qué pasó con Segundo?”. Los carteles sintetizan la evolución de los casos y de la conciencia de esas mujeres desgarradas por la pérdida de sus hijos y que se sintieron obligadas a replantearse todo lo que creían.

El poder
–Ustedes luchan por llegar a la verdad, pero se enfrentan con dos poderes: la policía y el Ejército. ¿Cómo se sienten frente a ese desafío sabiendo que ellos tienen los recursos para intentar ocultar y desviar las investigaciones?
–Yo no tengo miedo –dice Graciela–. Creo en Dios. Creo que ninguna madre que pasa por esto tiene miedo. Ustedes ven nuestro dolor y a lo mejor se sienten mal, pero si supieran cómo es dentro nuestro... Me sacaron una parte mía y me sangra, todavía la siento. Cuando uno tiene cerca a una madre que pasó por lo mismo, se siente mejor. Quizás suene tonto, pero me dio alegría compartir el dolor con Rosa.
–Cuando a una le pasa esto, te parás delante y te sentís por encima de ellos... Es tanto lo que nos quitaron... Graciela decía que hay gente buena, pero no están dentro de las instituciones, lamentablemente. En nuestro caso siempre trataron de ocultar todo, la colaboración fue mínima. El papá de Miguel es policía y ningún compañero fue a decirle: “Bru, mire... esto pasó con su hijo. No me mande al frente, tengo miedo, tengo familia”. Ninguno dijo nada. Sí escuché, en cambio, muchos comentarios de los mismos policías diciendo que López estaba pasando por un mal momento y había que ayudarlo. Tenemos información fehaciente de que le juntaban dinero. El “mal momento” era que había matado a una persona y la había hecho desaparecer.
–A partir de la denuncia judicial, ¿qué actitud tomó el Ejército?
–El 4 de junio, cuando estuvimos pidiendo explicaciones, preguntando por qué no nos avisaron, por qué Segundo se retiró de la Escuela en esas pésimas condiciones físicas, el coronel Sarobe prometió abrir una carpeta y tomar todas las medidas correspondientes. Me dijo: “Usted, señora, va a ser la primera en enterarse de las medidas que vamos a tomar porque estas cosas no pueden ocurrir dentro del Ejército, estos malandras que están dentro de la fuerza, no pueden estar”. Hasta el día de hoy jamás me dijo nada. No sé si soy ingenua, pero sigo esperando y creyendo que algún día se apiade y pueda mirarme a la cara para decirme qué fue lo que pasó y qué medidas tomó. Nunca más me llamaron –repite Graciela.
Rosa hace años que no espera nada de los uniformes. “Lamentablemente para estos casos primero está la institución y después las personas. Ahí empieza la cadena de encubrimiento, primero con pequeñas cosas y después termina siendo muy grande. Por todo esto va a tener que pasar Graciela. Lo importante es que no está sola”.
–El general Ricardo Brinzoni, jefe del Ejército, dijo que de ningún modo se habían cometido hechos ilícitos, que a lo sumo había habido “acciones antirreglamentarias” en el caso de Segundo. ¿Cómo analiza esa lectura de los hechos?
–No sé qué considera él actos que no sean ilícitos cuando mi hijo ha perdido la vida. A Segundo le han ido quitando la vida de a poco, lo fueron cambiando física y moralmente, no tengo palabras técnicas para decirlo. Yo lo que sé es que mi hijo murió el mismo día que salió de la escuela y que solamente tuvo fuerzas para llegar al departamento.

