NOTA DE TAPA
Militante socialista desde los 15 pero sólo consecuente con sus ideas –lo que le valió más de una disidencia–, Beba Carmen Balvé colaboró con la resistencia peronista, analizó la marginalidad antes de que se impusiera como categoría y tuvo tiempo de aprender a pilotear aviones, lanzarse en paracaídas y manejar armas. Su voz sigue levantando polvaredas a su alrededor mientras ella sonríe plácida: “Estoy acostumbrada, por donde paso se arma escándalo”.
› Por Roxana Sandá
Dicen de ella quienes la conocen que es fuego. Sólida como una roca. Imposible discutirle sin salir herida. Mujer de lengua filosa y pensamiento capaz de estallar en ideas que conmueven o pulverizan. Mejor cultivar su alianza. No teme ni a la sombra de quienes la persiguieron durante años. Ya es mayor, sí, pero no se detiene; su carrera fue demasiado vertiginosa como para que de golpe paralice su ímpetu.
La mujer, llamada Beba Carmen Balvé en la Rosario de 1935, por un padre nativo de Normandía que apelaba al respeto absoluto de su hija tanto como al frío de una 38 calzada en la cintura, fue cuadro del socialismo y colaboradora de la Resistencia peronista. Pasó por todas las cárceles de Buenos Aires; ocultó casi con pasión religiosa a Joe Baxter y al sable corvo de San Martín. Es aviadora, paracaidista, socióloga, militante del desprejuicio y fundadora del Centro de Investigaciones en Ciencias Sociales (Cicso), de donde surgió el imprescindible Lucha de calles. Lucha de clases, editado por La Rosa Blindada en 1973.
Sus principios no le permitirían mentirse sosiego. “Llegué a este mundo para armar quilombo y darme cuenta también de que estamos llenos de contradicciones, aunque a los errores prefiero llamarlos problemas tácticos”, explica con una sonrisa amplia sobre su cutis envidiable, apenas opacado por el humo blanco de los incontables Parisiennes que fuma cada día.
Ella sabe hacerle honores a la reputación. Su última conferencia, Inteligencia y contrainteligencia, volcada durante una cena de la Agrupación Oesterheld, provocó la ira de Eduardo Anguita y una maraña de trompis partidarios que siguen dando cuenta de la ríspida amplitud del peronismo. “Nunca me quedo callada. Hablé de las elecciones nacionales como un caos organizado, y algunos se pusieron nerviosos. Igual, estoy acostumbrada. Por donde paso, siempre se desata el escándalo.”
De niña, Beba (no es apodo, sino nombre propio tras un juicio iniciado por su padre al Estado, que ganó con el apoyo del Partido Demócrata Progresista y hasta la intervención de Lisandro de la Torre) se debatió, como sor Juana, entre el amor divino y el amor humano. “Aunque a los cinco años quedó claro que mi inclinación no sería tan divina. Era un contrasentido creer en lo que no se entiende. Mi madre había muerto y mi padre me inscribió pupila en el colegio del Sagrado Corazón, de Rosario, donde no dejaban ir a orinar de noche porque decían que en la terraza había un tipo agazapado que nos iba a castigar. Y en invierno, a las que inevitablemente se hacían encima, las monjas las obligaban a lavar sus sábanas a las seis de la mañana, con temperaturas bajo cero. No toleré esa situación, así que decidí investigar.” La osadía terminó develando que la sombra de la terraza era una estructura de ventilación y que las vejigas de las niñas no tenían por qué sufrir más punzadas de dolor. La pequeña Beba fue la primera alumna expulsada de la institución. “Mi padre no dijo palabra, salvo que mi nuevo destino sería el colegio Madre Cabrini, que dependía del Vaticano y que en uno de sus salones colgaba el cuadro gigantesco de un Benito Mussolini de rostro dulce. Imaginá mi confusión, entre un padre que colaboraba desde la Argentina con los aliados franceses y vomitaba furia contra el fascismo, y mi saludo diario de cada día al presidente de Italia. Una locura en la que me vi envuelta hasta que el cura me eligió para ser cuadro laico, porque era muy estudiosa. Leí la fe, empecé a hacer muchas preguntas y él decidió que yo no servía para eso, lo cual era una obviedad.”
Así de conflictiva fue su afiliación al Partido Socialista de Rosario a los 15 años. Su tarea era la organización de picnics de la juventud, “porque era la única actividad que nos delegaba el partido a los más chicos”, mientras portuarios y ferroviarios comunistas, socialistas y anarquistas mixturaban a voz en cuello las melodías de los himnos Quinto Regimiento y Bandiera Rossa. En aquellas jornadas, “el partido nos decía a los jóvenes que debíamos estar junto a los obreros, pero con el tiempo observamos que los obreros estaban en otro lado, y ese lugar era el peronismo. Había algo, entonces, que estaba fallando”.
