Viernes, 18 de enero de 2008 | Hoy
SALUD
El caso de Ana María Acevedo, la joven a quien dejaron morir sin asistencia médica por estar embarazada después de haberle negado un aborto terapéutico, no puede dejar de revisarse ahora que se conocieron detalles del expediente que se inició después de su muerte. Todavía los responsables no fueron indagados por este claro abandono de persona a veces cercano a la tortura.
Por Sonia Tessa
A Ana María Acevedo la dejaron morir en el hospital Iturraspe de Santa Fe. Así lo acreditan tres informes médicos pedidos por Jorge Andrés, el juez que llevó la causa hasta fin de año. La chica de 20 años no recibió tratamientos de radioterapia ni quimioterapia para el cáncer de maxilar que le carcomía la cara porque estaba embarazada. Los médicos no sólo se negaron siquiera a considerar un aborto terapéutico, previsto claramente en el Código Penal, sino que además dejaron avanzar el dolor en una progresión que se asemeja a la tortura. La joven murió el 17 de mayo, después de varios días de agonía. A fines de abril, los médicos habían decidido apurar la cesárea por una sola razón: la madre se estaba muriendo. Y la beba sobrevivió apenas unas horas. La historia clínica de Ana María deja en evidencia un sistema de salud deshilachado, inhumano, sin preocupación por los pacientes. Y los informes diarios develan el dolor insoportable, el calvario de los últimos meses, la explícita decisión médica de preservar el feto, de conservar a la joven como reservorio, y prescribirle apenas paracetamol para combatir los efectos del cáncer que iba tomando su cuerpo.
En la historia clínica, la psicóloga Cecilia Cafaratti escribió el 13 de febrero de 2006: “Muy dolorida. Desesperación. A la espera de indicación médica”. Con la firma de una oncóloga, Virginia Marina, al día siguiente, la ficha indica que Ana María está “muy dolorida. Solicita interconsulta con ginecología y su indicación. Se ruega su valoración”, dice la profesional. Pocos días después, y ante la progresión del malestar, la profesional indica: “Dolorida. Se agrega corticoide. Se conversa telefónicamente con el doctor (Walter) Viñabal (radioterapeuta), quien ratifica lo escrito por el doctor (Jorge) Venanzi respecto de la imposibilidad de efectuar tratamiento radiante”. La misma profesional plantea la posibilidad de una interconsulta con el Instituto Roffo, de Buenos Aires, y el pedido al Comité de Bioética del hospital para que analice el caso. En varias de sus intervenciones ruega a sus superiores, siempre a través de la historia clínica, que tomen alguna decisión. También conversa con el servicio de Obstetricia para mejorar el tratamiento contra el dolor. Combatir el cáncer no estaba en los planes de nadie.
Porque Ana María Acevedo podría estar viva. La intuición de sus padres, Norma Cuevas y Haroldo, tiene ahora un aval científico. El titular de la Cátedra de Oncología Clínica de la Universidad Nacional de Rosario, Oscar Dip, y la integrante de la Sociedad Argentina de Oncología, María Guadalupe Pallota, lo dicen claramente en los informes agregados a la causa en diciembre. El dictamen del primero es contundente, hasta rabioso, al indicar que debió aplicarse radioterapia en el primer trimestre de embarazo, y quimio en el último. Incluso afirma que existe la tecnología médica disponible para realizar tratamientos sin afectar al feto. La médica es más clara aún: la quimioterapia debió hacerse en el tercer trimestre de embarazo porque la vida de la mujer corría peligro. Y deja flotando un dato demoledor: el rabdomiosarcoma alveolar —tal el nombre científico de la patología— tiene un 70 por ciento de posibilidades de sobrevida durante cinco años.