El aprendizaje
Tanto Rosa como Graciela eran mujeres sencillas, acostumbradas a mirar más hacia adentro de las cuatro paredes de su casa que a interesarse por ese afuera que les sonaba lejano, hostil, desconocido. Entendían la solidaridad como algo que se agotaba en lo cotidiano, jamás se habían imaginado saliendo a la calle para pedir justicia.
–En la Argentina, las mujeres movilizadas desde el dolor están representadas por las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo. ¿Cómo las veían antes de sufrir en carne propia la pérdida de sus hijos?
–Yo empecé a vivir más todo eso –dice Rosa– cuando Miguel empezó la facultad. Allí tenía compañeros que, como decía él, tenían a sus viejos desaparecidos. El venía y contaba, decía que los hijos los esperaban. En ese momento yo le decía: “Pero, Miguel, eso ya pasó”. A veces me pregunto qué habrá pensado él cuando yo le decía que no esperaran más porque los padres ya no vivían. El se quedaba mirándome porque venía a contarme con una esperanza. Después, cuando él venía a las Marchas de la Resistencia, no sé si por ignorancia, por egoísmo, no sé, yo pensaba que era medio inútil todo eso. Hoy las recontra-entiendo y fue tener que pasar por este calvario para comprender lo que significaba esa lucha. Yo me sumé a esa marcha y también hice cien días de vigilia para exigirle al tribunal que pusiera preso a Justo López, uno de los asesinos que estaba en libertad porque había estado preso dos años sin sentencia. Gracias a eso conseguí que lo encarcelaran otra vez.
–Nosotros estamos en una provincia donde éramos ignorantes de muchas cosas que ocurrían. Estábamos tranquilos, en esa época prácticamente no veíamos nada de televisión, muy pocos diarios. Sabíamos de algunos casos, pero nunca tomábamos conciencia de la realidad, de la importancia; era como que nosotros en ese pueblo tan chico, vivíamos en otro mundo. Cuando a uno le pasan cosas, toma conciencia de la importancia y de la garra de esas madres que aun después de tantos años siguen luchando. Yo pienso que mi vida tiene que ser así, tengo muchos años por delante para seguir peleando por el esclarecimiento de la muerte de mi hijo y ayudar a las demás madres que confiaron como yo sus hijos a la Fuerza.
–¿Cómo empezaron a vivir la solidaridad de la gente que sufrió lo mismo?
–El oído de otro familiar que pasó por lo mismo es el mejor remedio, ayuda saber que el otro entiende lo que uno dice, que no se cansa. Yo podría escuchar mil veces a Graciela. Cuando a uno le pasa una cosa así, tiene necesidad de hablar y hablar, contarlo una y otra vez, cambiar opiniones sobre cómo pudo haber pasado algo así, por qué. Creo que Graciela tiene razón, recién empieza, está envuelta en un sueño, pero va a pasar el tiempo y me va a dar la razón. Esa necesidad de saber se agudiza cuando uno no supo cómo fueron los últimos momentos, qué pasó. Uno le da mil vueltas y busca una explicación que obviamente nunca llega.
El vacío es eterno. Y ellas se plantean también una lucha sin tiempo. Sufren el tiempo de la supuesta justicia, pero están dispuestas a dar todo para conseguirla. No tienen consuelo, pero añoran que la muerte de sus hijos no haya sido en vano. “Cambiar las instituciones, la mentalidad de los hombres, eso sería lo único que nos serviría de consuelo. Así uno podría decir: ‘Por lo menos lo de mi hijo sirvió para algo’. Pero nosotros, a lo largo de nueve años, ¿cuántas muertes inútiles vimos? Si lo de Segundo sirviera para que eso no pase nunca más, sería un consuelo. Como en el caso Carrasco, que sirvió para que el servicio militar no sea más obligatorio. Todas repetimos lo mismo: ‘No quiero que otra madre sufra lo que estoy sufriendo yo’. Cada vez que veo a una madre diciendo eso, pienso que lamentablemente no va a ser la última que lo diga. Es una historia que no tiene fin”, comenta Rosa y retoma las palabras de Graciela: “Confiamos en los periodistas. Estamos convencidas y sabemos que es así, que lo que realmente puede ayudar a esclarecer los casos es que el periodismo se interese. Es lamentable porque a veces algunas familias llegan a pensar que por ahí su hijo es menos porque el periodismo no lo tomó. No es así, todos son importantes, cada muerte tendría que ser esclarecida y tratada igual. Sin embargo, hay tantos casos que ni siquiera consiguen un minuto de justicia”.
Graciela creía que “la Escuela Lemos era intachable”. Ahora dice: “No debo ser la única madre que ha pasado por esto; pido que si hubo otros casos, los denuncien. Si la muerte de mi hijo sirve para salvar a todos esos chicos provincianos, que son muchísimos, para que no los maltraten, voy a estar más tranquila”.
Ella acaba de pedir prisión perpetua para el general Brinzoni, el coronel Sarobe y todos los estudiantes de tercer año de la Escuela Lemos que humillaron y sometieron a su hijo. Le pide a “Trapito” Cortez que no se asuste y cuente, como lo hizo delante de los curas salesianos, todos los padecimientos que sufrió Segundo. Cortez es el principal testigo en la causa judicial. Le dieron de baja a los pocos días de haber detallado delante de Sarobe y Graciela cómo vivían dentro de la Escuela.
Rosa mira con los ojos celestes, transparentes por el llanto, y pregunta: “Cuántas Marthas Pelloni hacen falta” para derribar las murallas de impunidad y encubrimiento, como lo consiguió esa monja en el feudo de los Saadi, Catamarca. Está dispuesta a acompañar a Graciela para que no ceje en la lucha. Sabe que la persistencia, la terquedad en el reclamo, el seguimiento implacable de cada detalle, es el único camino para desenmascarar a los culpables. Rosa y Graciela se miran y la fuerza del dolor se siente. Es esa fuerza la que las hace sentir invencibles.

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