“Cierto día, mi padre desapareció”, cuenta Beba sobre siete meses de ausencia de los que nunca pudo hablarse “porque él lo prohibió terminante”. El episodio derivó en un contacto con Luis Armando Roche, amigo de la familia y delegado clandestino de la Dirección de Propaganda del Estado durante 1945, que realizó en el sur de Santa Fe un minucioso trabajo de base para generar adhesiones a Perón, entonces en la Secretaría de Trabajo y Previsión. “Luego de aquella desaparición misteriosa, creo que mi padre temió por mí y me presentó a Roche. Yo escuchaba sus charlas y por él conocí a gente del peronismo y de la Resistencia. Así que terminé siendo socialista pero amiga de los peronistas. Jamás gorila.”
Que haya elegido 1954 para hacer un curso de piloto de aviación y paracaidismo es casi una ironía.
–¡Pero no sé por qué se me ocurrió! Bah, sí: siempre me gustaron los aviones y las motos. Era fierrera por naturaleza, de estos fierros y de los otros (risas). En esa época no había aviación civil y prácticamente tuve que hacer el servicio militar. Mi instructor era de la aviación naval; me sacó buena. Claro, al año siguiente intentó convocarme para volar los aviones Catalina (los que sobrevolaron la Plaza de Mayo en el golpe del ’55) y evitar el ascenso de la gente en Rosario. Por supuesto, yo no iba a hacer el trabajo de botonear a las masas. Encima, muchos de los que tomaron el curso de piloto eran delegados del Sindicato Unidos Petroleros del Estado (SUPE), de la refinería petrolera de San Lorenzo (hoy en manos de Petrobras). Todos peronistas y amigos.
¿Qué ocurrió en Rosario el 16 de septiembre de 1955?
–Apenas iniciado el golpe contra el gobierno constitucional, los resistentes de Rosario soportaron el embate durante siete días. El general León Bengoa, comandante del III Cuerpo de Ejército con sede en Paraná, sitió la ciudad con armamento y tanques Sherman provocando una guerra civil. Sin alimentos ni armas, las fuerzas leales a Perón, el Regimiento Militar II de Infantería de Rosario, los trabajadores del cordón industrial y el pueblo pelearon contra los sectores civiles enemigos y las Fuerzas Armadas. El enfrentamiento se cobró 500 muertos entre niños, mujeres y hombres, además de cientos de heridos. Vi fusilar a diez pibes; vi cuando desde los tanques ametrallaban a jóvenes que se tiraban al lago del Parque Independencia. Había toque de queda y por las noches sonaban las balas de los francotiradores. Los militares entraban a las radios mientras se emitían los programas: todo el pueblo escuchaba apersonarse al capitán de fragata tal o cual y luego el rugido de la ametralladora. Mataban a todos en el marco de esa insurrección. Ahí me curé de espanto.
¿Y cómo resolvió su militancia en este contexto?
–Permanecía en el partido pero discutiendo con los socialistas. Cuando llegó la orden de intervenir los sindicatos no la acatamos, por tanto nuestra relación con los peronistas era muy particular, no por su condición ideológica sino por obreros. Hice contacto con el ala sindical cuando la Resistencia estaba en Empalme Graznero y Arroyito, que era la zona más fuerte, y Villa Manuelita, y colaboré en una serie de acciones. ¡Casi terminé siendo una doble agente!
La relación con el PS se erosionó hasta hacerse trizas, en 1961, con la ruptura de la Dirección Nacional de la Juventud con Alfredo Palacios y Alicia Moreau. “Para nosotros eran fósiles. Además, Palacios se oponía a la acción cubana ¡y habíamos trabajado con la Revolución Cubana! Si el propio directorio revolucionario era recibido por el partido en Buenos Aires cuando tenía que esconderse de Fulgencio Batista. Estábamos con ellos desde antes de la revolución. Entonces hicimos la revista Che y sacamos un documento sobre el proyecto de liberación nacional y social y la lucha armada, con eje en el peronismo. Fuimos los primeros que planteamos esta cuestión.”
En el universo de los sesenta, Beba Balvé cultivó relaciones políticas con Salvador Allende, Raúl Sendic, las FAP, John Cooke, Alicia Eguren, el abogado Ricardo Rojo –autor de Mi amigo el Che– y Facundo Larguía, “rosista, amigo de Perón y aristócrata de la más rancia estirpe patricia y ganadera”. Comenzaba a trabajar como investigadora en el Instituto Di Tella, donde integró el equipo dirigido por Alan Touraine y Eric Hobsbawm, para relevar el desarrollo industrial en América latina, y junto a Fernando Enrique Cardozo, del Cepal, en el Proyecto Marginalidad, un polémico estudio de campo financiado por la Fundación Ford. “Se nos acusó de marxistas y también de colaboradores de la CIA, porque sosteníamos que la marginalidad no existía como categoría, y que debía hablarse de ejército industrial de reserva. Pero me encargué de decirles a muchos que yo había estado en todas las luchas y que a sus huevos no los había visto en ningún lado. No nos jodieron más.”