“En toda la historia clínica hay una constante: no se contempla la posibilidad de aplicar los tratamientos necesarios para curar el cáncer, hay referencias permanentes al dolor que sufría Ana María y una constante preocupación por el embarazo, como lo único que se debía preservar”, sostuvo la abogada Paula Condrac, que asumió la representación legal de los padres de Ana María junto a Lucila Puyol y Mirta Manzur, todas de la Multisectorial de Mujeres de Santa Fe.
El abandono del sistema de salud hacia Ana María comenzó un año antes. A esta altura, decir que murió por ser pobre parece un lugar común, pero es incontestable. Vivía junto a su familia en el barrio más humilde, “al lado del cementerio”, en Vera, una pequeña ciudad de 20 mil habitantes en el extremo norte de la bota que dibuja la provincia de Santa Fe. Por esas rutas que van hacia el Chaco, donde la Forestal es todavía un recuerdo latente, el paisaje, las costumbres y la pobreza se funden con las provincias del Norte. Allá vivían Haroldo, de sus changas; Norma, como ecónoma de un comedor escolar; y Ana María, beneficiaria de un plan social, con sus tres pequeños hijos de 4, 3 y 1 año. En mayo de 2006 le sacaron una muela en el hospital de su ciudad, un lugar tan precario que no tenían cómo practicarle los estudios que determinaran por qué continuó el dolor en la cara durante meses. La arreglaron con antibióticos. La odontóloga del Samco se negaba a firmarle la derivación a un centro de mayor complejidad. Durante meses pelearon, Ana María y su madre, para conseguir el traslado a Reconquista (la ciudad más grande del Norte santafesino) o a Santa Fe, capital provincial.
No podían afrontar por su cuenta los pasajes en ómnibus. Recién en octubre Ana María llegó al hospital Cullen, donde le extirparon el tumor de maxilar, y la derivaron al otro centro para hacer radioterapia y quimioterapia. En noviembre, cuando llegó al Iturraspe, refirió un posible embarazo. Y los médicos cambiaron el eje de la atención. Ya nunca más tuvieron en cuenta la urgencia del cáncer, y siempre pensaron en el feto.
Un punto álgido de la investigación se sitúa el 14 de diciembre, cuando la ecografía ginecológica apenas hablaba de “saco gestacional sin embrión”, pero el médico clínico David Yossen consigna que hay un “test de embarazo positivo” y que los tratamientos de radioterapia y quimioterapia se “contraindican dada su toxicidad sobre la gestación”. La misma decisión es rubricada por el jefe de Oncología, César Blajman. El entonces director del hospital, Andrés Ellena —separado del cargo luego del escándalo por la muerte de la joven—, acompañó y argumentó la decisión. En ningún momento le dijeron a Ana María, o a sus padres, que podían optar por interrumpir el embarazo y luchar contra el cáncer. En vísperas de Navidad, y con una infección urinaria que la mantenía internada en Ginecología, se fue en forma voluntaria. Quería pasar las Fiestas con sus hijos. Firmó su conformidad, pero no hubo ningún médico que le diera las indicaciones para dejarla ir.
La partida voluntaria de Ana María antes de Navidad, para volver recién en febrero, es uno de los ejes de la argumentación de los médicos que fueron interrogados en el sumario administrativo. También afirman que, ante la falta de perspectivas de la madre, priorizaron la vida del niño. Sin embargo, en diciembre, cuando Ana María se fue del hospital, sabía que no le estaban tratando el cáncer. Y nadie le había ofrecido alguna alternativa para hacerlo.
Cuando regresó, en febrero, los médicos continuaron la política de preservar el embarazo. Los padres de Ana María pidieron, rogaron, suplicaron que se hiciera el aborto. Fueron maltratados. Los describieron como “familia muy agresiva que amenaza con recurrir a la Justicia”. En realidad, el entonces director del hospital, Andrés Ellena, los desafió a obtener una orden judicial. El tiempo apremiaba, pero el comité de bioética se reunió a fines de febrero y decidió que no se interrumpiría el embarazo. “¿En algún momento se pensó en un aborto terapéutico? Por convicciones, cuestiones religiosas, culturales, en este hospital (y en Santa Fe), no”, dice textualmente el acta que lleva las firmas de la enfermera Elsa Albarrasin, la licenciada en Servicio Social María Isabel Artigues y la magister en Bioética Silvia Brussino. Argumentaron que era tarde para el aborto, y aconsejaron mantener la situación: cuidar el embarazo, descuidar a la enferma.