Beba, como cualquier chica de su generación, había tolerado que le enseñaran modales apropiados para cuando tuviera edad de casarse. Algo que ella se juró que jamás cumpliría. Ni esposa ni madre, no era para ella. Cumplió su juramento durante años, ensayando parejas con compañeros de izquierda, “pero era inútil. Discutíamos de política y al tipo lo perdía, porque ganaba yo. Además, siempre viví sola, nunca se me ocurrió decir buen día. A la mañana me levantaba, hacía mi café y leía el diario. Punto”. Hasta la tarde de 1967, en el lobby de un hotel de Córdoba, plena Guerra de los Seis Días. “Revisaba papeles de la investigación de Touraine sentada en un sillón, con un vaso de whisky en la mano. Levanté la vista y frente a mí alguien sostenía un diario con los titulares sobre la guerra; los resultados habían sido desastrosos para el pueblo palestino. Me indigné, empecé a gritar y le arranqué el diario. El hombre observaba espantado la pelea que mantenía conmigo misma. Resultó ser empresario, representante de una firma norteamericana que fabricaba cosas para la Nasa, campeón de velero y de golf. No teníamos nada que ver. Preguntó qué pasaba y me indigné más. ‘¿Cómo qué pasó? ¡Perdieron la guerra los palestinos!’. El colmo fue cuando me dijo ‘¿Qué guerra?’ Así conocí a Miguel, y sé que fui la aventura de su vida. Desde entonces nos encontramos varias veces, hasta que un día le suelto ‘Nosotros no podemos seguir, porque somos enemigos’(risas). ‘¿Qué cosa?’, me preguntó horrorizado. ‘No puedo decirle mucho más, pero sus relaciones no tienen nada que ver con las mías.’ Terminamos viviendo juntos, pero era una locura. Yo estaba todo el día afuera, a veces volvía a las cuatro de la mañana, otras no aparecía. Estaba harto, y aun así llegó a proponerme matrimonio. Mi respuesta siempre fue un ataque de nervios, agarrar el auto y dormir afuera, pero al otro día terminaba volviendo para darle de comer a mis dos perros.”
El calendario de 1970 la encontró en Puerto Península, siguiendo un programa de colonización de la Facultad de Agronomía de la Universidad de La Plata, junto a un equipo multidisciplinario que se instaló en esa región de bosque virgen hasta 1974. Durante cuatro años, Beba trató con yararás, corales, avispas, aguas contaminadas, falta de hielo para su whisky, un jefe del destacamento policial que era de la Side y otro a cargo de esa delegación de la subprefectura castigado, “porque había estado en el Cordobazo y no reprimió. Todo era desopilante”.
En medio de esas travesías se desarrolló el Cicso, que desde 1966 y hasta la fecha “se dedica al estudio de las relaciones de clase y grupos socioeconómicos”. Son imprescindibles las publicaciones Acerca de los movimientos sociales y la lucha de clases, Movimiento social y enfrentamiento social: el Santiagueñazo, Lucha de calles. Lucha de clases. Insurrección popular e insurrección proletaria, y El ‘69. Huelga política de masas (Rosariazo, Cordobazo, Rosariazo). Nunca se dejó de articular investigaciones y cursos, aun con la dictadura sobre los talones y los exilios accidentados de su directora, “a México, Estados Unidos, Francia, Canadá. Pero volvía, no soportaba estar fuera de mi país. Por eso me banqué a los milicos que cada dos por tres se metían en el Centro, a servicios como Alfredo Astiz, que un día se inscribió con nombre falso en un curso pagado con cheque sin fondos, y a mujeres canas tan groseras que en vez de pedirme los programas de estudios me solicitaban los prontuarios”.
–No sé si ese período o el preludio de lo que fue la ruptura con la generación del setenta. Porque en los sesenta habíamos articulado un frente social en la alianza de clases, a través de una política de unidad con el movimiento obrero en la lucha, en un proceso de liberación nacional y popular. Pero en los setenta se montó la oleada impresionante de una pequeña burguesía ilustrada, y ya no podías contrariar eso. No quiere decir que no haya sido solidaria y hasta compartido ciertas cosas con grupos que se estaban armando, como los Montoneros; en definitiva formaban parte de la izquierda. Pero creo que se trató de una generación que rompió raíces con lo anterior y con la historia del país. El problema de Montoneros es que se olvidaron de que Perón era un general de la Nación, y ése era un dato fundamental. Pero, ¿sabés qué?, toda esta historia de desastres y puntos suspensivos también me enseñó algo: nunca nadie podrá arrancar al peronismo de este país, porque su esencia se transmite por familias. No solamente porque de él comieron, estudiaron y trabajaron, sino porque por él lucharon.
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