Desde entonces, los padres de Ana María hicieron todo lo posible para acompañar a su hija. Durmieron en el suelo, sólo recibían un sandwich para comer al mediodía, y se bañaron donde pudieron durante meses. El 26 de abril, como Ana María se estaba muriendo, el jefe de Oncología —Blajman— firmó la decisión de apurar la cesárea. Nació una beba de 450 gramos, bautizada como María de los Milagros, que vivió apenas 17 horas. Enseguida, Ana María entró en coma, y a los pocos días murió.
Después del desenlace, la primera actitud el entonces director del hospital fue mentir. Dijo que el caso de Ana María era irreversible, y por eso priorizaron la vida del niño. Eso quedó desmentido por los dictámenes médicos pedidos por el juez. También afirmó que nunca le habían pedido el aborto. Fue desmentido por la propia historia clínica, donde se consigna el pedido de los padres. Los argumentos cayeron uno por uno. La entonces ministra de Salud, Silvia Simoncini, debió concurrir a la Legislatura a dar explicaciones, pero fueron poco convincentes. El escándalo hizo que Ellena fuera separado del cargo de director, pero mantuvo su trabajo como jefe del servicio de Obstetricia del mismo hospital.
La decisión de eludir cualquier terapia oncológica —tomada el 14 de diciembre, y refrendada en febrero— es una de las claves de la investigación que, a la vuelta de la feria judicial, deberá resolver el nuevo juez, Eduardo Pocoví. La causa todavía no tiene imputados, pero las abogadas de los padres de Ana María esperan ansiosas los llamados a indagatoria. “Esperamos que en forma inminente el juez decida llamar a indagatoria a los responsables”, indicó Manzur, quien opinó que la joven fue sometida a tratos crueles, inhumanos y degradantes, reñidos con la Convención Internacional de Derechos Humanos. Por esto, la causa puede llegar a los tribunales internacionales.
Manzur apuntó también que “el Código Penal es taxativo en cuanto a la interrupción del embarazo cuando corre riesgos la salud de la madre”. Es una de las excepciones previstas en el artículo 86. Y consideró que los médicos podrían afrontar cargos aún más severos que el homicidio culposo. Claro que en la provincia de Santa Fe los familiares de la víctima no pueden convertirse en querellantes, es decir que no son parte de la causa, apenas pueden acompañarla como actores civiles.
Y aunque las decisiones de cada uno de los responsables fueron concurrentes, pero no se puede hablar de una orden de la administración central, fue el Estado provincial el que incumplió con el deber de garantizar la salud. El que violó los derechos de Ana María. Por eso, antes del 10 de diciembre, las representantes de la familia Acevedo presentaron un recurso administrativo que abre el camino al juicio civil, para que la provincia se haga cargo de sus responsabilidades. “El Estado santafesino no atendió como correspondía a Ana María, en todos estos meses no esclareció lo ocurrido, y tampoco reglamentó los abortos no punibles para impedir que otra mujer vuelva a pasar por la misma situación”, afirmó Puyol.
Mientras tanto, los padres de Ana María cuidan a sus dos nietos mayores, y el más pequeño vive con el padre. Norma y Haroldo buscan consuelo y justicia. Pasan sus días en la pequeña casa de los confines de Vera. No les resulta fácil ir al hospital de su ciudad, porque no son bienvenidos. Pero están dispuestos a luchar por la verdad. Soportan todos los días la angustia de saber que Ana María podría estar con ellos, andar en bicicleta, quejarse del calor agobiante, tomar mates con tortas fritas. Que podría estar viva.
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